Mi familia se había mudado a Karuizawa a fines de julio, y yo había estado viajando entre Karuizawa y Hakone. Puesto que el viaje demandaba siete horas cada vez, debía dejar mi casa de verano el día previo a la sesión. Después de la sesión pernoctaba en Hakone o Tokio. Cada sesión me insumía tres días. Con las sesiones cada quinto día, me veía obligado a partir después de dos días de descanso. Después debía redactar mi informe, y era un desagradable verano lluvioso, de modo que al final quedaba agotado. Lo razonable, digamos, habría sido permanecer en la posada de Hakone; pero tras cada sesión yo partía apurado, casi sin terminar mi cena.
Me costaba escribir sobre el Maestro y Otake cuando estábamos juntos en la posada. Incluso si me quedaba hasta muy entrada la noche en Hakone, retornaba a Miyanoshita o Tonosawa. Era incómodo escribir sobre ellos y estar luego con ellos en la siguiente sesión. Como estaba informando sobre un certamen auspiciado por un periódico, debía levantar el interés. Ciertos adornos eran necesarios. Era difícil que mi público de aficionados pudiera entender las más delicadas exquisiteces del Go, y en sesenta o setenta entregas yo debía hacer del aspecto, modales, gestos y conducta de los jugadores mi materia clave. Yo no observaba tanto el juego como a los jugadores. Ellos eran los monarcas; los organizadores y periodistas, los súbditos. Para escribir sobre Go como si fuera una búsqueda de suprema dignidad e importancia -y no pretendía comprenderlo del todo-, tenía que respetar y admirar a los jugadores. De hecho, yo sentía no sólo interés por el juego sino que también veía al Go como un arte, y eso porque me había reducido a ser nada mientras observaba al Maestro.
Me embargaba un humor profundamente melancólico cuando, el día que el certamen finalmente iba a finalizar, abordé el tren en la estación Ueno hacia Karuizawa. Al poner mi maleta en el portaequipaje, un extranjero alto se precipitó por el corredor desde cinco o seis asientos adelante.
– Eso ha de ser un tablero de Go.
– Qué conocedor es usted.
– Yo mismo tengo uno. Es un gran invento.
El tablero era uno magnético decorado con un baño de oro, muy adecuado para jugar en el tren. Con su estuche no era fácil reconocerlo como un tablero de Go. Tenía la costumbre de llevarlo conmigo en mis viajes, pues no pesaba mucho en mi equipaje.
– ¿Y si jugamos? Estoy fascinado con esto. -Habló en japonés. Pronto tenía el tablero acomodado sobre sus rodillas. Como sus piernas eran largas y sus rodillas quedaban altas, era más razonable que el tablero estuviera en sus piernas que sobre las mías.
– Soy grado decimotercero -dijo con cuidadosa precisión, como haciendo cuentas. Era americano.
Primero le di una ventaja de seis piedras. Había tomado lecciones en la Asociación de Go, dijo, y había desafiado a algunos famosos jugadores. Conocía los mecanismos bastante bien, pero jugaba sin pensar, sin entregarse realmente al juego. Perder no parecía importarle lo más mínimo. Pasaba feliz de partida en partida, como diciendo que era una tontería tomarse en serio un simple juego. Alineaba sus fuerzas según patrones que le habían enseñado, y sus aperturas de juego eran excelentes; pero no tenía voluntad de lucha. Si yo lo hacía retroceder un poco o hacía un movimiento sorpresivo, él tranquilamente caía derrotado. Era como si yo estuviera incitando al combate a un grande pero mal equilibrado oponente. En verdad, esta rapidez para perder me hizo preguntarme con cierta incomodidad si no habría algo innatamente perverso dentro de mí. Yo percibía que no había destreza, respuesta ni resistencia. No había tono muscular en su juego. Uno siempre encuentra una urgencia competitiva en un japonés, por inepto que pueda ser jugando. Uno nunca se encuentra con una instancia tan incierta como ésta. El espíritu del Go se había perdido. Me pareció muy extraño, y estaba consciente de que me estaba enfrentando con algo absolutamente extraño.
Jugamos durante más de cuatro horas, entre Ueno hasta casi Karuizawa. Él era jovialmente indestructible, en lo más mínimo enfadado a pesar de todas las veces que había sido derrotado, y parecía gustarle obtener lo mejor de mí a causa de su gran indiferencia. Ante tan honesta incompetencia, me vi a mí mismo como algo perverso y cruel.
Con su curiosidad avivada por la original presencia de un extranjero ante un tablero de Go, cuatro o cinco pasajeros se reunieron a nuestro alrededor. Me pusieron nervioso, pero no parecían molestar al extranjero que tan displicentemente perdía.
