Литмир - Электронная Библиотека

Shanna tranquilizó su mente y con fría determinación bajó un espeso velo de encaje sobre su cara y acomodó el capuchón de su capa de terciopelo negro a fin de ocultar aún más su identidad y cubrir sus largos bucles dorados.

Pitney abrió la marcha hacia el portal principal y Shanna lo siguió y sintió un impulso casi irresistible de huir en dirección opuesta. Pero se contuvo y pensó que si esto era una locura, casarse con un hombre al que odiara sería el infierno.

Cuando ellos entraron, el portero de la cárcel se puso de pie con una ansiedad nacida de la codicia y se adelantó a saludada. Era un hombre grotescamente gordo, cuyos brazos parecían arietes. Sus piernas eran tan inmensas que, él tenía que caminar con los pies bien separados, lo cual lo hacía andar tambaleándose de un lado a otro. Empero, pese a su volumen, era bajo y su altura apenas alcanzaba la. de Shanna, quien para una mujer era más baja que alta. Su respiración sibilante, acelerada por el esfuerzo de levantarse de la silla, llenó la habitación con un aroma de ron rancio, puerros y pescado. Rápidamente, Shanna apretó contra su nariz un pañuelo, perfumado para contrarrestar el repugnante olor del aliento del hombre. -Mi lady, temí que usted hubiera cambiado de opinión -cloqueó- el señor Hicks mientras trataba de tomarle la mano para plantar un beso en ella.

Shanna reprimió un estremecimiento de asco, retrocedió antes de que los labios de él pudieran tocarle los dedos y puso sus manos a salvo dentro del manguito de piel. No hubiera podido decidir qué era peor: si tener que soportar el fétido hedor que flotaba como una nube invisible alrededor de él, o sentir el repulsivo contacto de esos labios en su mano.

– Estoy aquí como dije que estaría, señor Hicks -replicó ella con severidad.

El olor ofensivo fue demasiado y ella sacó nuevamente el pañuelo de encaje del manguito para agitarlo ante su rostro velado.

– Por favor… -dijo, semi ahogada- permítame ver al hombre a fin de que podamos seguir con lo convenido.

El carcelero se demoró un momento y se rascó pensativo el mentón, preguntándose si habría posibilidad de ganar algo más de lo que le habían prometido. La única otra vez que la dama había estado en la prisión fue casi dos meses atrás, y también entonces estaba velada, como para ocultar perfectamente su identidad. El había sentido picada su curiosidad, pero ella no se extendió sobre la razón por la cual deseaba conocer a un condenado. La perspectiva de una bolsa bien llena lo tentó, y proporcionó obedientemente los nombres de prisioneros destinados a la horca al hombre ceñudo que la acompañaba. En la primera visita, Hicks tomó nota cuidadosamente del anillo que ella llevaba en un dedo y del corte discreto pero elegante de sus ropas. No era difícil adivinar que ella no era la hija de un pobre. Ajá, ella tenía fortuna, muy bien, y él no tenía inconveniente en apropiarse de una porción mayor de la que le habían prometido… si podía. Y allí era donde estaba la dificultad. El no se atrevía a pedirle nada cuando ella estaba acompañada de su servidor, y el gigantón no parecía dispuesto a dejada sola.

Sin embargo, parecía una vergüenza que una mujer que olía tan tentadora y dulce como ella, perdiera un momento de su vida hablando con un condenado. Ese individuo, Beauchamp, era un alborotador, el peor prisionero que él hubiera tenido jamás en una celda. Hicks se frotó pensativamente la mejilla, recordando el puño del hombre contra ella. Qué no daría por ver castrado a ese bellaco. Se lo tendría bien merecido. Pero el bribón iba a morir y él tendría su venganza, aunque hubiera preferido una muerte lenta.

El señor Hicks emitió un largo suspiro y en seguida eructó ruidosamente.

– Tendremos que vedo en su celda. El obeso carcelero tomó una argolla llena de llaves que colgaba de un gancho-. Tenemos que encerrarlo separado de los otros porque si estuvieran juntos los sublevaría contra nosotros. -Encendió una linterna mientras hablaba-. Vaya, fue necesario un pelotón de casacas rojas para encadenado cuando lo agarraron en la posada. Es un colonial y por lo tanto es semisalvaje.

Si Hicks quiso asustada, Shanna no se dejó influenciar. Ahora estaba serena y sabía lo que debía hacer para solucionar sus propias dificultades. Nada la detendría, ahora que había llegado tan lejos.

– Abra la marcha, señor carcelero -ordenó ella firmemente-. No recibirá ni un cuarto de penique hasta que yo haya decidido personalmente que el señor Beauchamp se ajusta a mis necesidades. Mi hombre, Pitney, nos acompañará para que no haya problemas.

La sonrisa desapareció e Hicks se alzó de hombros. Como no encontró otra excusa para demorarse, tomó la linterna para iluminar el camino. Con su peculiar andar tambaleante, los precedió a través de las pesadas puertas de hierro que llevaban a la prisión principal y después por un corredor débilmente iluminado. Los pasos resonaban en los peldaños de piedra mientras la linterna lanzaba sombras fantasmagóricas alrededor de ellos. Un silencio ultraterreno envolvía al lugar porque la mayoría de los prisioneros dormían, pero de tanto en tanto se oía un gemido o un llanto apagado. De una fuente invisible goteaba agua y sonidos rápidos y escurridizos en los rincones oscuros hacían estremecer a Shanna y la llenaban de extraños presentimientos. Tembló llena de recelo y apretó su capa a su alrededor, pero no dejó de sentir lo siniestro del lugar.

