También por eso tenía que volver a ver a Nefastófeles. Yo no podía aparecerme por la casa, ni llamar, ni escribir, si no hablaba primero con Ferreiro. O sea, qué carajo les había dicho, ¿ajá? No quería que me agarraran con los dedos en la puerta, y eso me iba a pasar si mi versión no coincidía con la de él. No creas que no pensaba en llamarle a Hans o a Fritz, pero igual ellos dos no me iban a servir más que de estorbo. Y como Richie Ranch estaba instaladísimo en el yate del Capitán Bacardí, ya sabrás, sonrisita ultracool pantaloncito blanco, Hollywood in his mind, finalmente yo estaba sola con mi juego. Como que ya lo estaban fatigando mis problemas, y de repente yo agarraba un humor dark que le rompía la madre a todo. Estaba convertida en una bruja, ya ni siquiera me reta de sus chistes. A lo mejor porque eran todos a costillas mías. Yo siempre era la ranch, la naca, la nativa pendeja, y él con su sonrisita de playboy, diciendo: Youcantbeatme con la pura mirada. Supongo que ya había sido demasiada convivencia. Además, yo no quería juntar a Richie Ranch con Nefastófeles. ¿Te das cuenta de toda la basura que habrían descubierto juntos? Diez minutos de plática y me hacían mierda. Mis papás, la Cruz Roja, mis mariditos, mis feligreses, Tía Montse, el judicial muerto. Dios mío, decía, tengo que hablar mañana mismo con Rodolfo Ferreiro, y era una comezón que me quemaba. Y él debía de saberlo, hijo de puta. Por mucho que hubiera logrado pulir sus patanerías, la mala leche no se le iba a quitar nunca. Sólo que ahora bordaba más fino. Sus cachetadas eran menos ruidosas, pero más eficientes. ¿Sabes qué fue lo primerito que me dijo cuando le llamé? Ya te habías tardado, licenciada. Casi podía oler su alientazo a podrido en el teléfono.
Me citó en un café. Traía una de sus camisas de sedita rosa que nomás de mirarlas gritabas: Miau. Pero venía en plan encantador. Ya no decía mamuasell ni sacaba tan fácil el cobre. Le llamaban al celular todo el tiempo. Sí, licenciado. Cómo no, mi hermano. Cuídate, señor. Executive bullshit a todo lo que daba, con decirte que tenía al chofer esperándolo. Me daban ganas de preguntarle: ¿Y ahora de qué organismo te estás alimentando, pinche sanguijuela?, pero tenía que jugar un poquito su juego. Sabía que lo más posible era que me mintiera, aunque no era eso lo que me preocupaba. Pensaba en mis papás. No te voy a decir que ya los extrañaba, más bien era que los necesitaba mucho. No sé si exactamente a ellos, o nomás a lo que ellos eran para mí. O sea sus papeles en mi vida, por más que suene mal. Por eso lo que a mi me preocupaba era que Nefastófeles se nos metiera en medio, que fue exacto lo que hizo. ¿Ya adivinaste quién me contentó con mis papás?
El muy cínico les contó que había sido mi maestro en unos cursos en Columbia University, que yo era una excelente alumna y las arañas. O sea, les dijo cosas que yo no iba a poder desmentir. ¿Cómo sabía el mierda que me iba a encontrar? Nunca, desde que lo conozco, lo he escuchado decir algo por nada. Cada cosa que dice tiene un propósito, casi siempre torcido. Y eso yo lo pensaba mientras me estaba hablando: No lo escuches, Violetta, cuídate de esta víbora vestida de tlaconete. Pero no me dejó salida. En lugar de tirarme amenazas, insultos y cachetadas, se injertó en misionero y empezó a darme consejos. Mira que tu familia, tus hermanos, todos tienen una muy buena idea de ti, no vayas a decepcionarlos. Yo te puedo ofrecer desarrollarte Profesionalmente. Vas a ver que tus padres te perdonan en cinco minutos, yo me encargo. ¡Él se encargaba! Hazme el puto favor: Tío Nefas lo iba a resolver todo. Y lo peor no era que él quisiera meterse, sino que yo ya no podía evitarlo. Si a mí, que ya lo conocía, me estaba moviendo el tapete, imagínate la mareada que les puso a mis papás. Primero por teléfono y después en persona. Con cuentos, regalitos, promesas, con la historia de mi brillante expediente académico y sus altos contactos en la publicidad, con su puesto de Vicepresidente Ejecutivo, con sus camisas rosa de sedita corriente y sus Armanis de segunda mano. Cabrón farsante. Con decirte que el Chivo Viejo ya soñaba en hacerse su suegro, sin saber ya no digas mi dirección, ni siquiera mi puta estatura. Seis años de no verme y me quería casar… ¿Sabes por qué? Pues nada más porque tu primo Nefastófeles le hizo creer lo mismo que a mí: que sin él yo no iba a poder pagarles nunca. No lo decía así, claro. Decía: Ustedes tienen que recuperar a su hija, y ella también tiene que recuperar su confianza. Señor, señora ya verán que aquí vamos a ganar todos. Y mi papá: Ojalá, licenciado Ferreiro. Y mi mamá: Quiera Dios, Don Rodolfo. Eran sus fans, ¿ajá? Nada más eso me faltaba: mis papás lambiscones; de Nefastófeles. Los tres de acuerdo para padrotearme. ¿No te parece raro que me hayan perdonado en menos de un minuto?
