Aunque también me dio buenas noticias. La mejor de todas, que tenía una esposa. Llevaba ya seis años de casado, el mierda. Casota, dos hijitas. ¿No te parece muy chistoso que a los vigilantes nadie los vigile? En New York Nefastófeles me traía cortísima y cuando se me desaparecía dos semanas yo era tan feliz que no tenía tiempo para preguntarme: ¿Dónde andará ese mierda? A lo mejor si me lo hubiera preguntado lo agarro de los huevos. Pero yo era la vigilada, estaba ocupadísima pensando en cómo pasarme de lanza. No podía darme cuenta que así quería el Nefas que yo pensara, como esclava. Según él todo había cambiado, y según yo se había pulido mucho, el mierdita, pero apenas lo oías en el teléfono con su señora, te dabas cuenta que así hablaba siempre. Si a mí nunca me había tratado con esas cortesías era porque conmigo se hacía el cabroncito. Además, con su esposa bautizaba a las niñas; conmigo vendía coca. En New York era Rudy Ferreiro, aquí se hacía pasar por Don Rodolfo. Dos personas, te digo. Aunque si te metías mucho con uno, tarde o temprano terminabas conociendo al otro. Como decía tu comercial de harina para waffles: Dos presentaciones, un mismo producto. Lleve su Mierdharina Nefastófeles y evítese el trabajo de cagarse en sus seres queridos. Yo lo veía en el restorán, haciéndose el encantador, y decía: Bueno, ¿y ahora hasta cuándo me va a cobrar por esto? ¿Cuándo iban a empezar los gritos y las cachetadas? Los insultos, ¿ajá? Nadie en la vida me ha insultado nunca como ese cabrón. Para ofenderme peor tendrías que decirme que me parezco a él.
Ni mis papás ni el Nefas me quisieron decir quién les dio el teléfono de mi departamento en New York, pero si sé que habría podido evitarlo si en lugar de colgarle a mi papá me le hubiera de menos puesto al brinco, en lugar de dejarlo que siguiera buscándome con las operadoras. Yo creyendo que al fin me había librado de esa cucaracha y él apuntando en su agenda la dirección y el número de mi familia. La cara que habrá puesto cuando alzó la bocina y oyó el inglés tullido de mi madre: Good night, sir, I am the mother of Rosalba Rosas, the mexican girl… ¿Cómo le hacen los hijos de puta para sacarse la lotería sin comprar boleto?
La semana siguiente ya me tenía una cita para comer con un pendejo del Gobierno. Me acuerdo que me dijo: Sí quieres, puedes reservar en este mismo restorán. Ajá, le digo, ¿y luego?, nomás por el disgusto de volver a mirarle su jetita de viejo cochino, pero él en vez de sonreírme se acercó, me agarró de una pierna y dijo: Luego nomás acuérdate que ya me debes varias. Horrible, porque me empezó a subir la mano, de esas manos que no te están acariciando sino que aprietan, tuercen, como para hacer daño. Y el mesero allí, viéndonos, esperando a que Don Rodolfo se dignara firmarle la cuenta. ¿De qué servía estar en ese restorán si no podía quitarme la mano del patán de entre las piernas? ¿Sabes qué era lo que estábamos celebrando? El fracaso total de mi estrategia. Me había liberado de mi familia para ir a esclavizarme con Ferreiro, y después me había liberado de Ferreiro para acabar esclavizada por Ferreiro y mi familia juntos. Por favor, un aplauso para la pendeja.
Te me pones guapita, mami, tú ya sabes cómo. Así se despidió el señor Vicepresidente Ejecutivo. Me dejó un cheque con el dizque préstamo, me dijo que ya estaba yo contratada y hasta me prometió que para Navidad iba a dormir en casa de mis papás. Lo único que me hizo sentir bien fue que no me pidiera hacer el rencorcito. Se regresó al trabajo, muy formal, y yo no quise preguntarle si el trato lo incluía también a él en mi cama. No porque no quisiera averiguarlo, era más bien que no quería otro pellizco. Le había vuelto a encontrar el botón del patán, de bruta iba a volver a apretarlo. Pensé: Mínimo ya no voy a tener problemas. Aunque toda mi vida fuera el mismo problema. Nunca he estado en la cárcel, pero así me sentía. Salí del restorán y me metí en el lobby de un hotel, creo que el Sheraton; busqué el baño y me pasé ahí dentro la tarde completita. Luego me levantaba, abría la puerta del water y me veía en el espejo. Decía: Violetta, te jodiste otra vez. ¿Cómo no vas a tener broncas, si estás presa?
