¿Te dije que no sé ni cómo se llamaba el hijo del jardinero? Creo que si, pero igual está bien recordarlo. Mínimo por allí no tendrás celos, ¿ajá? Es que es horrible cada vez que te hablo porque tengo que estar pensando qué decir, y cómo. Y luego no me aguanto. Me entra la tentación de echarme un round ¿Tú nunca disfrutaste mis berrinches? Porque yo a veces con los tuyos me divertía muchísimo. Sin que te enojes, pues. Te digo que me divertía, pero igual era más que eso. A veces divertirte es llorar con toda tu alma. Tú me decías cosas de lo más hirientes, pero camufladitas para que ni siquiera pudiera contestarte. Por eso un día te dije que tenías cuchillos en la lengua. ¿Cómo se llaman esas armas antiguas que según esto podías enterrarlas sin sacar sangre? Tú eres de los que matan y se asustan de ver al muerto. Porque no hay sangre, ¿ajá? ¿Por qué somos así, carajo? Iba a decirte que te había aprendido mucho con… Verduguillos, así se llaman los cuchillos que tienes, o en fin, tenemos en la lengua. Pero yo cuando menos no finjo algún candor. En cambio tú me vas poniendo trampas, te escondes, te acomodas, preparas, apuntas, toma.
Nunca te lo dije, pero me gustaba. Me gusta que hagas eso. Nadie se toma el trabajo de armar esas ofensivas asesinas sin un perol de pasiones quemándosele dentro. ¿Me equivoco? Tal vez. Pero no me equivocaba cuando sentía a mi ego crecer con cada una de tus cuchilladas. Y para que veas que soy pareja, he de reconocer que mis represalias también eran terribles. Porque a mi ya ves que no me asusta nada ver la sangre. Total, tú elegiste el arma. ¿Sabes que te ves guapo desangrándote? Hirviendo del berrinche, aventando las cosas al piso, rompiendo vasos, cortándote los dedos. Y yo callada, ¿ajá? ¿Tú qué pensabas? ¿Ésta ya se asustó? Hubieras visto un día a Nefastófeles haciéndose el chistoso con su navaja, dándome piquetitos entre las piernas, echándome su aliento a rata muerta. Eso era miedo, y asco, y puta madre; lo tuyo era lindo. Te dije que me divertía porque en ese momento me dieron ganas de joderte. No quería decirte así tan fácil que la verdad era que yo necesitaba muchísimo de tus entripados, aunque me castigaras diciendo cosas espantosas. Toda mi vida he odiado a los que tienen razón. En todas las películas yo les iba a los malos. No sé, los buenos me parecían de lo más vulgares. Hipócritas, pendejos, persignados. Y Nefastófeles era tan verdaderamente mierda que yo pasaba a ser la víctima, la buena. La que tenía razón, qué horror. En cambio ya contigo me quedaba el consuelo de ser una piruja aborrecible. ¿Nunca pensaste en mi con ese insulto, piruja aborrecible?
Supongo que prefieres que te cuente del dinero. Yo veía en los periódicos que había tipos a los que metían diez años a la cárcel por robarse no sé, cinco mil dólares, y en el clóset de mis papás había mucho más. Decía: Soy lo peor. Y eso que no me había propuesto así que digas dejarlos en la calle. Por más que lo he pensado, y que lo sé, y que lo viví, no puedo creer que yo a los quince años me robé ese dinero de su clóset, ni que después estuvo tantas semanas escondido en el mío. Menos creí que mi mamá iba a ir a parar al hospital. Según ella le dio un infarto, pero tuvo que ser algo más leve porque salió perfecta al día siguiente. Perfecta drogadísima, pero igual caminando y hasta haciéndole bromas a mi papá. ¿Me vas a seguir queriendo pobre?, le decía. Todo siempre en inglés, como si hablara enfrente de la sirvienta.
