¿Y tú qué dijiste? Ya me enteré de todo, ¿ajá? Pues no porque nomás te estoy haciendo repelar. A lo mejor me excita pensar que mientras yo hablo tú dices: Pincheputa.
O igual también te excitas, porque en el fondo eres bastante cerdillo. A ver quién va a creerte que te pusieron Pig cuando eras niño. Como dice mi mamá: Sabrá Dios en qué pinche burdel te zorrajaron ese nombre. Bueno, lo del burdel lo digo yo. Mi mamá siempre dice: Sabrá Dios. ¿Dónde anda tu papá?¿Qué hicieron tus hermanos?¿Por qué no quieres contestarme,”Luego ella se contesta sola: Sabrá Dios. Como si Dios tuviera tiempo para desperdiciarlo en gente cheesy.
Pero tú no eres cheesy, ¿o si? Yo creo que de repente, pero no se te nota de lo pedante que eres. A una siempre le pudren los mamones como tú. Hasta que se da cuenta que no es que sean así, sino que es timidez. O sea, no es que una se dé cuenta. Igual tú sigues siendo un mamón impresionante, pero como resulta que a mi me habías y me buscas y hasta me persigues, entonces lo que yo hago es convencerme de que eres como ya sé que no eres. Porque en el fondo a mi también me gusta echar a andar esos desplantes de indiferencia por el mundo de mierda. Y porque me conviene que sea yo la excepción. ¿Me conviene? Quién sabe. Sabrá Dios. Mi mamá le contaba a sus hermanas, un par de cacatúas espantosas, que lo único bueno de mi carácter majadero (así decía ella, majadero, vulgar) era que las amigas eran iguales a mi. Cuando tendría que haber dicho que yo no tenía amigas, punto. Y mis tías movían la cabeza y decían: Ay, Pupis, esa muchachita va a ser tu calvario. Luego también les daba por consolarla porque bueno, qué bendición que no me había yo encontrado un pretendiente con mis mismos alcances. Ni lo quiera Dios, manita. Cuando supe que las putas viejas se decían así, manita me tuve que sentar a llorar de la risa. ¿Te acuerdas de tu amable comentario, imbecilazo? Dijiste que seguro ellas también eran unas nacas. Ese también nunca se me olvidó. Pero igual todo te lo perdonaba porque tú eras todo eso que según mis tías no debía querer Dios. O sea que se me hace que fue por eso que no te vi como un mamón, sino como la parte mamona de mí. Por eso un día dije: Tengo que comprarlo.
No estoy segura de querer contarte del dinero. Preferiría que esa parte la inventaras tú. Ya te di todo lo importante, ¿ajá? Tienes la ubicación de la caja fuerte, el dato de que estaba descompuesta, todo lo que pasó antes. ¿Qué te voy a contar? Además, no me estoy confesando. Ni siquiera voy a enterarme si me perdonaste todos mis pecados. Supongo que lo más seguro es de una vez decepcionarte hasta el final. Igual no necesito decir más para que me consigas lugar en el Infierno. Desfalqué a mi familia, ¿no te basta? Podrías ir pensando que si eso hago con los de mi sangre, qué no haría cualquier día contigo. Y ya que creas eso no te va a costar ningún trabajo completar la historia de la hija ladrona y malagradecida.
