El día de la ceremonia de apertura en la posada Koyokan, Negro hizo una sola jugada y Blanco también; y el día siguiente les permitió llegar hasta Blanco 12. El juego entonces se trasladó a Hakone. El Maestro y los numerosos encargados y ayudantes partieron al mismo tiempo. Todavía no se había iniciado el verdadero juego, y ya se insinuaban señales de discordia para el futuro. La noche de nuestra llegada a la posada Taiseikan, en Dogashima, el Maestro se distendió con su usual aperitivo, un poco menos de una botella de sake, y habló sobre esto y aquello con gestos de gran expresividad; y así transcurrió la noche.
La gran mesa de la sala adonde primero fuimos conducidos parecía de laca de Tsugaru. La conversación giró sobre lacas, y esto es lo que el Maestro dijo al respecto:
– No recuerdo dónde fue, pero cierta vez vi un tablero de Go de laca. No simplemente revestido de laca, sino de laca maciza. Un artesano de Aomori lo había hecho para su propio placer. Le llevó veinticinco años realizarlo, según contaba. Supongo que tomaría ese tiempo esperar que la laca secara y colocar una nueva capa. Las cajas y los tazones también eran de laca sólida. Mostró el conjunto en una exposición y pidió cinco mil, pero al ver que no se vendía se dirigió a la Asociación de Go y pidió que lo vendieran a tres mil. Pero era demasiado pesado. Mucho más que yo. Debía de pesar cerca de cincuenta y cuatro kilos. -Y mirando a Otake:- ¿Cuánto pesas?
– Más de sesenta.
– Oh, casi el doble que yo. Y tienes menos de la mitad de mi edad.
– Cumplí treinta, señor. Es una mala edad. En los tiempos en que usted tenía la gentileza de darme clases yo era más delgado. -Sus pensamientos se volcaron a la infancia-. Solía enfermarme en ese entonces. Su señora era muy amable conmigo.
De la charla sobre las aguas termales de Shinshu, el lugar natal de la señora Otake, la conversación pasó a asuntos domésticos. Otake se había casado a los veintitrés, cuando había alcanzado el quinto rango. Tenía tres niños y había acogido a tres discípulos en su casa, que albergaba de ese modo a diez personas.
La mayor, una niña de seis, había aprendido a jugar observándolo.
– Le di el otro día una ventaja de nueve piedras. Llevo un registro del juego.
– Notable. -El Maestro también tuvo que admitirlo.
– Y el segundo, de cuatro años, ya sabe colocar las piedras en el tablero. No podemos asegurar todavía si tienen o no talento, pero podría haber posibilidades.
Los demás se veían incómodos.
Por lo que parecía, Otake, una de las eminencias del mundo del Go, creía seriamente que sus dos hijas, de seis y cuatro, de cumplirse las promesas, podrían convertirse en profesionales como lo era él. Dicen que el talento en Go se revela alrededor de los diez, y que si un niño no empieza sus estudios a esa edad ya no hay esperanzas para él. Sin embargo, las palabras de Otake me sonaron extrañas. ¿Eran, tal vez, la manifestación de su juventud, las de un hombre de treinta años que era un cautivo del Go pero no todavía su víctima? Su hogar ha de ser feliz, pensé.
El Maestro habló de su hogar. Ocupaba menos de mil metros cuadrados en Setagaya, pero como la casa representaba casi la tercera parte del terreno, el jardín estaba algo apretado. Le habría gustado venderla y mudarse a otra con un espacio ligeramente más amplio. Para el Maestro, familia significaba él y su mujer, que se hallaba a su lado. Ya no recibía discípulos en su casa.