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Trahern permaneció en silencio cuando el birlocho se detuvo y Shanna lo miró con cierta vacilación, temerosa de un estallido de cólera. Bajó sola del carruaje, subió la amplia escalinata de la terraza y ahí se detuvo, insegura, y miró hacia atrás. Su padre seguía inmóvil pero volvió la cabeza y la miró con expresión ceñuda. Se levantó lentamente, se apeó y subió la escalinata como si fuera dejándose llevar por su bastón. Shanna fue hasta la puerta principal, la abrió y 1o esperó. El se detuvo a varios pasos de ella y nuevamente la miró con fijeza. El asombro abandonó lentamente su rostro y fue, reemplazado por la cólera. Súbitamente levantó su bastón sobre su cabeza y 1o arrojó lejos.

– ¡Maldición, muchacha!

Shanna llevase una mano a la garganta y se apartó de él con los ojos dilatados por el temor.

– ¿Tan poco cuidas, a tus hombres? -rugió él ¡Por lo menos me hubiera gustado ver al joven!-En tono ligeramente más bajo pregunto; ¿No hubieras podido mantenerlo vivo! hasta quedar encinta?

Respetuosa de su padre, Shanna replicó suavemente: -Todavía existe esa, posibilidad, papá. Pasamos nuestra noche de bodas juntos. Enrojeció ligeramente ante la mentira, porque ahora estaba segura,

Como puede estarlo una mujer, de' que no llevaba en su seno la simiente de Ruark.

– Bah! -gruñó Trahern, pasó junto a ella pisando Fuerte y dejó que la puerta golpeara. a sus espaldas, sin molestarse en recoger su bastón.

Shanna, levantó mansamente el bastón y siguió a su padre al interior de la casa. Se detuvo un momento en e1hall de entrada cuando todos los recuerdos de los años transcurridos en la función cayeron precipitadamente sobre ella. Casi pudo imaginar que nuevamente era una chiquilla que gritaba de excitación cuando bajaba corriendo la escalera que parecía curvarse para envolver la gran araña de cristal que colgaba del, alto techo. Los prismas centelleantes de la araña, que iluminaban el salón miríadas de arco iris danzarines siempre habían sido motivo de fascinación para ella. Y recordó muy bien las veces que buscó, arrastrándose sobre pies y manos entre los helechos y plantas que adornaban el salón, el inquieto 'gatito que Pitney le había-regalado, o cuando alzaba la vista llena de respeto hacia retrato de su madre que colgaba cerca de la puerta del salón de recibir, o cuando trepaba, llena de infantil impaciencia, al gran cofre tallado que estaba debajo del retrato, mientras aguardaba que su padre regresara de los campos.

Ahora, como mujer, Shanna contempló la madera clara de la balaustrada y los paneles tallados de las puertas que daban a otras habitaciones y que brillaban con toques dorados. Aquí, y en toda la casa, abundaban los muebles franceses estilo Regencia. Ricas alfombras de Aubusson o de Persia, lacas, jade y marfil de oriente, mármoles de Italia y otros tesoros' provenientes de todo el mundo embellecían las habitaciones con muy buen gusto.

Largos corredores partían desde el vestíbulo en sentidos opuestos, hacia las alas.

A la izquierda estaban las grandes habitaciones de su padre, incluidos el estudio y la biblioteca donde trabajaba, un salón de estar, su dormitorio y una habitación donde se bañaba y vestía con la ayuda de un criado.

Las habitaciones de Shanna estaban subiendo la escalera y a la derecha, bien lejos de las de su padre. Allí, antes de llegar al dormitorio, había que pasar por el salón donde las paredes, cubiertas de suave muaré de color crema, armonizaban con los sutiles tonos de castaño, malva y vibrante turquesa de las sillas, butacas y sofá. Una lujosa alfombra Aubusson combinaba todos esos- colores en un ornamentado diseño. Las paredes del dormitorio estaban cubiertas de rica seda color malva y una alfombra malva y castaño cubría el piso. Sobre la cama colgaba un dosel de seda color de rosa y un canapé de color castaño claro aguardaba que alguien se tendiera perezosamente encima.

Los recuerdos se borraron cuando su padre se volvió y la miró con severidad. Gritó con. tanta fuerza que la araña de cristales tembló.

– ¡Berta!

La respuesta fue inmediata:

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Voy!

Los pasos ligeros del ama de llaves sonaron rápidamente en la escalera hasta que ella apareció, sin aliento y con las mejillas encendidas. La mujer, holandesa, apenas le llegaba a Shanna a los, hombros y era regordeta, redonda, con cutis claro. Nunca parecía moverse de otra forma que n_ fuera trotando Y siempre llevaba metido en el bolsillo de su delantal un plumero de plumas de avestruz. Era principalmente merced a sus esfuerzos y a su supervisión de los sirvientes que la casa se mantenía impecablemente limpia.