No se te olvide lo de mi mamá en el hospital. Aunque yo en tu lugar pondría que le dieron dos infartos. Y que ella todavía estaba en coma cuando yo me escapé con todo y coche. Aunque igual eso sí quiero contártelo. ¿Ya te dije que les robé todo el botín y lo metí en las bolsas de mi clóset? Claro que habría sido facilísimo agarrarme, pero acuérdate que esa lana era robada. Por eso mis papás no hicieron tangos. Ni modo de llamar a la policía, porque entonces lo peor que podía pasarles era que agarraran a los rateros. Un domingo en la tarde había ido el hijo del jardinero a romper vidrios en mi casa, aprovechando que no estábamos. Enviado por mi, of course. La idea era que se llevara por delante un par de vidrios, sacara los cajones del clóset y dejara la caja fuerte abierta. Yo desde la mañana ya había atacado, y al niño le había dado un par de guantes de hule para que no dejara sus huellotas. Pero ni falta que hizo tanta precaución: llegamos en la noche y a mi mamá le dio el soponcio. O lo fingió, no sé. Finalmente la culpa era suya, yo no había descompuesto su caja fuerte. Yo estaba muerta del terror en mi recámara, luego en el hospital, en la escuela, en la casa, no sabes: big leaguin mother fuckin random paranoia. Vuelta loca pesadillando pendejadas, aunque igual sin quebrarme. El caso es que en dos días mi papá mandó poner los vidrios, llegaron a cenar las putas tías y mi mamá les aventó la versión light. O sea la oficial: Quiso Dios que los ladrones no se llevaran nada. Dios mío, qué descanso. Ya en la noche, en mi clóset, la oí cómo chillaba del coraje con mi papá: Lo que más me da rabia es la impotencia. Eso decía, la perra, como para de paso joder a su marido. Siempre que las mujeres nos sentimos culpables nos da por repartir. El cuerpo de Judas: Amén.
Mi mamá era la típica ñora piadosa: si había inundaciones, o temblores, o muertos, o damnificados, o las arafías, ella se iba de voluntaria con la Cruz Roja. Organizaba albergues y colectas, se hacia amiga de los curas, hablaba con burócratas, reclutaba vecinos, el caso es que salía con muchísima ropa. Nueva o usada, igual nos la poníamos. Y lo mismo hacían mis tías, pero fue mi mamá la que mejor se aprendió los trucos para metérsele a la gente. Hasta que se hizo amiga de un doctor, y no sé cómo le hizo pero le sacó el negocito de las comidas. Claro que ella decía: No lo hago por dinero, es que quiero ayudar. Y mi papá también hacía su parte. Recolectaba ropa en la oficina, que luego mi mamá teñía y repartía entre la familia. Mi esposa es una santa, juraba mi papá. Y cómo no iba a ser una santa, si se las arreglaba para hacerle el milagro de no gastar en ropal y a veces ni en comida porque un día llegaba con la cajuela llena de latas de sardinas para la Cruz Roja. Ya te imaginarás lo que tragábamos en todo el mes siguiente. No es que yo me asustara, pero eso de que era la hija de una santa me daba como náusea, tú me entiendes. Yo creo que también eso influyó en que a los quince años todavía siguiera deseando ser putita. Quería estar del otro lado de las santas, ¿Si? Las tías que te conté pedían siempre que les dijeran señorita, Cada vez que veía a la santa ratera y a las putas señoritas repartiéndose los vestidos y las latas de sardinas de los pobres, me daban ganas de ponerme a rezar. Pero ni modo de pedir: Dios mío, hazme puta. Aparte ya sabrás que con todo ese dinero no iba a necesitar ayuda para emputecer. Porque una cosa si: yo quería ser lo peor, pero por gusto. Eso de hacerme puta por necesidad me parecía no sé, inaceptable. Entre el año que estuve sofiando con el atraco y las semanas que pasaron hasta que me escapé, con los dólares refundidos en el clóset y mi mamá chillando el día entero en su cuarto, no hice más que pensar en toda la ropa que pensaba comprarme, y en que cuando anduviera por la Quinta Avenida la gente me iba a ver el escote y las joyas y el coche y el chofer y las piernas cubiertas de encaje negro, y nunca iba a faltar alguien que comentara: Mira una puta rica.
No era muy diferente a sofiar con volverme Wonderwoman. Porque cuando cumplí quince años no había visto nada, ni sabía muy bien cómo eran los hombres. Un día, en casa de una amiga de mi mamá, me robé un libro de anatomía que seguro había sido de la vieja o del marido. Y ahí venían diagramas del cuerpo humano. Cosas que en la Secundaria Ejecutiva casi ni veíamos. Y como yo era ahí la niña retraída que reprobaba las materias de cinco en cinco o de diez en diez, nadie hablaba conmigo. Quiero decir, de temas importantes. No la tarea de taquigrafía ni el examen de cálculo mercantil. Temas como las gónadas, los penes, los meatos, las uretras, las próstatas. Cosas ejecutivas.
