La mañana de la siguiente sesión, tras dos días de receso, el Maestro y Otake estaban ambos con problemas digestivos. Otake dijo que el dolor lo había obligado a levantarse a las cinco.
Ni bien se dio a conocer la jugada sellada, Negro 109, Otake se disculpó, y recogiendo su hakama se retiró.
– ¿Ya? -dijo sorprendido luego, al ver a su regreso que ya se había jugado Blanco 101.
– Fue incorrecto no esperar por usted -dijo el Maestro.
Con los brazos cruzados, Otake escuchaba el viento.
– ¿Ya debemos considerarlo un viento invernal, o es demasiado pronto todavía? Creo que no, siendo ya 28 de noviembre.
El viento del oeste se había calmado desde la mañana, pero todavía soplaban ráfagas ocasionales.
El Maestro se había lanzado amenazadoramente hacia la parte superior izquierda con Blanco 108, pero Otake se defendió con Negro 109 y 111 y logró recuperar sus piedras. Bajo el ataque Blanco, las Negras se ubicaron en el ángulo enfrentando dificultades. ¿Morirían las piedras negras, se profundizaría la situación ko [30] ? Las posibilidades eran tan variadas como los problemas en un libro de texto.
– Tengo que hacer algo en esa esquina -dijo Otake, cuando se abrió Negro 109-. No es un préstamo a largo plazo, y los intereses son altos.
Y procedió a resolver el acertijo que ese lugar presentaba y a restaurar la calma.
Ese día, sorprendentemente, el juego había avanzado cinco jugadas sobre once en la mañana. Negro 115 no era, sin embargo, una jugada fácil para Otake. Había llegado el momento de arriesgarlo todo en un gran asalto.
Mientras aguardaba que jugara Negro, el Maestro empezó a hablar de los restaurantes de anguilas en Atami, el Jubako y el Sawasho y otras cosas por el estilo. Y contó que había viajado a Atami en la época en que el ferrocarril no iba más allá de Yokohama. El resto del trayecto se hacía en literas, con una parada nocturna en Odawara.
– Tenía unos trece años, creo. Hace más de cincuenta.
– Hace muchos años -sonrió Otake-. Mi padre era un recién nacido entonces. -Quejándose de retortijones de estómago, abandonó el tablero dos o tres veces mientras meditaba sobre su próximo movimiento.
– Se toma su tiempo -dijo el Maestro durante una de sus ausencias-. ¿Más de una hora ya?
– Pronto será una hora y media -dijo la muchacha que se encargaba de los registros. Sonó la sirena del mediodía-. Queda exactamente un minuto -dijo ella observando el reloj del que tanto se enorgullecía-. Dentro de cincuenta y cinco segundos se detendrá.
Otra vez ante el tablero, Otake se friccionó la frente con Salomethyl e hizo tronar las articulaciones de sus dedos. Mantuvo un remedio para los ojos llamado Smile a su lado. No se lo veía preparado para hacer su jugada antes del receso del mediodía, pero pasados ocho minutos de la hora se produjo el brioso golpe de la piedra sobre el tablero.
El Maestro gruñó. Había estado reclinado sobre el apoyabrazos. Ahora se erguía, con la mandíbula retraída, sus ojos entrecerrados como si fueran a taladrar el tablero. Sus párpados eran gruesos, y las profundas líneas que se dibujaban desde sus pestañas sobre los ojos acentuaban la intensidad de su mirada.
Blanco ahora necesitaba defender sus territorios internos contra el claro ataque presentado por Negro 115. Llegó el receso del mediodía.
Otake se sentó ante el tablero después del almuerzo y en seguida regresó a su habitación por un remedio para la garganta. Un olor fuerte se difundió por la sala. Se colocó unas gotas en los ojos y dos calentadores [31] dentro de sus mangas.
Blanco 116 demandó veintidós minutos. Las jugadas siguientes a Blanco 120 se sucedieron con velocidad. El patrón modelo habría sido que el Maestro retrocediera rápidamente con Blanco 120, pero él eligió un bloque firme aunque el resultado fuera una inestable formación triangular. Se respiraba tensión, y la confrontación se palpaba. Si fuera por el territorio, se le habrían concedido uno o dos puntos, y no tendría que haber hecho la menor concesión en un juego tan grave. Pero se tomó tan sólo un minuto para una jugada que podía significar nada menos que la diferencia entre la victoria y la derrota, y que para Otake fue como acero helado. ¿No estaba acaso el Maestro contando sus puntos? Si lo hacía, era con rápidas sacudidas de su cabeza. La cuenta presionaba de un modo implacable.
Los juegos pueden ganarse o perderse por un solo punto. Si Blanco se estaba aferrando tercamente a unos simples dos puntos, entonces Negro podía avanzar intrépidamente. Otake se retorció. Por primera vez se marcó una vena azul en su cara redonda e infantil. Se abanicaba con violencia e irritación.
También el Maestro, tan sensible al frío, usaba su abanico muy nervioso. No podía yo mirarlos. Finalmente el Maestro dejó escapar una bocanada de aire y se colocó en una postura más confortable.
– Estoy pensándolo y no tiene salida -dijo Otake, que tenía que hacer su jugada-. Tengo calor. Discúlpenme.
Y se quitó su casaca. Impulsado por Otake, el Maestro tiró con ambas manos el cuello de su kimono hacia atrás, y lanzó la cabeza hacia delante. Había algo cómico en su acto.
– Hace calor, mucho calor. Aquí estoy atrapado para siempre. Y no me gusta. -Otake parecía luchar contra un temerario impulso-. Siento que voy a cometer un error. Transformar todo en una torpeza.
Tras meditar sobre el problema durante una hora y cuarenta y cuatro minutos, selló su Negro 121 a las tres y cuarenta y tres de la tarde.
Para las veintiuna jugadas de las tres sesiones de Ito, de Negro 101 a Negro 121, Otake había empleado once horas y cuarenta y ocho minutos. El Maestro había utilizado solamente una hora y treinta y siete minutos. De haber sido un certamen común, Otake habría agotado su cuota de tiempo con esas únicas once jugadas. Uno podía notar en la divergencia una incompatibilidad espiritual, y tal vez psicológica también. Si bien el Maestro también era conocido como un jugador cuidadoso y reflexivo.