Tal vez él sintiera que mantenía una discusión en una lengua extranjera aprendida con libros de gramática. Uno no desearía por cierto tomarse tan en serio un juego y, sin embargo, era muy evidente que jugar Go con un extranjero era muy diferente de hacerlo con un japonés. Me preguntaba si el punto sería que los extranjeros no estaban hechos para el Go. Más de una vez se había destacado en Hakone que había cinco mil devotos del juego en la Alemania del doctor Dueball, y que había empezado a ser noticia también en América. Uno se siente un poco temerario al hacer una generalización a partir del único ejemplo de un aficionado americano, pero quizá la conclusión de que al Go occidental le falta alma pueda ser, de todos modos, válida. El juego oriental ha traspasado lo que significa juego y prueba de fuerza, y se ha convertido en un modo de arte. Hay cierto misterio y nobleza orientales en él. El "Honnimbo", de Honnimbo Shusai, está tomado del nombre de una celda en el templo Jakkoji en Kioto, y el Maestro Shusai había tomado sagradas órdenes. En el tricentenario de la muerte del primer Honnimbo, Sansa [23] , cuyo nombre religioso era Nikkai, había adoptado el nombre religioso de Nichion. Mientras jugaba Go con el americano, afirmé mi opinión de que no había una tradición respecto del Go en ese país.
El Go entró a Japón desde China. Pero el verdadero Go se desarrolló en Japón. El arte del Go en China, ahora y hace tres siglos, no puede compararse con el de Japón. El Go fue enaltecido y profundizado por los japoneses. Al contrario de muchas otras artes refinadas traídas de China, y que se desarrollaron gloriosamente en la propia China, el Go floreció exclusivamente en Japón. El florecimiento naturalmente tuvo lugar en los siglos más recientes, cuando el Go estaba bajo la protección del Shogunato de Edo. Si bien el juego había sido traído a Japón unos mil años antes, hubo largas centurias en las que su sabiduría no fue cultivada. Los japoneses abrieron las reservas de esa sabiduría, el "camino de los trescientos sesenta y uno" [24] , con el cual los chinos han abarcado los principios de la naturaleza y el universo y de la vida humana, y que para ellos designa la diversión de los inmortales, un juego de amplios poderes espirituales. Es evidente que en Go el espíritu japonés ha trascendido lo meramente importado y heredado.
Tal vez ninguna otra nación haya desarrollado juegos tan intelectuales como el Go y el shogi. Tal vez en ninguna otra parte del mundo un certamen ocuparía ochenta horas extendidas a lo largo de tres meses. ¿Se habrá hundido el Go, al igual que el drama Noh y la ceremonia del té, cada vez más profundamente, en los escondrijos de una extraña tradición japonesa?
Shusai el Maestro nos contó en Hakone de sus viajes por China. Sus observaciones se referían sobre todo a sus rivales en el juego y a los lugares donde éstos habían tenido lugar y a los puntos de ventaja.
– Entonces, ¿los mejores jugadores de China serían unos buenos aficionados en Japón? -pregunté, creyendo que los jugadores chinos debían ser después de todo bastante poderosos.
– Tal vez, también lo creería. Son un poco más flojos, pero creo que un hábil aficionado de allá podría ser un desafío para un fuerte aficionado nuestro. Por supuesto que no existen los profesionales allá.
– Si sus aficionados y los nuestros son parejos, ¿diría usted que tienen las características de los profesionales?
– Creo que sí.
– Tienen el potencial.
– Pero eso no se desarrollará de la noche a la mañana. Tienen algunos buenos jugadores, a pesar de todo, y creo que les gusta jugar por dinero.
– Tienen los elementos.
– Han de tenerlos, desde que pueden producir a alguien como Wu.
Quería visitar pronto a Wu del sexto rango. A medida que el certamen de despedida se iba conformando, gran parte de mi interés se volcó a la forma que sus opiniones iban tomando. Pensé en emplearlas como una especie de agregado y complemento a mi informe.
Que este extraordinario hombre haya nacido en China y vivido en Japón parece un símbolo de un lazo de otra vida. Su genio se había revitalizado tras su traslado a Japón. Hay numerosos ejemplos, a lo largo de los siglos, de personas de países vecinos, distinguidas en uno u otro arte, que han sido honradas en Japón. Wu es un sobresaliente ejemplo moderno. Fue Japón el que lo nutrió, protegió y lo convirtió en un genio que habría permanecido dormido en China. El muchacho, en efecto, había sido descubierto por un jugador japonés de Go que vivió en China durante un tiempo. Wu había ya estudiado textos japoneses sobre Go. Me parece que la tradición china sobre Go, más antigua que la japonesa, había bañado con un súbito resplandor de luz al muchacho. Detrás de él una profunda fuente de luz seguía enterrada en el lodo. Si él no hubiera sido bendecido con la oportunidad de pulir su talento desde sus primeros años, éste habría seguido oculto para siempre. Sin duda que también en Japón, notables jugadores de Go han permanecido en la oscuridad. Así es el camino del destino con los talentos humanos, en el individuo y en la raza. Hay cantidad de ejemplos sobre la sabiduría y el conocimiento que brillaron alguna vez en el pasado y que se han desvanecido en el presente, que han sido oscurecidos a lo largo de todos los tiempos y también en el presente, pero que brillarán en el futuro.