Eso último no es cierto. Bueno, lo de que nadie quería hablar conmigo. Lo que pasa es que yo siempre llevaba mucho más dinero que ellas. Inventaba que mi papá era el tesorero de un banco, que ya me iba a comprar un coche nuevo, que en mi casa no me dejaban tener amigas pobretas. No eres tú el único arrogante, ¿ajá? Pensaba que si me llevaba con amigas como ésas iba a ser para siempre una jodida. Porque bueno, eso si, lo jodido se pega. Desde que me metieron en esa escuela yo había jurado que me iba a escapar. Cada que entraba a clases me decía: Estás de paso. Aparte nunca descartaba la idea de fugarme desde esa misma noche. Hoy sí me voy a atrever, pensaba. Con los ojos cerrados, imaginándome el camión que iba a tomar para Acapulco. Luego ya fui aprendiendo a manejar, gracias a un tío que a veces nos invitaba a su rancho. Sus dos hijos eran unas lacras. Fumaban mariguana desde los doce años y los muy míerdas me cobraban de a mil pesos por vuelta en la camioneta de su papá. Y como yo siempre traía billetes escondidos, me robaba con ellos la camioneta y me moría de ganas de volverme su amiga. Pero querían mi dinero, nada más. Yo creo que eran putitos. Y en realidad a mí lo que me interesaba era aprender a manejar. Me imaginaba paseándome por la Costera en el coche de mi papá, llegando al hotel más caro de Acapulco, metiéndome en un barco y huyendo del país. Puros sueños, ¿verdad? Por eso cuando me escapé hice tantas pendejadas. Por eso me agarraron en tres días. Por eso me querían internar en el hospital. Por eso todo, ¿ajá? Como que llegó un día en que toda mi vida era soñar. Es más, tenía ya el dineral escondido en mi clóset y seguía soñando. Con más ganas, porque otra vez era una niña rica. Voy a decirlo bien: Porque ya había dejado pobres a mis papás, Checa que los veía y hasta me preguntaba: ¿De dónde salen estos tristes jodidos? Odiaba que trataran de darme órdenes. Que me llamaran Rosalba. Que me siguieran llevando en las mañanas a esa escuela mugrosa en la que no hacia más que reprobar. Aparte, no me habían hecho fiesta, me quitaron el chance de escaparme a lo grande. Y para colmo me tenía que esperar, no fuera que pensaran que yo estaba metida en el robo del dinero. Tú dime, ¿qué iba a hacer la Violetta que conoces para soportar tanta humillación?
Otra vez ya te estoy nublando la cabeza. Lo que pasa es que me fui dos veces de mi casa. La primera porque, como me sentía muy rica y los veía muy pobres, decidí pintarme el pelo de negro. Me dieron una cachetiza que corrí hasta mi cuarto y me encerré. Mi papá me gritó, me ordenó, me amenazó, pero yo no le abrí. Así que fue corriendo por la llave, y yo ya no alcancé a agarrar ni una sola de las bolsas. Abrí y cerré la puerta despacito, y me escurrí por la escalera como endemoniada.
Podría decirte que ese día conocí a mi familia, pero como te digo: pasó todo muy rápido. No dio tiempo ni de checar las jetas que ponían, me tuve que escapar en ese instante. Iba para la calle cuando vi que el coche tenia las llaves puestas: bingo, me lo llevé. Y como ya venían tras de mí, hasta me di el lujito de gritarles: ¡Pínches nacos! O sea enfrente de medio vecindario. Fraccionamiento, pues, no me vayan a oír. Pero ese día bien que me escucharon, a mí y al rechinón de llantas: Bye-bye, bola de putos. Hasta hubo una vecina que también me oyó, y estaba corno al doble de distancia. Lo sé porque después me anduvo haciendo fama de malagradecida. Eso si, a todo el mundo le contó lo que grité. Para mí que desde ese día los vecinos conocen a mi familia como Los Pinches Nacos. Después que me agarraron les grité todavía más bonito. ¿Sabes cómo les dije? Pinches nacos pintados muertos de hambre. Lástima que esa vez no había testigos. Policías, solamente, y ésos no cuentan.