El lugar había sido limpiado y fregado y olía a fuerte jabón de lejía. Las tablas del piso exhibían lugares mojados y todos los muebles brillaban con una película de cera. Los colchones de pluma manchados de la noche anterior habían sido reemplazados por otros nuevos y limpios y sábanas inmaculadas estaban prolijamente metidas debajo de 1os mismos. Grandes y mullidas almohadas, con fundas limpias, estaban apoyadas en la cabecera. Hasta la tina de baño había sido limpiada brillaba suavemente como una joya fina en el extremo de la habitación. Una mesilla estaba cubierta de toallas y en otra había una gran variedad de aceites perfumados, esencias, perfumes, jabones y sales. Una bacinilla limpia estaba debajo del lavabo y la jarra rebosaba de agua fresca y límpida junto a la jofaina que, milagrosamente, había perdido su capa de mugre.
Shanna dio un pequeño respingo, como si volviera a la realidad y se llevó las manos a la espalda para desprenderse el vestido. Encogió los hombros y la prenda cayó al suelo. Indiferente a la presencia de Ruark, se desembarazó de la áspera tela de lana a la que hizo a un lado de un puntapié. Se inclinó sobre el lavabo, llenó la jofaina con agua y hundió las manos en el refrescante líquido. Después levantó los brazos uno después de otro y dejó que el agua fresca cayera hacia abajo. Suspiró profundamente, tomó un paño suave y una pastilla de jabón y empezó a lavarse con evidente placer. Levantó el mentón y frotó suavemente la zona enrojecida de su cuello. Después de un momento abrió los ojos y en el espejo vio que Ruark la observaba con deleite. Se volvió y le dirigió una mirada colérica.
– Llénate los ojos, asno libidinoso. Quizá tu Carmelita aún aguardándote en la charca.
Ruark se quitó el sombrero y lo arrojo sobre la cama. Su voz sonó seca y tajante.
– Es evidente que no has perdido tu talento para fastidiarme, mío -dijo.
Se quitó la faja y se detuvo junto al vestido de lana, al que levanto con la punta de la vaina de su sable.
– ¿Quieres que airee tu vestido? -preguntó burlón-. ¿Quizás para un paseo por la mañana?
– Arrójalo por la ventana -dijo ella, señalando con el mentón Ruark así lo hizo e inmediatamente hubo una conmoción de voces debajo de la ventana. Ruark se asomó y vio un par de pilletes de no más de seis años que se disputaban el vestido. Cuando él apareció, interrumpieron la pelea y se alejaron corriendo, cada uno aferrando con fuerza un extremo de la prenda. Abajo, de todos los vestidos y otras cosas que arrojara la noche anterior solo quedaban algunos trozos de vidrios rotos. Hasta la bacinilla había desaparecido. Ruark no había pensado que toda esa basura sería tan apreciada por los pobladores de la aldea.
Cuando se volvió, vio que Shanna todavía esta a secándose. Sus ojos cayeron sobre los pechos jóvenes y tentadores. En uno de los pezones había un pequeño copo e espuma y e no pudo resistirse y lo enjuagó con los dedos. Shanna le dio un fuerte codazo en las costillas.
– Quítame las manos de encima -dijo ella.
– ¿Entonces me concedes permiso para buscar en otras lo que tú no me das? -preguntó él en tono burlón.
– Nada obtendrás de mí -estalló ella- salvo un puñetazo en la barriga si vuelves a tocarme. -Se envolvió en una sábana limpia y cubrió cuidadosamente los frutos tentadores que él había querido probar.
Shanna se volvió para lavarse la cara.
Ruark tomó un peine de concha que estaba sobre una pila de sábanas. Empezó a darle vueltas en sus manos, admirando el delicado tallado pero súbitamente le fue arrebatado por Shanna, quien pareció olvidar su irritación.
– ¿Dónde encontraste esto? -preguntó maravillada.
– Ahí -señaló él-. Estaba junto al cepillo.
Con un grito de alegría, Shanna se apoderó también, del cepillo. Apretó ambos objetos contra su pecho como si fueran un valioso presente.
– Ooohhhh -dijo suavemente-. Gracias, Gaitlier. Sabes como tratar a las mujeres.
Ruark la miró, con su orgullo herido.
– No es nada más que un peine y un cepillo -comentó ceñudo.
– ¡Nada más! -dijo Shanna sorprendida-. Eres un patán, no tienes ni la mitad de la comprensión de ese hombre.
Shanna empezó a peinar sus rizos desordenados, mirándose alternativamente en cada uno de los espejos de la habitación.
El día terminó. Carmelita y Dora colgaron lámparas de aceite sobre la larga mesa del salón cuando la oscuridad invadió la posada. La ruidosa jovialidad aumentaba a medida que circulaban las copas entre Harripen y los otros capitanes. Ruark estaba sentado en la sombra, un poco apartado del grupo, y observaba cómo los piratas iban animándose con la abundancia de ron y de ale. El, por su parte, bebía moderadamente de su propio jarro y de tanto en tanto miraba hacia la escalera, aguardando la aparición, de Shanna.