Fue antes de Navidad, un viernes. Yo me estaba prestando a armar la farsa, pero sabía que había un chico gatorrón encerrado. Por alguna razón, Nefastófeles me necesitaba. De repente vi claro que yo valía para él mucho más de lo que podía imaginarme. Míralo tú con calma: el tipo es asqueroso, no me digas que no. Es palurdo, corriente, payo, silvestre, y por si fuera poco le apesta el hocico. Su única gracia es que está dispuesto a todo. Como yo, de repente. Porque era obvio que si yo le aceptaba el puesto y el sueldo y el prestamote que me estaba ofreciendo, tenía que estar dispuesta a cualquier cosa. No sabía ni prender una maldita computadora, ¿tú crees que venía al caso que me ofreciera un puesto de ejecutiva, con más sueldo que mi supervisor? No podía negarme, de cualquier modo. Me tenía tan agarrada que me hice a la idea mucho antes que me lo ordenara. O bueno, me lo propusiera. Vas a ser nuestra ejecutiva más importante. Vas a influir en la toma de decisiones. Vas a moverte en un nivel altísimo. Sí, señor licenciado, cómo no, ¿voy a estar bocarriba en el colchón de quién?
No me digas que nunca lo supiste. Hasta los policías de la entrada lo sabían. ¿Sabes cómo me decía Paul? No dudo que haya sido invención de Ferreiro: Licenciada Posturopedic. Yo sabía que te ibas a enterar, pero esperaba que eso sucediera lo más tarde posible. Qué chistoso que sea esto lo que más trabajo me cuesta contarte. Finalmente yo seguía haciendo la misma cosa, seguía viviendo entre puras mentiras, seguía con Nefastófeles. Había inventado una historia de la que de repente ya no podía escaparme. La única diferencia era que ahora mi familia estaba participando en el concurso, entre otras cosas porque, believe it or not, ya me tenían otra vez viviendo en su casa.
Me aceptaron como poquito menos que su criada. Mis dos hermanos tenían cada uno su recámara, y además yo no merecía más que ese cuarto, o sea el de servicio. Hacía como dos años que no tenían sirvienta, o sea que no había acabado de llegar y ya mi mamá estaba con que vas a lavar el coche y a tender las camas, y entonces yo le dije: ¿Sabes qué? Voy a pagarles todos los dólares que les debo, si quieren hasta pago renta de mi cuarto, pero cero miau. Digo, si yo no me creía que era una ejecutiva de verdad, a ver quién más iba a tragarse el cuento. Eso sí, terminé pagando renta por vivir en el cuarto de la criada, pero igual me pasó a valer madre. Mis papás no me habían perdonado, me tenían ahí por negocio, punto. Pero yo me sentía normal, tranquila. No me importaba que mis hermanos no me saludaran. Ya sabía que mis papás les habían metido la idea de que por mi culpa no conocieron DisneyWord, ni fueron nunca a un camping, ni les compraron moto. La bruja de Rosalba, la ambiciosa de Rosalba, la extranjera que vive en el cuarto de la azotea, la ejecutiva de éxito que todas las mañanas se baña calentando pedazos de periódico. Afortunadamente todo eso le pasaba a Rosalba. Te juro que Violetta no lo habría permitido.
