Esa mañana nos mudamos a la Posada Naraya. Al día siguiente, el once, tras un receso de unos doce o trece días, el juego iba a reanudarse en una de sus dependencias. El Maestro se había enfrascado en el juego, y su indocilidad había desaparecido. En verdad, estaba tan sereno y dócil como si hubiera confiado su cuidado a los organizadores.
Los jueces para el último juego del Maestro eran Onoda e Iwamoto, ambos del sexto rango. Iwamoto llegó a la una de la tarde del día 11. Ocupó una silla en el corredor y se quedó mirando las montañas. Era el día en que, de acuerdo con el calendario, la temporada de lluvias llegaba a su fin, y por primera vez en días aparecía el sol. Las ramas dibujaban sombras sobre el césped húmedo, y las carpas doradas brillaban en el estanque. Al iniciarse el juego, sin embargo, el cielo se cubrió ligeramente de nubes una vez más. Sopló una brisa suficientemente fuerte para hacer balancearse dócilmente a las flores del tokonoma. Fuera del sonido de la cascada en el jardín y más allá, del río, el silencio era interrumpido solamente por el distante golpeteo del cincel de un pedrero. El aroma de los lirios rojos flotaba desde el jardín. En lo absoluto del silencio un pájaro remontaba majestuoso vuelo sobre los aleros. Hubo dieciséis jugadas esa tarde, entre la jugada Blanco 12 sellada a la Negro 27 también sellada.
Tras el receso de cuatro días, la segunda sesión de Hakone tuvo lugar el día 16 de julio. La muchacha que registraba el juego siempre vestía un kimono azul oscuro salpicado de blanco. Ese día se lo había cambiado por una prenda de verano, un kimono de fino lino blanco.
La dependencia quedaba a unos noventa metros cruzando el jardín del edificio principal. Llegó el receso del mediodía, y la solitaria figura del Maestro que iba por el sendero atrajo mi mirada. Traspasando la entrada había una pequeña colina, y el Maestro se inclinó hacia adelante al subirla. No podía ver las líneas de las palmas de las pequeñas manos que llevaba suavemente cruzadas a la espalda, pero la red de venas se veía compleja y delicada. Portaba un abanico cerrado. Su cuerpo, inclinado hacia adelante desde las caderas, estaba perfectamente recto, lo cual hacía que sus piernas se vieran muy inestables. De atrás de la espesura de un bambú enano, a lo largo del camino principal, venía el sonido del agua que circulaba por una zanja estrecha. Sólo era eso… pero la retraída figura del Maestro, por algún motivo, hizo que mis ojos se llenaran de lágrimas. Estaba profundamente conmovido, por razones que ni yo mismo comprendía. En esa figura que caminaba abstraída después del juego había una tristeza que era de otro mundo. El Maestro me pareció una reliquia legada por Meiji.
– Una golondrina, una golondrina -dijo en voz baja y ronca, deteniéndose y mirando al cielo. Un poco más adelante había una piedra que informaba que el Emperador Meiji se había dignado hospedar en la posada. Las ramas de un mirto crespón, todavía no florecido, la cubrían. La posada Naraya había sido en otros tiempos una parada para la aristocracia militar y sus comitivas.
Onoda iba detrás del Maestro, como resguardándolo de algo. La esposa del Maestro había salido a recibirlo en el puente de piedra sobre el estanque. A la mañana y a la tarde ella lo acompañaba hasta la sala de juego, y se retiraba una vez que él ocupaba su lugar ante el tablero. A la noche y al final de la jornada de juego, ella estaba por el estanque cerca de sus habitaciones, esperándolo.
La figura del Maestro, vista de atrás, se veía en difícil equilibrio. Todavía seguía concentrado, y la cabeza y el tronco rígidos seguían en la misma postura que ante el tablero. No se veía seguro sobre sus pies. Con su aire de perplejidad, parecía algún enrarecido espíritu flotando en el vacío; si bien la silueta que veíamos en el tablero se mantenía entera. Una fragancia, un resplandor se desprendían de ella.
– Una golondrina, una golondrina. -Tal vez, así como percibía que las palabras que emitía su garganta se quebraban, por primera vez el Maestro se daría cuenta de que su postura todavía no había recobrado la normalidad. Así era con el anciano Maestro. Mi cariño por él, la nostalgia que me invadió, se debían a su poder para conmoverme en momentos como ésos.