El niño ya me había ayudado a hacer dos robos, el segundo chiquito: le bailamos la bolsa a mi mamá y la muy miserable traía dos mil pesos. Te digo que en un año ya no tenía un clavo del primer atraco, y la Operación Clóset se había ido retrasando. Me daba como miedo, había que hacer cosas de ladrones de verdad. Ni modo de robarme la caja fuerte, con lo que debía de pesar. Imagínate si el hijo del jardinero y yo íbamos a poder solitos. Además que me daba no sé qué volver a encuerármele, porque el maldito escuincle ya se había acostumbrado a espiarme. Luego hasta me seguía cuando iba a la tiendita. Y dónde que ya tenía como trece años y, ¿cómo te lo explico?, él no tenía las broncas de mi papá. No sabes lo que me cagaba verlo en el jardín con la mano en el bulto, mirando para arriba. Vivía como prisionera en mi recámara, eran las vacaciones y yo que no salía ni al jardín.
No sé si ya checaste dónde estaba mi miedo. Todo lo que te dije es cierto, pero como que había algo más cierto. Piensa que yo tenía casi quince años. Ok, ya iban dos veces que el niño me veía desnuda, pero con menos busto. No me hacía a la idea, ¿ajá? Nunca es lo mismo que se te hagan dos bultitos muy tiernos en el pecho a que en cosa de meses seas la envidia de tu mamá.
Me sentía rara. Pensaba: Las tengo como de caricatura. Ni siquiera sabía la cara que iba a poner el escuincle cuando me las viera. Él, que las había visto casi casi nacer. Pensaba: Una de dos, se va a morir de risa o va a querer sobármelas, y no sabía cuál de las dos cosas me daba más terror. Qué bruta. El escuincle se escapaba en las tardes de su casa nomás para esperar a verme caminar dos cuadras, ¿tú crees que no se había dado cuenta? Por eso un día pensé: Si no tengo el valor para encuerármele al hijo del Jardinero, menos voy a tenerlo para ser otra vez niña rica. Porque te digo, ya era pobre. No me había comprado ni un cassette como en un mes.
Tenía unas compañeras que se iban a robar pinturas en el súper, y yo decía: Eso que lo hagan las jodidas. Además, yo en el fondo quería poner mi cuerpo a prueba. Y el niño era mucho menos peligroso que mis vecinos: seis o siete pendejos que se pasaban las tardes jugando fútbol en el parque. Yo ni siquiera les hablaba, aparte. De repente les daba por gritarme cosas, pero yo traía el walkman a todo volumen. No te digo que no me interesaran los hombres, pero como que entonces el tema era mi cuerpo. Te digo que tenía que ponerlo a prueba con alguien. Pero tenía que ser alguien que no abriera la boca, y que si un día llegaba a abrirla nadie pudiera creerle. ¿Ves por qué el jardinerito era mi hombre?
Una noche que estaba sola en la casa les vacié los cajones de la cómoda, más el buró de mi papá, y el tocador de mi mamá, y en ningún lado apareció la puta combinación. Además, yo no sabía cómo era una combinación. Y ni modo que el papel dijera: Combinación. Tampoco iba a encontrar el papelito en los cajones del clóset, ahí junto a la caja. Todas las noches me metía en mi closet a oír las conversaciones de mis papás, pero de la maldita caja fuerte nunca hablaban. Te estoy haciendo bolas otra vez, ¿verdad? Todavía ni te explico qué hice con la caja fuerte y ya sabes que a mi mamá le dio el ataque. Cuando escribas mi vida lo pones todo en orden, ¿si? Es que mi vida no ha pasado así, del uno al cien; no sé, como que el mundo no lleva mi ritmo.
Preferiría contarte de mis piernas. Además es tu tema favorito, ¿ajá? No creas que mis piernas me gustaban tanto. Pero si mis rodillas, que se pusieron redondísimas. Yo no sé si el niñito se fijaba en ellas. Igual estaba más interesado en verme los calzones, pero a mi me encantaba pensar que era por las rodillas. Le enseñaba las piernas y a veces los calzones, para que se acordara que íbamos a ser cómplices de nuevo.