Si crees que siempre te llevé ventaja, ponte cinco minutos en mi lugar. Siéntate en esa taza del baño del hotel, mira al piso y pregúntate: ¿Qué voy a hacer? Cuando estás en la cárcel, sabes que sólo tienes que saltarte los muros para escaparte, pero yo no tenía para dónde saltar. La cárcel era el mundo, ¿ajá? Me sentía sin fuerzas, me odiaba más que a Nefastófeles. Y odiaba a Richie Ranch, y a Hans, y a Fritz. No había nadie a quien no quisiera desaparecer, empezando por mí. Me había escapado de Cuernavaca dos días antes, y de paso cargué con varias cosas de la casa de Richie. Un radio, una grabadora, varias cintas. No mucho, lo suficiente apenas para que dijera: Pinche ratonera, y jamás volviera a hablarme. Le tenía coraje, no sé por qué. O bueno, si lo sé, pero no sé cómo explicarlo. Nunca lo traicioné, ni le hice putadas. Por más que tenga este carácter de bruja mal cogida, traté de ser con él algo mejor. Y muchas veces fui un caramelito. ¿Te digo la verdad? Lo odié con toda mi alma por nunca enamorarse de mí. Supongo que al principio se portaba tan lindo que me dejó pensar en no sé cuántas cosas. Con tanto tiempo sin saber qué hacer, tirada en una hamaca, al lado de la alberca, me imaginaba cómo sería mi vida con él. Casita, perro, hijitos, ya sabrás. Cuando pensaba en eso dejaba de llorar. Luego él se fue instalando en su papel de Capitán Bacardí, y yo acá, naufragando en secreto, diciendo: What am I doing here? Yo había sido novia de Richie, pero el mamón del Capitán Bacardí no era mi amigo. Señorita Arrimada, ¿qué hace usted aquí? Richie Ranch tenía sólo dos defectos: uno era que cambiaba de personalidad, el otro que no soportaba la violencia. Nunca pude pelearme bien con él, por eso le robé, y además le rompí una vajilla entera. ¿Qué creía, el pendejo? ¿Que se iba a deshacer de mi sin quebrar ni un platito? No sé si en realidad quería ver sangre, pero era una manera de asegurarme que luego no iba a ir chillando a buscarlo. De que nunca iba a conocer a mis papás, ni a Nefastófeles. ¿Adónde irías tú si te escaparas de la cárcel? ¿A una isla? ¿A la selva? ¿Checas el problemón? Lo más fácil es encontrarle el gusto a la jaulita. Endosarle tu vida a otra persona. No encargarte de nada. Sí, señor. No, señor. Desde que entré a la agencia no volví a pensar en Richie. Me lo prohibí, tal vez. Lo bueno de la cárcel es que allí casi todo está prohibido.