Harripen se apartó del ruidoso grupo que se había reunido alrededor de su asiento y se acercó a Ruark.
– Ah, hombre, contigo quería hablar -dijo lentamente el pirata-. He estado preguntándome acerca de la muchacha.
Ruark levantó una ceja. En la semipenumbra con sus ojos brillaron como piedras, sin la menor traza de simpatía..
– ¿Es verdad, muchacho? -continuó Harripen-. Uno de los siervos dijo que la muchacha no era virgen sino viuda.
Ruark se encogió de hombros.
– Quedó viuda hace unos meses -dijo-, de un tipo de apellido Beauchamp.
– Síiii -dijo Harripen, con ojos llenos de lujuria-. Y una viuda reciente se muestra muy contenta de tener un buen hombre sobre su barriga.
Soltó una risotada que hizo temblar las maderas del techo. Sus compañeros se acercaron y Ruark sintió que se le ponían tensos 1os músculos del vientre. Shanna, como tema de conversación, solamente podía traer problemas.
Hawks se sentó a la mesa y se inclinó sobre su capitán. Los otros lo imitaron, como si fueran a compartir un secreto con él, pero el hombre habló lo bastante alto para que Ruark oyera claramente sus palabras.
– Si un hombre complace a la dama -dijo- ¿no es seguro una docena podrían complacerla más? Creo que deberíamos hacerlo por turnos, y siendo equitativos como somos, ningún hombre -señaló Ruark con el pulgar- debería quedarse con todo el botín. Además el ya se ha quedado con la parte del pobre viejo Robby.
Siguió un asentimiento general y hambrientas sonrisas indicaron que todos estaban de acuerdo. Harripen se levantó y volvió a su silla.
Riendo por lo bajo, miro a Ruark de soslayo y sus Ojos brillaron como si estuviera convencido de que él sería el primero en disfrutar del arreglo.
Ruark se echó hacia atrás, su tensión se convirtió en una relajada disposición para presentar batalla en cualquier momento. Devolvió la mirada a Harripen por encima del borde de su jarro y bebió calmosamente su ale.
– ¿Dónde está la moza? -preguntó Harripen-. Habitualmente no se separa de ti.
Ruark señaló hacia la escalera.
– Está en la habitación -dijo-. Pero les advierto…
– Ah, no nos adviertas nada colonial -interrumpió con atrevimiento el capitán mulato. El ron negro le había dado un coraje desusado. Agito un puño y se apartó de la mesa-. Yo traeré a la señora Beauchamp para que salude a sus amigos
Riendo a carcajadas, empezó a caminar tambaleándose hacia la escalera.
– No vengan si me demoro -rugió por encima de su hombro, y puso el pie en el primer escalón
La explosión que se produjo en la habitación dejó a todos aturdidos y el mulato quedo paralizado y el mulato quedó paralizado cuando voló un trozo de pared en el lugar donde había dado la bala, a pocos centímetros de su nariz. Furioso se volvió y vio que Ruark bajaba su pistola todavía humeante.
El hombre soltó un juramento, sacó su machete y se abalanzó para vengarse de su atacante. Apenas sus pies tocaron el suelo, se detuvo abruptamente. La boca de la segunda pistola parecía dos veces más grande que la anterior y se abría hambrienta ante su pecho. Vio que el arma estaba amartillada y su cólera desapareció con la misma rapidez conque él recobró la sobriedad.
– Yo… yo… -tartamudeó-. No quise hacer daño, capitán. Sólo estaba bromeando.
La pistola se apartó de su pecho. Ruark asintió tiesamente.
– Tus disculpas son aceptadas -dijo.
La mirada de Ruark fue más allá del hombre. Shanna estaba en la cima de la escalera. Se había puesto un vestido recatado de una medida que se acercaba a la de Carmelita. Caía casi recto desde los hombros, pero su anterior dueña no había tenido la altura suficiente para permitir que la falda cubriera los tobillos delgados y los pies descalzos de Shanna.
Entre los pliegues de la falda algo brillaba en las sombras, y Ruark vio que se trataba de una pequeña daga de plata. Sin duda, ella la había encontrado entre los efectos personales de Pellier cuando buscaba un vestido apropiado. Era un arma lastimosamente pequeña, pero conociéndola a ella, Ruark adivinó que estaba dispuesta a luchar contra el mundo.
El mulato ocupó un lugar en el extremo más alejado de la mesa, aunque Ruark ya había metido su pistola en su cinturón.
– Únase a nosotros, por favor, señora Beauchamp -dijo Ruark, acercándosele dos o tres pasos. Se inclinó ante ella y señaló un lugar a su lado-. Venga, póngase aquí.