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Escribí sobre el largo pelo blanco en la ceja izquierda. Sin embargo, en mis fotografías de la cara del difunto, la ceja derecha es la más destacada. No parece posible que la ceja derecha haya empezado a crecer repentinamente después de su muerte. ¿Habrá tenido realmente esas cejas tan largas? Concluiríamos que la cámara exageró, aunque lo más probable es que haya mostrado la verdad.

No debería ser tan aprensivo. Mi Contax tiene una lente de 1.5 Sonner. Había trabajado por sí misma, sin imposiciones de mi parte. Para una lente no existen vida o muerte, ni hombre u objeto, ni sentimentalismo o reverencia. No había operado erróneamente mi Sonner 1.5, y esto, supongo, era así. La cara estaba muerta, y la riqueza y suavidad eran tal vez el trabajo de la lente.

Me impresionó cierta intensidad de sentimiento en las fotografías. ¿Estaba en la propia cara del muerto? El rostro era rico en sentimientos, aunque el muerto ya no tenía ninguno. Me pareció que las fotos no tenían ni vida ni muerte. La cara estaba viva pero dormida. Podían verse como fotos de un rostro muerto y, no obstante, sentir en ellas algo que no estaba ni vivo ni muerto. ¿Acaso el rostro se imponía como el de alguien vivo? ¿Sería porque convocaba tantos recuerdos del hombre vivo? ¿O me encontraba no ante un rostro vivo sino ante fotografías? Me pareció raro también poder ver en las fotos el rostro muerto, con más claridad y minuciosidad que al tenerlo ante mí. Las fotos eran el símbolo de algo oculto, de algo que no se podía considerar.

Definitivamente, lamentaba haber tomado las fotografías. Había sido una imprudencia de mi parte. De las caras de los muertos no deberían quedar testimonios. Pero lo cierto es que la notable vida del Maestro se me aparecía en las fotografías.

Nadie podría haber calificado el rostro del Maestro como hermoso o noble. Era en verdad un rostro común, sin ningún rasgo destacable. Las orejas, por ejemplo: sus lóbulos se veían como machacados. La boca era grande, los ojos pequeños. Durante largos años de disciplina en su arte, el Maestro, sentado ante su tablero de Go, gozaba del poder de aquietar el ambiente, y esa misma fuerza de espíritu estaba presente en mis fotografías. Había una profunda tristeza en las líneas de sus párpados cerrados, como la de alguien que sufriera en sueños.

Miré su cuerpo. La cabeza de un muñeco, y sólo la cabeza parecía emerger de su sencillo kimono con diseños de caparazón de tortuga. El cuerpo había sido vestido con un kimono Oshima [6] y se habían formado pliegues en los hombros. Pero si uno conservaba la emoción que se había tenido por el Maestro en vida, era corno si desde la cintura se diluyera en la nada. Las piernas y las caderas: tal como lo había dicho el médico en Hakone, daban la impresión de que apenas pudieran sostener su peso. Al partir de Urokoya, el cuerpo parecía inmaterial salvo por la cabeza. Durante el último encuentro yo había notado la delgadez de las rodillas del Maestro sentado, y en mis fotografías también parecía que sólo hubiera una cabeza, bastante horrorosa, de alguna manera, como cortada. Había algo irreal en las fotografías, tal vez a causa del rostro, el extremo de la tragedia, de un hombre tan disciplinado por su arte que se había perdido lo mejor de la realidad. Tal vez lo que había fotografiado era la cara de un hombre que representaba desde el principio el martirio por el arte. Era como si la vida de Shusai, Maestro de Go, hubiera llegado a su fin, al igual que su arte, con ese último juego.

[6] Las telas con que se confeccionan se entierran para que adquieran una tonalidad marrón muy apreciada.


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