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Tras la primera sesión en Ito, se produjo un desacuerdo tan grave que la fecha para la siguiente partida quedó en suspenso.

Tal como en Hakone, el Maestro solicitó una modificación a las reglas a causa de su enfermedad. Otake rehusó. Estaba más terco ahora que en Hakone. Tal vez porque ya se habían hecho allí todas las rectificaciones que podía llegar a tolerar.

Yo no podía escribir sobre los incidentes internos y pormenorizarlos, pero esto afectaba el cronograma.

Se habían convenido cuatro días de receso, y el acuerdo se había aceptado en Hakone. El descanso era por supuesto para recuperarse de la tensión de cada partida, pero para el Maestro -enclaustrado en Naraya tal como lo exigía el "sistema de encierro"- tenía el perverso efecto de sumarle tensión. Cuando el estado del Maestro empeoró, se habló de acortar los descansos. Otake obstinadamente se negó a tales propuestas. Su única concesión fue adelantar un día la última sesión en Hakone. En la cual sólo se había producido la jugada del Maestro Blanco 100; y aunque el esquema en general se respetaba, el plan de prolongar las sesiones desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde fue abandonado.

Como el problema cardíaco del Maestro era crónico y no había modo de saber si mejoraría, el doctor Inada del San Lucas con gran reticencia permitió la salida a Ito, preguntando si sería posible que el certamen finalizara dentro de un mes. Los párpados del Maestro estaban un poco hinchados durante la primera sesión.

Había preocupación de que el Maestro cayera enfermo nuevamente, y se deseaba liberarlo de las presiones de la competencia lo más pronto posible; y el periódico deseaba de algún modo darle un remate a este certamen tan popular entre sus lectores. Las dilaciones serían peligrosas. La única solución sería acortar los recesos. Pero Otake se rehusaba.

– Somos amigos desde hace mucho tiempo -dijo Murashima del quinto rango-. Déjenme hablar con él.

Tanto Otake como Murashima habían llegado a Tokio de la región de Osaka cuando niños. Murashima había sido discípulo del Maestro, y Otake aprendiz de Suzuki del séptimo rango; y sin duda Murashima creyó con mucho optimismo que, en vista de su vieja amistad y sus relaciones en el mundo de Go, un ruego especial de su parte sería efectivo. Llegó incluso a invocar los padecimientos del Maestro y, sin embargo, el resultado fue que la resistencia de Otake se endureciera. Otake recurrió a los organizadores: ¿de modo que le habían ocultado el estado del maestro, y le pedían que luchara con un inválido?

Indudablemente Otake estaba molesto y convencido de que era una mancha para el juego que Murashima, un discípulo del Maestro, tuviera una habitación en la posada y viera al Maestro. Cuando Maeda del sexto rango, discípulo del Maestro y cuñado de Otake, había visitado Hakone, había evitado la habitación del Maestro y se había hospedado en otra posada. Y, probablemente, Otake no podía tolerar la idea de que la amistad y la simpatía pudieran invocarse en un desacuerdo sobre lo que era un solemne e inviolable contrato.

Pero lo que probablemente más lo molestó fue la idea de tener que lidiar otra vez con el anciano Maestro; y el hecho de que su adversario fuera el Maestro volvía su posición más difícil.

La situación iba de mal en peor. Otake empezó a hablar de una invalidación del certamen. Tal cual había sucedido en Hakone, la señora Otake vino de Hiratsuka con su bebé e intentó apaciguarlo. Un tal Togo, practicante del arte de dar calor con las palmas de la mano, fue convocado. Era alguien muy conocido entre los jugadores de Go, y Otake lo había recomendado a muchos de sus colegas. La admiración de Otake no se limitaba a Togo el sanador: también lo apreciaba por sus consejos en asuntos personales. Había algo de ascetismo religioso en Togo. Otake, que leía el Lotus Sutra cada mañana, tenía un modo de creer absolutamente en todos los que respetaba, y era un hombre con un profundo sentido de la obligación.

– Lo escuchará-dijo uno de los organizadores-. Togo cree que hay que seguir con el juego.

Otake dijo que ésa sería mi oportunidad de dar crédito a los poderes curativos de Togo. Era una sugerencia honesta y amigable. Me dirigí a la habitación de Otake. Togo trabajó aquí y allí con las palmas de sus manos.

– No hay nada mal en usted -me dijo prontamente-. Usted es delicado, pero tendrá una larga vida.

Y durante algunos momentos siguió aplicando sus manos sobre mi pecho.

Me llevé una mano al pecho, y noté con sorpresa que el kimono acolchado sobre el lado derecho estaba caliente. Había acercado sus manos pero no me había tocado. El kimono estaba caliente sobre el lado derecho solamente, y frío en el izquierdo. Me explicó que el calor venía de ciertos elementos venenosos. No había tenido conciencia de nada anormal en la zona de mis pulmones, y los rayos X no habían revelado nada. Sin embargo, cada tanto yo sentía una cierta presión sobre el lado derecho, y por eso había sufrido de algunas ligeras indisposiciones. Aun admitiendo la efectividad de los métodos de Togo, me sorprendió que el calor traspasara el pesado tejido.

Togo dijo que el destino de Otake dependía del certamen, y que invalidarlo lo convertiría en objeto de escarnio universal.

El Maestro sólo podía esperar el desenlace de las negociaciones. Puesto que nadie lo había informado sobre los puntos más delicados, tal vez no sabía sobre la idea de Otake de invalidar el certamen. Su impaciencia fue creciendo a medida que los días se sucedían inútilmente. Manejó hasta el Hotel Kawana para cambiar de escenario y me invitó a ir con él. Al día siguiente fui yo quien llevó a Otake.

A pesar de su amenaza de invalidar el juego, Otake había permanecido encerrado en la posada, y yo (estaba seguro de que en realidad se prestaría a una componenda. El día veintitrés efectivamente se llegó a un acuerdo: se jugaría cada tres días, y las sesiones terminarían a las cuatro de la tarde. Se llegó a este arreglo al quinto día de la primera sesión en Ito.

Cuando en Hakone los cuatro días de receso se redujeron a tres, Otake había dicho que no podía descansar lo suficiente en esos tres días, y que dos horas y media de sesión eran demasiado breves. No podía encontrar su ritmo. Ahora los tres días se habían transformado en dos.

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