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Pensaba: No me va a pasar nada, basta con que mis calzoncitos se queden donde están. Pero Eric no entendía, estaba como loco y me tocaba toda y bueno, yo no sé en qué momento se encueró el idiota. Eso como que nunca lo preví. Y para entonces ya la empleada había venido un par de veces a preguntarme si todo iba bien. Y Eric como que se quedaba congelado mientras yo contestaba: I am taking my time, thank you. Y otra vez arrancaba el revolcón. Ahora que lo pienso igual no fueron cuatro minutos. Tal vez diez, o hasta quince. Y es que con Supermán totalmente encuerado ya no tuve ni cómo meter freno. Metía velocidades, más bien. Y así fue como La Pequeña Violetta se estrenó. Con la boca cerrada. O callada, pues. Hechos los dos un ocho encima de la alfombra. Besándonos, sudando. Un cuento de hadas en el probador de Saks. Que es donde deberían suceder los cuentos de hadas.

No te voy a contar los detallines porque no son tu asunto. Invéntalos, si quieres. Sólo acuérdate de poner que Eric estaba como hipnotizado con mis senos, y que se me acercaba hasta el oído sólo para decirme que los seguía besando para estar bien seguro que eran de verdad. Y yo cómo iba a estar, orgullosísima. Por eso ni siquiera me importó que terminara en menos de un minuto. Igual que tú, ¿te acuerdas? Y estaba disculpándose conmigo así, quedito, en mi oído, cuando vino otra vez la puta empleada: Are you sure you‘re ok? Me dio un pavor horrible. Pensé: Ya está con policías. Ya nos vieron. Ya nos van a joder. Y Eric ya te imaginas: transparente como vampiro lampareado. Entonces que contesto: Sure, sure, I will buy everything. Como si en vez de preguntarme si me sentía bien me hubiera puesto una pistola en la cabeza: ¡Manos arriba!¡Me compra esos brasieres o la mato! Pero funcionó bien, porque dijo: Terrific, y se largó. Pero luego volvió con más ropita. O sea sugerencias. Y yo apenas le abría, con Eric en el suelo encueradito, entre fajos y fajos de billetes de cien. Una cosa preciosa, porque a la empleada ya le había salido lo lambiscona. Un ratito después salimos juntos, yo tapándolo a él. Pero no había nadie, todo tranquilísimo. Dijo que me esperaba en la calle y se salió. Ni siquiera en el mall; en la calle. Con su carita de calcomanía. Y yo pensaba: Nunca en su gringa vida se imaginó que iba a hacer esto en un vestidor de Saks, encima de tantísimo dinero. Cosas que se te ocurren para calmar los nervios, porque igual yo seguía mosqueadísima. Pagué la ropa y ya no les pedí que la mandaran al hotel. Como si a los empleados de Saks les hubiera importado si de verdad estábamos casados. En el fondo lo que tenía era prisa. Necesitaba ver a Supermán. Tenía que saber si era sensible a mi kryptonita, porque lo que es la suya me tenía loca.