Y no lo permitió, porque como te digo, por mucho que ahora tuviera un trabajo legalito y tarjetas de presentación y dizque citas de negocios, no nos hagamos güeyes: yo seguía haciendo trampas, a toda hora. Mi sueldo, por ejemplo, me lo pagaban en dos partes: un poquito en la nómina y el resto con facturas. Había un contador que nos vendía facturas. A mí, a Nefastófeles, a Paul y a no sé cuántos. Había mil movidas que podían hacerse cuando eras secretaria de Nefastófeles, que ya ves que es lo que al final venía yo haciendo. Con privilegios, eso sí. Como el de que hasta Paul me colgara apoditos. No podía cachetear a Paul, ni me salvaba de que tres cuartas partes de mí sueldo fueran a dar directo a mis papás, ni tampoco tenía energías para quitarle a mi papá el Intrepid. Total, que me lo descontara de la deuda. Yo iba a encontrar la forma de emparejarme.
Me da asco pensar en la Navidad del noventaicinco. Todo lo contrario de la del noventaicuatro. Nefastófeles había ido a darnos el abrazo y un regalo espantoso. De esas muñecas de porcelana chafa made in China, que igual hasta en las ferias te las andas ganando. Y mi papá: Licenciado Ferreiro, nos ha traído usted unas obras de arte. Y mi mamá: No debería usted desprenderse de estas cosas, Don Rodolfo. Porque según Ferreiro las había sacado de su colección. Lo único que yo le había visto coleccionar eran bolsitas de coca, y a mis papás se les llenaba la boca presumiendo que eran muy amigos de un coleccionista de arte. Yo callada, porque ni modo que dijera mierda del guey que les juraba que era yo una profesional de este tamaño. 0 sea que si quería decirles la clase de basura que era Nefastófeles, tenía que empezar por confesarles la clase de basura que era yo.
Hay dos maneras de engañar a las personas: a su favor o en su contra. Según Nefastófeles, todos nos íbamos a beneficiar con el cuento de que era yo una gran ejecutiva. Mis papás, porque así recuperaban a su hijita, o sea los dolarotes que tantos desvelos les costó robarse. Él, porque se ganaba el aprecio de sus patrones y sus clientes. Yo, porque volvía a ser hija de familia y podía proyectarme profesionalmente. Hazte cuenta que estaba yo escuchando a la versión corporativa de Tía Montse. Me había invitado a comer a un restorán carísimo, yo creo que para hacerme sentir naca. Estoy segura, pues. Sabía perfectamente quién era Rodolfo Ferreiro: no esperaba que terminara la comida sin que saliera el peine. Y salió, claro, a la hora del postre. Oye, ¿Y tú por qué crees que quiero contratarte? Podía haberle dado vueltas, no sé, hacerme la que no entendía, pero como me daba más hueva que a él tocar el tema, de plano le solté lo que quería oír: Me quieres contratar porque piensas que estoy dispuesta a cualquier cosa. Adivina qué hizo. Claro, sacó la lengua, se relamió los belfos el cerdazo. Ay, qué asco de cabrón, me da hasta náusea seguirte contando. No sabes lo desagradable que es aguantar a un palurdo que te quiere seducir con toda propiedad. Aunque igual seducir no es la palabra. Debería decir: manosearte debajo de la mesa mientras te explica cómo vas a putear para me acuerdo que decía: Va a haber mucho dinero. Me ponía los dos dedos enfrente de los ojos y los iba moviendo despacito: Dinero, tú me entiendes, dinero, para que baile tu perrito, mamita. Y ahí fue cuando vi que era el mismo gatazo de siempre. Las manotas sudadas, los ojos abiertisímos, los labios medio chuecos. Es una mueca que hace cuando había de porquerías. Normalmente una debería vomitar, pero si Nefastófeles te hace la mueca es porque está esperando que sonrías. Y cuando un güey como él pone una jeta de ésas, sabes que una sonrisa significa: zas. Tú no puedes sonreírle a esa jeta de cínico degenerado sin volverte su cómplice. Es una cara de lo más obscena, como si en vez de verte se estuviera bajando la bragueta. ¿Sabes exactamente a qué te comprometes si le devuelves la sonrisa a un monstruo que te está enseñando el culebrón? Pues entonces ya sabes exactamente en la que me metí.