Ese agresivo Negro 69 fue calificado como "jugada diabólica". El propio Maestro aseguró tiempo después que tenía la ferocidad característica de Otake. Todo dependía de la respuesta de Blanco. Si era inadecuada, Blanco podía muy fácilmente perder el control del tablero. El Maestro reflexionó durante una hora y cuarenta y seis minutos para Blanco 70. Su lapso de reflexión más largo sobrevino diez días después, el 5 de agosto, cuando empleó dos horas y siete minutos para Blanco 90. Su jugada más demorada resultó pues, en segundo lugar, Blanco 70.
Si Negro 69 era diabólicamente agresiva, Blanco 70 fue una jugada de sostén brillante. Onoda, entre otros, estaba mudo de admiración. El Maestro se plantó con firmeza advirtiendo la crisis. Retrocedió un paso y previno el desastre. Una jugada espléndida, de muy difícil realización. Negro se había lanzado a un asalto frontal, y con esta única jugada Blanco lo hizo retroceder. Negro había obtenido ventajas y, sin embargo, parecía como si Blanco, quitando los vendajes de sus heridas, hubiera emergido con mayor luminosidad y libertad de acción.
El cielo se había puesto negro con el chubasco que Otake calificara como tempestad, y las luces estaban encendidas. Las piedras blancas, reflejadas en la superficie casi espejada del tablero, se fundieron con la figura del Maestro, y la violencia del viento y la lluvia en el jardín resaltaron la quietud de la sala.
Pronto pasó el chubasco. Y la niebla flotó sobre la montaña, y el cielo brilló en la dirección de Odawara, hacia el río. Empezó a salir el sol al otro lado del valle, chillaron las cigarras, y nuevamente se abrieron las puertas de vidrio del corredor. Mientras Otake jugaba su Negro 73, cuatro cachorritos negros jugueteaban sobre el césped. Otra vez el cielo resplandecía cubierto de nubes.
A la mañana hubo unos chaparrones. Sentado en el corredor, Kumé Masao había dicho durante la sesión de la mañana:
– Qué sensación se produce al estar sentado aquí. -Su voz era suave pero intensa-. Una sensación límpida, transparente.
Kumé, que recientemente había sido nombrado editor literario de Nichinichi, se había quedado para presenciar la sesión. Era el primer novelista en años que llegaba al cargo de editor literario. El Go entraba dentro de su área.
Él no sabía casi nada sobre Go. Se sentaba en el corredor, observando las montañas o a los jugadores. Una corriente física parecía unirlo a ellos. Si el Maestro se veía sumido en un pensamiento angustiado, una expresión de padecimiento cruzaba el bondadoso rostro de Kumé.
No podría jactarme de saber mucho más de Go que Kumé pero, incluso así, me pareció que las quietas piedras, desde el costado del tablero, me hablaban como criaturas vivas. Su sonido sobre el tablero parecía hacer vasto eco a otro mundo.
El lugar destinado al juego era una dependencia, con tres habitaciones en fila, una de diez tatami y dos de nueve. Había un tokonoma con flores del árbol de la seda en la sala mayor.
– Parecen a punto de deshojarse -dijo Otake.
Blanco 80 era la jugada sellada, y la decimoquinta del día. El Maestro no escuchó el aviso de la muchacha de que las cuatro, la hora convenida para terminar la sesión, se acercaban. Con cierta hesitación, ella se inclinó hacia delante.
– Le corresponde sellar la jugada, señor, si le parece bien -dijo Otake adelantándosele, como sacudiendo a un niño soñoliento.
El Maestro pareció, finalmente, prestar atención. Murmuró algo para sí. Su voz quedó presa en su garganta, y no pude entender lo que dijo. Pensando que la jugada sellada ya habría sido decidida, el secretario de la Asociación preparó el sobre; pero el Maestro seguía sentado ausente, como ajeno al asunto.
– Todavía no la tengo decidida -dijo finalmente. La expresión en su cara mostraba que había estado fuera de la realidad y que no había regresado todavía.
Deliberó durante dieciséis minutos más. Blanco 80 demandó cuarenta y cuatro minutos.