Kryptonite on the rocks, no sé cuántas botellas. Superman se me había escondido entre dos coches, en cuclillas, listo para salir a curarme del bum-bum-bum que me subía del pecho a las orejas desde que dejé el mall y no lo vi en la calle. Gran error de mi parte, porque quien debería haber temblado era él. Pero te digo que todo iba rápido, no había mucho tiempo para pensar. Creo que él se escondió de puro tímido, y que yo lo busqué de puro ansiosa. Puede que lo buscara para no pensar: Acabo de perder Mi Honra en el probador de señoras. Yo, que era señorita cuando entré. Yo que había planeado que ésa iba a ser mi noche. Yo que ya estaba haciendo lo que no debía, o sea sentir cosquillas, escalofríos, sudar sólo de verlo saltar de entre los coches. ¿Creerás que ni siquiera me asustó? Sentía un miedo para el que no estaba preparada, tenía dos días con la paranoia de que en cualquier momento iba a perderlo todo. No me atrevía ni a gritar el nombre de Eric. Ni el de Clark, ni el de Superman. Ni ninguno de todos los nombrecitos que le había colgado en la cuarentaitantas horas que teníamos de conocernos. Una le inventa nuevos nombres a la gente para apropiarse de ella. Nombres con los que nadie más les llama, sólo tú. Porque sí Eric no hubiera sido Supermán, no dudes que yo habría acabado dándome el estrenón con cualquier Hombre Araña. Y finalmente ese estrenón había resultado milagroso. No lo podría contar aunque me hubiera sucedido ayer. Pero me fulminó, como a una mosca. No sé la cara que habré puesto cuando no lo encontré afuera del mall seguro sonreí como babosa cuando lo vi brincando, agitando los brazos, tartamudeando. Lo Lo Lo Lo, sin poder rematar porque algo le ganaba. Lois. Lois. Para él yo no era Luisa, sino Lois Lane. O Violetta. No sabía pronunciarlo de otra forma. O tal vez no quería. Y yo lo que quería era escuchar mi nombre como él lo pronunciaba. Crazy Ericsson, le decía. Un poco ñoña, claro, pero toma en cuenta que dos días antes yo era Superñoña. Una niñita tonta y tramposita que cada día rezaba para no ir a parar al manicomio. Que prometía cosas que no podía cumplir. No sé cuántos rosarios ofrecí. Total, nunca he sabido rezar un chingado rosario. Al final ya no pude ni cumplir la penitencia, pero igual le pedí a Eric que me enseñara el Padre Nuestro en inglés. ¿Te acuerdas que te dije que por primera vez entendía la palabra nosotros? Tan fuerte me pegaron los nosotrismos que hasta la fecha rezo el Padre Nuestro y pienso en Eric. Cada vez que decía: Our Father, me venía a la cabeza la misma idea. Que ese Padre que estaba en el Cielo era solamente nuestro. 0 sea de Eric y yo. De nadie más. Porque yo no aceptaba que el Padre al que le rezaba mi padre fuera el mismo al que le rezaba yo. No me convenía, ¿ajá? Necesitaba un Dios a mi medida. Un Dios con membresía en mi club. Uno que me escuchara solamente a mí. Que me ayudara a mí, no a ellos. Como ya lo había hecho y lo seguía haciendo. Era la única explicación que yo encontraba para que nada, o sea: nada de nada me saliera mal. Por mucha kryptonita que tomara. Por más que cada vez que me gastaba mil dólares el futuro se hiciera un poco más chiquito. Si, me estaba quemando el dinero como cualquier muerta de hambre, ¿y? Nunca lo habría podido hacer de otra manera. No sabía aguantarme, ni detenerme, ni arrepentirme. Nadie me había enseñado a eso. Siempre había trampolines esperándome, y yo ni cuando me caía resentía los golpes. Creo que me pasaba como a esa gente que es insensible a los dolores y trae toda la carne quemada y moreteada. Detesto que me compadezcan. Pobrecita Violetta, qué mal las ha pasado. Como si cuando a una le va de veras mal pudiera darse cuenta qué tan mal le está yendo.

Con mis papás a veces me miraba en el suelo: jodida por los siglos de los siglos, condenada a vivir como coadicue. Por eso, apenas me escapé con su dinero, dije: Prohibidas las quejas. No podía lamentar la vida que me había escogido, que según yo era la mejor de todas: nunca pude entender cómo es que había historias donde los niños ricos eran infelices. Yo cada vez que me he sentido rica no he tenido problemas ni doliéndome las muelas. Todo lo malo llega siempre cuando los fondos se me acaban. Es horrible ver a alguien abriendo su cartera y sentir que los ojos se te van. Envidiar la cartera de un hijo de vecino, eso si que es para roñosos. Una vez, muy chiquita, se me infectó una herida en el pie izquierdo, tanto que no podía ni apoyarlo. Veía pasar a la gente por la calle y se me hacía raro que no cojearan, que el pie no les doliera igual que a mí. Quería con toda mi alma uno de esos pies sanos que servían para correr y caminar con la sonrisa en la boca. ¿Te gusta que te duelan los pies, la cabeza, las muelas? ¿Verdad que es un dolor que no te deja hacer nada? ¿Que te vuelve envidioso, resentido, intolerante, perverso, horroroso? Pues a mí eso me pasa con la escasez de lana. No aguanto la pobreza, carajo, no puedo soportarla.