Nefastófeles me decía: Estás progresando, pero mis papás no lo veían como un progreso. Decían: Rehabilitación. Sin embargo, no me trataban como enferma. Como loca, más bien, porque muy rara vez me contestaban. En la mesa nunca se dirigían a mí. No preguntaban: ¿Quieres más? Decían: ¿Nadie se va a tomar lo que queda de sopa? Y Nadie era Violetta, of course. ¿Nadie va ir hoy a trabajar?, y yo tenía que entender que era hora de largarme a la oficina. Y el día de quincena, en la noche: Nadie nos ha pagado, ¿verdad? Y se supone que yo tenía que esperar que cuando me rehabilitara iba a dejar de ser Nadie. De chica me decían: Cuando seas grande, y por lo menos yo podía pensar: Cuando tenga dieciocho años. O diecinueve, o diecisiete, pero tú dime cómo calcular un cuando te rehabilites. ¿Sabes lo que según mis queridos padres iba yo a hacer cuando me rehabilitara? Pues sí: casarme con Rodolfo Ferreiro. Tendría que sonar chistoso, pero los ingenuotes lo decían muy solemnemente. Ahora que Mi Hija y Don Rodolfo sean marido y mujer… Me daba pena oírlos, y me daba coraje oír a Nefastófeles diciendo: Créame, señora, que me acerco a su hogar con las mejores intenciones. Te juro que así hablaba, como de cartón. O de cartón más bien. Mi vida entera se había vuelto una historieta chafa.
Aunque no me iba mal. Era un trabajo feo, la verdad, pero de todos modos me servía el dinero. Hacía negocitos por todas partes, sobre todo con los clientes a los que iba a ver, ya ves que se me da sacarle el Sugar Daddy al Uncle Scrooge. Pero era horrible porque no podía una desafanarse; había que tener una relación con los clientes, decirles que los extrañaba, un rollo de lo más apestoso. Sucio, pues, mentiroso en mala onda. Todo me lo invitaban, me daban regalitos, me aprobaban cualquier proyecto que les llevara. Y Ferreiro feliz. Se encerraba conmigo en la oficina y me decía: Licenciada, estamos salvando a la empresa. Pero yo todavía creía que la cosa era entre nosotros, no que todos estaban enterados. ¿Tú crees que iba yo a hacer una amiga en esa agencia, cuando ya me tenían señalada como Puta Oficial? Por más que me sintiera una extraña entre mi familia, me daba mucha lástima pensar que cualquier pinche gato en esas oficinas sabía más de mi que mis papás. Terminaba la junta y yo me quedaba en la oficina del cliente, mientras al Nefas ya le estaban llamando de su casa. Licenciado Ferreiro, su esposa. Y mis papás haciendo planes para cuando nos casáramos. Ya se veían riquísimos, los mensos. Estaban orgullosos de lo bien que se llevaban con Don Rodolfo. ¡Bendito sea Dios que nuestra pobre hija se lo encontró a usted, licenciado! Me acuerdo en Navidad, cuando fue de visita con sus regalos de feria: antes de despedirse, ya en la puerta, los abrazó a los dos y hasta le prometió un súper trabajo a mi papá. Ahora que emparentemos, decía. Yo los veía a los tres y sentía calientes las mejillas. Parecía que estaban compitiendo a ver quién era más lambiscón, y mis papás le iban ganando de calle. Hazte cuenta que era un programa de concurso, con Nefastófeles de conductor. Y yo estaba entre el público diciendo: No los conozco, no los conozco, no los conozco.
Después supe que Paul no me quería. Como que no acababa de comprarle su estrategia a Ferreiro. Un día oí que le decía: Vas a ver que esta vieja hace milagros, yo sé lo que te digo, levanta muertos. Y como Paul apenas acababa de heredar la agencia, no le quedó otra que apostarle al único caballo que tenía, o sea el que le estaba vendiendo Ferreiro. Yo, pues: la yegua ponedora. Nunca creí que fuera a funcionar, prefería que Ferreiro me declarara inútil. Que me corriera y ya, carajo. Pero también pensaba que podía aprender algo, y a lo mejor después cambiarme a alguna agencia de verdad. No me gustaba estar ahí encerrada, pintándome las uñas y contestando el teléfono, pero decía: Me voy a acostumbrar. Algún día tenía que trabajar en un lugar decente. Aunque todavía estuviera Ferreiro para impedirlo, ¿ajá? Ese trabajo no era lo que yo quería, pero tenía buen lejos. Si no te me acercabas demasiado, jurabas que era yo una exitosa ejecutiva. Y lo era, carajo, ahí estaba lo peor. Nadie en la puta vida de esa agencia levantó más pedidos que la simpatiquísima Licenciada Posturopedic.