Diecinueve horas y cincuenta y siete minutos era el tiempo asignado a los jugadores en un certamen común, pero al Maestro le quedaban todavía más de veinte horas. Otake, con sus treinta y cuatro horas y diecinueve minutos, disponía de unas seis horas.
La jugada Blanco 130 del Maestro, un movimiento negligente, resultó fatal. Si no hubiera cometido ese error, y si el encuentro hubiera continuado con ambos parejos, o si la ventaja de uno u otro hubiera sido pequeña, Otake habría tenido que seguir hasta agotar sus cuarenta horas. Después de Blanco 130, ya sabía que iba a ganar.
Tanto el Maestro como Otake eran famosos por su tenacidad, y los dos se caracterizaban por sus largas meditaciones. Otake aguantaría hasta que su tiempo se agotara; y su modo de hacer más de cien jugadas en los últimos momentos le daba a su juego una peculiar ferocidad. El Maestro, formado en una época en que no había restricciones de tiempo, no era capaz de una proeza como ésa. Por el contrario, él probablemente habría resistido por más de cuarenta horas, de modo que la última batalla de su vida resultara lo suficientemente libre de las presiones del tiempo.
El tiempo asignado en los certámenes por el título de Maestro había sido siempre amplio. Eran dieciséis horas cuando en 1926 jugó con Karigané del séptimo rango. Karigané perdió por sobrepasarse en el uso del tiempo, aunque la victoria por cinco o seis puntos del Maestro con Blanco era algo firme. Hubo quienes dijeron que Karigané debería haber jugado como un hombre, y no aducir falta de tiempo como pretexto para su derrota. En el juego con Wu del quinto rango, a cada jugador se le asignaron veinticuatro horas.
Para el certamen de despedida del Maestro, el tiempo era casi el doble que el de estos inusualmente prolongados juegos, y cuatro veces más que el de un juego común. Y hasta casi se podría haber hecho caso omiso de restricciones en el tiempo.
Si esta extraordinaria disposición de tiempo había sido un mandato del Maestro, hay que decir que se había echado un enorme peso a las espaldas. Debía soportar su propia enfermedad y los largos períodos de reflexión de su adversario. Esas treinta y cuatro horas eran convincente prueba de ello.
Por otra parte, el arreglo de jugar cada cinco días se había aceptado en consideración a la edad del Maestro, pero en verdad se sumaba a la carga que había que sobrellevar. Si ambos hubieran usado el tiempo convenido completamente -un total de ochenta horas- y si cada sesión hubiera durado cinco horas, entonces habrían sido dieciséis sesiones, lo cual significa que aun si el juego se hubiera desarrollado sin ninguna interrupción se habría prolongado por unos tres meses. Cualquiera que conozca el espíritu del Go sabe que la concentración necesaria no puede mantenerse o la tensión no puede perdurar durante tres meses enteros. Algo así resulta como una astilla en el cuerpo del jugador. El tablero de Go acompaña al jugador mientras se despierta y duerme, de modo que un receso de cuatro días no significa reposo sino agotamiento.
El receso se volvió más exasperante luego de la enfermedad del Maestro. Él y los organizadores, por supuesto, deseaban terminar con el certamen lo más pronto posible. Necesitaba descansar, y existía el peligro de que se desplomara en el transcurso del juego.
Le había dicho a su mujer, y ella me lo había transmitido con tristeza, que ya no le importaba quién ganara, que lo único que deseaba era terminar con todo.
– Y nunca antes había dicho algo así.
– No mejorará mientras dure el certamen -me contaron que había dicho uno de los organizadores, meneando la cabeza-. A veces creo que debería abandonar todo. Pero es claro que no puede. Su arte significa mucho para él. Y ni me he planteado esa posibilidad seriamente, por supuesto. Es sólo un pensamiento que me viene a la mente en los malos momentos.
Podía ser una observación profesional de naturaleza confidencial, pero habrá habido momentos realmente difíciles. Al mismo Maestro no se le había oído una queja ni una vez. De hecho, a lo largo de su carrera de medio siglo, probablemente había ganado un considerable número de juegos gracias a su paciencia, más afinada que la de los adversarios. Y, por otra parte, el Maestro no era alguien que demostrara su disgusto o incomodidad.