¿Sabes cuánto gastamos en Houston? Más de veinte mil dólares. Nos pusimos guapísimos, eso sí. Aprendimos a patinar en hielo, caminamos como soldados, pedimos dos botellas de charripaña en el room service y nos rociamos casi la mitad encima. Compramos los boletos de primera clase por Air France: carísimos, pero ni modo de echarme pa atrás. Y al final ya no nos importaba que nos vieran. Con botellas de cien dólares y propinas de cincuenta dime quién se iba a quejar. Claro que ya sabíamos que todo eso tenía que acabarse, que un día íbamos a dejar de ser novios y ricos y felices, pero todo eso estaba en el futuro, y nada del futuro cabía en el presente, ¿ajá? Todavía el segundo día me salió con que todos esos dólares podían alcanzarnos por no sé cuántos años en Laredo, pero yo lo miré tan feo que no volvió a tocar el punto. Nada más eso me faltaba: que mi novio pensara igual que mis papás. Hay gente que es capaz de inventar cosas sensatas con dinero en la bolsa. Invierten, compran, venden, rentan, hacen más y más lana. En cambio a mi sólo se me ilumina el panorama cuando el dinero se me está acabando. Así como hay un angelito que me avisa cada vez que estoy a punto de irme hasta el mero fondo del despeñadero, tengo un diablo integrado que empieza a pensar rápido cuando ve que se agotan los billetes. No es un diablo guardián, es diablo-diablo. Hazte cuenta que estoy en la ruleta. No paro de apostar, ni de perder. Apuesto con las ganas de perderlo todo, y cuando estoy a punto de lograrlo se me ocurre algo para hacer más dinero y volver a apostarlo. El día que mis papás tuvieron lana la guardaron, la cuidaron, la agarraron cariño y ya ves: su hija se las bajó, enterita. Tengo una relación muy rara con el cash. Lo amo y lo desprecio. Puedo atreverme a cualquier cosa por tenerlo, puedo pasarme noches enteras contándolo, y a la primera oportunidad acabo con él. Finalmente, si no se va a quedar conmigo, no voy a darle el gusto de que sea él quien me abandone. El dinero sólo abandona a los jodidos. Y eso si no lo aguanto. Ya sé que es muy injusta, muy triste la pobreza, pero si me preguntan me siento más a gusto diciendo que ni la conozco, aunque eso sea nada más porque en cuanto la siento que se acerca le volteo la espalda. Por favor no permitas que tus lectores crean que alguna vez fui pobre. Y para que no quede duda, de una vez te digo que para mí eso de ser pobre no es injusto, ni triste, ni doloroso. Ser pobre es de mal gusto, punto.

Ya sé que soy una mamona. Y más ahorita que todavía te estoy contando de Houston. Déjame que lo goce, mientras dura. A lo mejor tendría que admitir que he sido pobre no sé cuántas veces, pero una cosa es ser y otra sentirse. Nunca en mi vida me he sentido pobre. No lo acepto. Si sólo tengo la mitad de la renta, voy y me gasto todo en cosas superfluísimas. Ser pobre es un horror que le pasa a cualquiera, pero de plano vivir como pobre es cosa de jodidos. He conocido tipos que andan en los mejores coches, con la ropa más cara, y no tienen ni para gasolina. ¿Cómo le hacen? No sé, es inexplicable. Supongo que hacen lo mismo que yo, que me siento a esperar el milagro. Dios proveerá, hijo mío. Y no te hablo de güeyes de treinta años; algunos tenían el doble, a veces más. La cuerda floja crea un hábito que ni el matrimonio arregla. He visto hombres casados, ya con hijos y nietos, viviendo como magos con dinero ajeno. ¿O tú crees que Ferreiro es otra cosa? Mira sus mancuernillas, su anillo, sus corbatas, esas camisas rosas con las que según él está guapísimo. No me digas que no se ve como padrote de segunda. Te lo dice Violetta, que lo conoce más que su mamá. Vieja puta, por cierto. A Rodolfo Ferreiro lo marea el dinero, le quita todo el piso. Necesita edificios de mentiras para seguir pegando el cuento del ejecutivo adinerado, confiable, padre de familia. Y eso es lo más cochino de todo, que se las dé de bueno sólo porque tiene una criada habilitada a última hora como esposa. La trata como puta, la ignora todo el tiempo, la obliga a comer huevo con frijoles mientras él le da al gato la mitad de sus angulas. Y todavía el muy cínico dice que a su mujer no le gustan esas cosas. A veces me dan ganas de ponerlo todo en un papel, sacarle muchas copias y mandárselas a sus conocidos. A clientes, empleados, a todos los que salen en su agenda. Tirarle su teatrito. A la gente le gusta creerse las mentiras, al final. Por eso de repente me pongo tan contenta cuando te hablo de Houston, porque ahí si nunca tuve que mentir. O más bien porque había muchos dólares que se encargaban de mentir por mí. Nunca le creas al dinero. A todos los engaña, pero a nadie tanto como al que lo trae cargando. Tú no sabes la cantidad de cosas que me creí por su culpa. Y lo peor no es creerlas, sino tener que convertirlas en verdades. Ferreiro me decía que las verdades son mentiras en edad madura. Yo creo que las verdades son putas intachables: lo que sería Violetta si se hubiera casado con una cucaracha como Ferreiro. Que debe haber millones, con lo baratas que son.

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