Me reventaba medio himen ir al ginecólogo. Era un viejo muy bruto, te trataba como si fueras vaca. Un día me dejó sola y se fue al baño. La enfermera no sé por qué no estaba. Vas a decir: Qué imbécil. ¿Cómo ves que me robé un estetoscopio? Cuando volvió el doctor, ya lo tenía escondido en el guardarropa. Por eso te decía que no me explico que esa escuincla babosa, o sea yo, pudiera luego tener todo ese dinero. ¿Qué carajo iba a hacer con el estetoscopio, yo que a las cajas fuertes no las sabía abrir ni con combinación? Pero para que veas que si hay justicia en este mundo, gracias a ese estetoscopio volví a ser niña rica.
Recuerdo que era Halloween. Mis papás se llevaron a mis hermanos a una fiesta, yo por supuesto estaba castigada. Entonces dije: Manos a la obra, y saqué los cajones ya sabrás, con todos mis cuidados. Me puse muy profesional el estetoscopio y agarré firmemente la manija. Tanto que de repente zas: se abrió la puerta. ¿Creerás que los muy míseros tenían ese dineral en una caja fuerte descompuesta? Abrí y cerré, le di vueltas y nada: la chapa no servía. Me entraron unos nervios nefastos, porque ya ni siquiera revisé lo que había dentro. Se veían muchos fajos de billetes, amarrados con ligas de las dos orillas. ¿Cómo ves que ni me di cuenta de que eran dólares? Eso sólo lo supe hasta que la lana ya era mía, ¿aja? ¿Checas cuál es la bronca de mi familia? Nos encantan los dólares. A lo mejor por eso no nos duran. ¿No crees que a mi me gustan más que a mi mamá? Te apostaría mi alma a que en mi corta vida me he gastado más dólares que ella. La pobrecita sabe cómo robárselos, pero no hubo quien le enseñara el gusto de tirarlos.
Según yo había dejado todo en su lugar, aunque igual mi mamá era muy desordenada. Muchos años después del robo, de hecho hace poco tiempo, mi papá me gritó que era yo una ladrona de alta escuela. No podía pedirle que me lo explicara. Ni siquiera que me dejara explicárselo. Se va a morir creyendo que engendró a una violadora profesional de cajas fuertes. Y así fue como me enteré de que la number one prángana era mi mamá, que tenía a mi papá creidazo en su sistema de seguridad: tres cajones y una puerta de lo más pinche amistosa. Además mi mamá era la del negocio. Me acuerdo que decía a veces, antes de acostarse, que en unos años más iban a guardar esa lana en un banco sin problemas (yo metida en el clóset, pensando: I love New York). O sea que no pensaban ni gastársela. La tragedia de todos los ojetes es que sus hijos salen más ojetes que ellos.
Me acuerdo que pensé en volver a abrir el closet y robármelo todo y escaparme en un taxi. Que era una idea buenísima, nada más me habría ahorrado tres semanas de lágrimas. Pero entonces tenía miedo. Estaba encima de mi cama, con las piernas abiertas y los brazos en cruz y la vista perdida en el techo, y hasta me daban ganas de chillar porque ya sabía que yo me iba a robar toda esa lana, ¿ajá? No podía ser de otra manera, cómo crees. Y ya sabía que iba a ser bien pronto, antes de que arreglaran esa caja, o encontraran cualquier otro escondite menos chafa, que debía haber miles. Más que chafa era igual que mis papás: cheesy. Como un bilé de tianguis. ¿Te acuerdas de los labios rojísimos de Cuqui, la recepcionista? Nunca te pregunté si conocías la palabra cheesy. El caso es que yo vengo de una familia cheesy. Plasticosa. Baratona. Rascuache. Prófuga del pinche Woolworth. Luego tú preguntabas por qué era yo tan delicada con el tema de la vida social. ¿Qué querías que te dijera? ¿Soy la mona del pastel? ¿Es que ahí donde me ves vengo de una familia rete corriente? ¿Esos tres de aquella mesa ya me vieron encuerada? ¿A aquél no se le para? ¿De menos te imaginas cuántos hombres me conocen desnuda? Tú que tanto te diviertes haciendo numeritos, si en cada fiesta había no sé, seis, ocho, doce tipos, ponle nueve en promedio, y yo he ido a más de treinta, pero menos de cien, ¿cuántos ejecutivos y directores y señores respetables crees que me reconozcan y piensen: Yo a ésa la vi encuerada?