No hubo un cambio radical en el estado del Maestro el día diez, y los doctores permitieron que se prosiguiera con la sesión. Sin embargo sus mejillas estaban hinchadas, y era evidente para todos nosotros que estaba débil. Cuando le preguntaron si la sesión tendría lugar en el edificio principal o en las dependencias, dijo que ya no podía caminar. Como Otake se había quejado de la cascada en el edificio principal, quedaba sometido a sus arbitrios. La cascada era artificial, y por eso se decidió desactivarla y tener la sesión en el edificio principal. Las palabras del Maestro me provocaron una punzada de tristeza cercana a la angustia.
Entregado al juego, el Maestro pareció desentenderse del cuidado de su cuerpo. Dejó todo en manos de los organizadores y no reclamó por nada. Aun durante el fuerte debate sobre los efectos de su enfermedad sobre el juego, el Maestro se había mantenido aparte, sentado absorto, como si eso no le concerniera.
La luna había brillado la noche del nueve, y a la mañana la luz del sol era fuerte, las sombras nítidas, y luminosas las nubes blancas. Era el primer día de clima verdaderamente veraniego desde que se iniciara el certamen. Las hojas del árbol de la seda estaban por completo abiertas. El blanco inmaculado del cordel de la chaqueta de Otake capturó mi mirada.
– ¿No es maravilloso que el tiempo se haya compuesto? -observó la mujer del Maestro. Pero algo modificó su expresión.
A su vez la señora Otake estaba pálida por falta de sueño. Las dos se movían cerca de sus maridos, con una mirada en las caras demacradas de manifiesta inquietud. Se veían como mujeres que ya no pudieran disimular su egoísmo.
La luminosidad del verano era fuerte. A contraluz, la figura del Maestro adquiría una oscura grandeza. Los espectadores estaban sentados con sus cabezas inclinadas, y no miraban al Maestro. El mismo Otake, tan dado a bromas, estaba silencioso ese día.
¿Debe el juego continuar hasta tal extremo?, me preguntaba a mí mismo, sintiendo pena por el Maestro. ¿Es esto a lo que llaman Go? Al ver aproximarse la muerte, el novelista Naoki Sanjugo escribió lo que para él era una curiosidad, una historia autobiográfica llamada "Yo". Decía que envidiaba al jugador de Go. "Si uno decide considerar el Go algo sin valor", escribía, "entonces lo será; y si uno elige considerarlo como algo valioso, entonces será algo absolutamente valioso".
"¿Estás siempre sola?" le preguntó a la lechuza que estaba sentada a la mesa frente a él. La lechuza se dio vuelta para rasgar un periódico que reseñaba el juego del Maestro con Wu, suspendido a causa de la enfermedad del Maestro. Naoki intentaba examinar el valor de sus propios escritos a la luz de la poderosa fascinación que sentía por el Go, y su mundo de competencia pura.
"Estoy muy cansado. Debo escribir treinta páginas para las nueve de la noche y ya son las cuatro pasadas. No me importa. Creo que deberían permitirme desperdiciar un día trasnochando. Qué poco he trabajado para mí, cuánto por el periodismo y otras fuerzas tramposas. Y con cuánta frialdad me han tratado".
Se escribía a sí mismo pensando en la muerte. A través de él conocí al Maestro y a Wu.
Había algo fantasmal sobre Naoki en sus últimos días, y había algo fantasmal sobre el Maestro aquí delante de mis ojos.
El juego había avanzado nueve jugadas durante la sesión. Era el turno de Otake a las doce y media, la hora marcada para el descanso. El Maestro abandonó el tablero. Otake permaneció solo para decidir su jugada sellada, Negro 99.
Por primera vez ese día hubo una conversación animada.
– Nos quedamos sin tabaco cierta vez cuando yo era un niño -dijo el Maestro, dando una pitada placentera-. Es claro que todos fumaban pipa en ese entonces. Y hasta se solían rellenar las pipas con hilachas. Y no estaba tan mal.
Se insinuó una corriente de aire frío. Ahora que el Maestro se había apartado del tablero, Otake, siguiendo con su reflexión, se quitó su chaqueta con diseño de tela de araña.
De regreso en su habitación, el Maestro nos sorprendió otra vez desafiando a Onoda al shogi. Después del shogi, dijo, venía el mahjong.
El lugar del enfrentamiento se había vuelto insoportablemente opresivo, y yo me escapé a la posada Fukujuro en Tonosawa. Y después de terminar mi informe diario, me retiré a mi casa de veraneo en Karuizawa.