Un día después de finalizada esta disputa de medio año, los administradores y todos los demás se vieron en problemas para partir. Era el día que precedía la puesta en funcionamiento de la nueva línea ferroviaria de Ito.
Con los trenes que arribaban en plena temporada de vacaciones, la calle principal brillaba con las decoraciones festivas. Yo había permanecido recluido en la posada, "encerrado como en una lata", mientras describía el proceso que sostenía este juego apartado del mundo. Ahora, en el ómnibus que me llevaba a casa, restallaban las decoraciones alrededor de mí, y me sentía liberado, como si hubiera emergido de una oscura caverna. Las calles de tierra cercanas a la estación, las endebles casas, la mezcolanza y el desorden de la parte nueva de la ciudad expresaban para mí la vitalidad del mundo de allí afuera.
Cuando el ómnibus dejó Ito y siguió a lo largo del camino de la costa, veíamos mujeres cargando atados de ramas secas sobre sus espaldas. Algunas llevaban en sus manos helechos de hojas blancas, para emplearlos como decoraciones para el Año Nuevo, otras los portaban atados a las ramas. De pronto tuve ganas de estar entre la gente. Me sentía como en la cima de una montaña avistando el humo lejano de una aldea. Sentía nostalgia por las rutinas de la vida común, los preparativos por el Año Nuevo y todo lo demás. Sentía que había escapado de un mundo sórdido y distorsionado. Las mujeres habían recogido la leña y volvían a casa para la cena. El mar brillaba con una luz tan nebulosa que uno no lograba adivinar su origen. El color, en el filo de la oscuridad, era invernal.
Hasta en el ómnibus me acordé del Maestro. Tal vez mi deseo de compañía influía en estos sentimientos.
Ya no quedaba nadie de los que habían asistido al juego, y solamente el anciano Maestro y su mujer permanecían en Ito.
"El imbatible Maestro" había perdido el último juego del campeonato. Uno habría supuesto que sería el primero en desear partir; que para recobrarse de la tensión de la lucha con Otake y su enfermedad, lo mejor -uno habría creído- hubiera sido un inmediato cambio de aire. ¿Era acaso el Maestro un tanto indeciso en estos asuntos? Si bien los numerosos organizadores, y yo mismo, periodista a cargo, ya encontrábamos insufrible el lugar y nos habíamos ido en procura de un refugio, el derrotado Maestro permanecía allí solo. ¿Seguiría sentado ausente como siempre, dejando el abatimiento y la fatiga a cargo de los otros, como afirmando que ignoraba esos sentimientos?
Su adversario, Otake del séptimo rango, había sido uno de los primeros en retirarse. A diferencia del Maestro que no tenía hijos, él tenía una encantadora casa adonde volver.
Creo que fue dos o tres años después del juego cuando recibí una carta de su mujer en la que me informaba que ya eran dieciséis en la casa. Quería visitarlos. Llamé para dar el pésame cuando falleció el padre y los dieciséis quedaron reducidos a quince. La visita, mi primera, se demoró bastante, casi un mes, creo, después del funeral. Otake no se encontraba, pero su mujer me condujo a la sala de recibo. Su actitud me sugirió que guardaba agradables recuerdos de mí. Una vez cumplidos los saludos, se dirigió a la puerta.
– Vengan todos, por favor.
Se oyó un tropel de pasos y cuatro o cinco jóvenes entraron a la sala. Formaron una hilera, como lo hacen los que van a recibir una reprimenda. Aparentemente alumnos de Otake, iban de los once o doce años a los veinte. Entre ellos había una muchacha alta, rolliza y rozagante.
– Sean gentiles -dijo la señora Otake, después de presentarme.
Inclinaron bruscamente sus cabezas. Sentí la calidez del hogar. No había ningún cálculo en la escena, y en esa casa las cosas sucedían de un modo natural. Cuando los jóvenes se retiraron de la sala los escuché conversar ruidosamente por toda la casa. La señora Otake me condujo al piso superior, donde practiqué con uno de ellos el juego. Ella nos llevaba un platillo tras otro, y al final mi visita se fue prolongando.
Ese hogar de dieciséis personas incluía a los discípulos. Entre los jugadores profesionales jóvenes, ninguno podía ya tomar a cuatro o cinco discípulos en su casa. En esto se reflejaban la popularidad y la riqueza de Otake, por supuesto, pero tal vez también sus fuertes inclinaciones hogareñas y su gran apego a sus propios niños lo llevaba a cobijar a esos otros.
"Encerrado dentro de una lata", durante el último juego, Otake llamaría a su mujer apenas terminara cada sesión.
"Hoy el Maestro tuvo la bondad de jugar hasta…", y le daría los datos de la última jugada.
Diría sólo lo necesario, no brindando ninguna información que pudiera comprometer la marcha del encuentro. Escucharlo dar su informe habría reafirmado en mí el cariño que por él sentía.