Berta se detuvo a un paso de Shanna y la miró maravillada. Después de la muerte de Georgiana, el ama de llaves se había hecho cargo de la casa con sus fumes modales holandeses y en más de una ocasión había observado llorosa, junto a la puerta, a su protegida que partía hacia Europa. Aunque había transcurrido apenas un año, la joven, era casi todavía una niña cuando se alejó por última vez, pero ahora se la veía majestuosa, segura de si misma, desenvuelta y aplomada, una agraciada joven de sorprendente belleza; Por eso la vieja sirvienta ahora no estaba muy segura de cómo debía tratada. Pero fue Shanna quien resolvió el problema. Abrió los brazos y al segundo siguiente las dos, muy juntas, compartían lágrimas de alegría y se besaban en las mejillas. Finalmente Berta se apartó un paso.

– Ah, mi pobre criatura. ¿Por fin has venido para quedarte? -Sin aguardar respuesta, Berta continuó hablando precipitadamente-: Sí, ese tonto de Trahern envió lejos a su propia hija. Es como para cortarle esa nariz que tiene en la cara. Y dejó que ese bobalicón de Pitney cuidara de una muchachita. ¡Ese buey enorme, bah!

Trahern se puso aún más furioso al oírla y gritó llamando a Milán para que le trajera ron y bitter pues sentía necesidad de libar copiosamente. Berta chasqueó la lengua y sus ojos azules bailaron de alegría cuando volvió a mirar a la joven.

– Déjame mirarte. Sí, apostaría un guilder a que los, has enloquecido a todos. Estás hermosa, querida, y te eché mucho de menos.

– ¡Oh, Berta! -exclamó Shanna, extasiada-. ¡Me siento tan feliz de encontrarme en casa!

Jasón, el portero, llegó desde la trasera y a la vista de Shanna su rostro moreno se iluminó de placer.

– ¡Vaya, la señorita Shanna! -Corrió hacia ella y le tomó las manos extendidas. Como siempre, la voz bien educada de él sorprendió a Shanna-. Señor, esta criatura ha traído el sol con su regreso. Su padre estaba muy deseoso de verla.

Un sonoro carraspeo indicó que Trahern todavía estaba donde podía oírlos, pero Shanna igualmente rió dichosa. Por fin estaba en su casa y nada podría estropearle esa felicidad.

La necesidad de depósitos cerrados no era crítica en este clima benigno y las construcciones que rodeaban el área del muelle eran en su mayor parte solamente techos sostenidos por columnas de madera. Debajo de uno de esos cobertizos, John Ruark y sus compañeros aguardaban sentados en cuclillas. Sus barbas habían sido afeitadas y sus melenas cortadas bien cortas. Después de entregarles un fuerte jabón de lejía fueron llevados al castillo de proa y bañados con las mangas de las bombas del barco. Algunos de los hombres gritaron cuando el fuerte jabón tocó las heridas que tenían, pero Ruark disfrutó del baño. Había pasado casi un mes entero tendido en su cubículo con sólo ejercicios ocasionales en la cubierta para estirar los músculos acalambrados. La comida durante el viaje había sido abundante, pero empezó a resultar desesperante cuando pareció que en el mundo no quedaba para comer otra cosa que carne salada, frijoles y galletas acompañadas, de agua maloliente.

John Ruark sonrió lentamente y se pasó la mano por la nuca para familiarizarse con su corto cabello negro. Estaba vestido como los demás, con pantalones nuevos de dril, y calzado con sandalias. Las ropas eran todas de una misma medida y uniformemente grandes para él y sus ocho compañeros. Junto con los artículos provistos había un ancho sombrero de paja; una camisa blanca suelta y un pequeño saco de lona. Este último permaneció vacío hasta que llevaron al grupo a la tienda de Trahern donde les dieron un tazón y una brocha para afeitarse, un cortaplumas con mango de madera, dos mudas más de ropa y varias toallas, junto con una cantidad del fuerte jabón y una admonición para que lo usaran con frecuencia.

Cuando cesó la leve brisa el calor se hizo intenso bajo el techo del cobertizo. Un solo supervisor los vigi1aba y hubiera sido muy fácil escapar. Pero John Ruark pensó que hubiese sido necesario muy poco esfuerzo para capturadlos, porque tarde o temprano un hombre habría tenido que salir de la jungla y no había otro lugar adonde ir.

Observó atentamente todo cuanto lo rodeaba mientras tironeaba distraídamente de la floja rodillera de sus pantalones de lona. Esperaban al hacendado Trahern; les habían informado que él tenía la costumbre de inspeccionar y dirigidas la palabra a todos los recién llegados. Ruark estaba ansioso de conocer al famoso "lord" Trahern pero aguardaba pacientemente con los demás, manteniéndose cuidadosamente en el último lugar de la fila. Todavía estaba vivo y en el único lugar en el mundo donde quería estar, es decir, en el mismo lugar donde se encontraba Shanna Trahern. ¿O debía llamada Shanna Beauchamp?

Rió para sí mismo. Ella se había ganado el apellido mientras que él, por la misma serie de acontecimientos, lo había perdido; yeso era otro asunto que tendría que arreglar.

Sus cavilaciones fueron interrumpidas por el arribo del birlocho abierto que se había llevado a Shanna del muelle. El hombre alto y flaco llamado Ralston fue el primero que se apeó, y tras él lo hizo el hombre

a quien Ruark viera horas antes saludando a Shanna. Dedujo que éste era el temido hacendado Trahern.

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