– ¿Cuánto tiempo ha estado el hombre aquí? -preguntó y miró inquieta a su alrededor. Parecía imposible que nadie pudiera conservar la cordura en un agujero como este.

– Cerca de tres meses, mi lady.

– ¡Tres meses! -exclamó Shanna-. Pero su nota decía que es un condenado reciente. ¿Cómo es eso?

Hicks soltó un resoplido.

– El magistrado no sabía exactamente qué hacer con el hombre, mi lady. Con un apellido como

Beauchamp, hay que tener mucho cuidado. Hasta el mismo lord Harry teme a la marquesa Beauchamp. El viejo Harry vacilaba, puedo decirlo, pero como él es el magistrado, tuvo que hacerlo él y no otro. Entonces, hace una semana, dio su sentencia: ahórcalo. – los pesados hombros de Hicks subieron y bajaron como si fuera una carga demasiado pesada para él-. Supongo que se debe a que el individuo es de las colonias y, por lo que sé, no tiene parientes cercanos aquí. El viejo Harry me ordenó que colgara al individuo sin hacer ruido, a fin de que los otros Beauchamp y la marquesa no se enteren del hecho. Siendo inteligente como soy, cuando me dijeron que manejara el asunto discretamente, pensé que el señor Beauchamp era el hombre para usted. -Hicks se detuvo ante una puerta de hierro-. Usted dijo que quería un hombre destinado al cadalso y yo no podía entregárselo hasta que el viejo Harry se decidiera a colgarlo.

– Hicks se detuvo ante una puerta de hierro-. Usted dijo que quería un hombre destinado al cadalso y yo no podía entregárselo hasta que el viejo Harry se decidiera a colgarlo.

– Ha hecho bien, señor Hicks -repuso Shanna, con un poco más de amabilidad. ¡Resultaba todavía mejor de lo que ella había esperado! Ahora, en cuanto a la apariencia y el consentimiento del hombre…

El carcelero metió una llave en una cerradura y empujó una puerta que se abrió con un fuerte chirrido de goznes oxidados. Shanna intercambió una rápida mirada con Pitney, sabiendo que había llegado el momento en que su plan terminaría o comenzaría.

El señor Hicks levantó la linterna para alumbrar mejor la pequeña celda y la mirada de Shanna se posó sobre el hombre que estaba allí. Se hallaba acurrucado sobre un estrecho camastro, con una frazada muy gastada sobre los hombros como única protección contra el frío. Cuando le llegó el resplandor de la vela, se agitó y se cubrió los ojos como si le dolieran. Por un desgarrón de una manga. Shanna vio un feo magullón. Tenía las muñecas en carne viva donde habían estado las esposas. Una cabellera negra en desorden y una barba espesa. Ocultaban la mayor parte de las facciones y al p1irarlo Shanna no pudo dejar de pensar en una criatura diabólica que se hubiera arrastrado desde las entrañas de la tierra. Se estremeció cuando sus peores temores parecieron hacerse realidad.

El prisionero se apretó contra la pared y después se sentó y se protegió los ojos con una mano..

– Maldición, Hicks -gruñó-. ¿Ni siquiera puedes dejarme disfrutar de mi sueño?

– ¡Ponte de pie, bellaco maldito!

Hicks se acercó y lo empujó con el grueso bastón de madera dura que llevaba, pero cuando el prisionero obedeció, retrocediendo rápidamente varios pasos.

Shanna ahogó una exclamación, porque el cuerpo enflaquecido se desplegó hasta que el hombre, de pie, resultó muy alto. Ahora vio la espalda ancha y, debajo de la camisa abierta, el pecho cubierto de un ligero vello y un vientre plano y caderas estrechas.

– Aquí hay una dama que viene a verte -dijo Hicks, en tono notablemente menos exigente que antes-. Y si piensas hacerle daño, déjame advertirte que…

El prisionero se esforzó por ver en la oscuridad detrás de la linterna.

– ¿Una dama? ¿Qué locura te traes entre manos, Hicks? ¿O quizá se trata de una sutil tortura?

Su voz sonó profunda y suave, agradable a los oídos de Shanna. Fluía con más facilidad y menos entrecortada de lo que ella estaba acostumbrada a oír en Inglaterra. Un hombre de las colonias, había dicho Hicks. Esa era, sin duda, la razón de las sutiles cualidades de su forma de hablar. Empero, había también algo más, una divertida burla que parecía mofarse de todo lo relativo a la prisión.

Shanna permaneció en las sombras un momento más mientras estudiaba atentamente a este Ruark Beauchamp. Las ropas del hombre estaban tan desgarradas como la frazada y ella notó que en varias partes estaban desgarrados casi hasta la cintura en uno de los lados, y el precario remiendo dejaba ver buena parte de la línea delgada de su flanco. Una blusa de lino, quizá alguna vez blanca, estaba ahora manchada y apenas reconocible.

4
{"b":"81754","o":1}