– ¿Un poco de aire fresco, señor Ruark?
Salieron a la amplia terraza y admiraron la luna llena. John Ruark ofreció tabaco a su compañero. El hombre sacó una pipa de arcilla de su bolsillo, la llenó y le agradeció.
– Me hice al hábito navegando en uno de los barcos de Orlan -murmuró Pitney-. Aquí es difícil conseguir buen tabaco, pero éste es excelente.
Caminaron un momento en silencio, dejando una fragante estela de humo. Casi habían regresado al salón cuando Pitney se detuvo para vaciar la cazoleta de su pipa.
– Una pena -comentó el hombre mientras golpeaba la pipa en la barandilla.
Ruark le dirigió una mirada de interrogación.
– Una pena que su hermano, el capitán Beauchamp, no haya podido viajar con nosotros.
– ¿Mi hermano? -dijo Ruark.
– Ajá -repuso Pitney-. Y a veces se me ocurre que en Ruark Beauchamp hay más cosas de las que John Ruark deja que se sepan.
Pitney se metió la pipa en el bolsillo y entró en la casa. Cuando Ruark entró momentos después, el salón estaba vacío.
Era tarde y la luna habíase convertido en una bola roja cerca del horizonte. Las calles en la aldea estaban a oscuras y Milly Hawkins se estremeció mientras caminaba nuevamente hasta el lugar de la cita para encontrarlo vacío. Se le erizó la piel de la espalda. Tenía la fuerte impresión de que la observaban. De pronto ahogó una exclamación cuando una alta sombra fue hacia ella.
– Oh, es usted, jefe -dijo-. Me asustó. Llega tarde.
El hombre se encogió de hombros y no dio ninguna explicación. -Bueno, jefe, tengo noticias para usted. Vamos a tener un hijo que no deseamos. Y el señor Ruark de nada me servirá, porque ya tiene esposa y usted nunca adivinaría quién es ella. La señora Shanna Beauchamp. De modo que ella no es más viuda. Ahora es la esposa de John Ruark. Y lo gracioso es que la misma señora me lo dijo.
Milly se detuvo para saborear la noticia que acababa de dar.
– Y se me ocurre que el padre no lo sabe -continuó-. Qué sorpresa se llevará él cuando se entere. Y también mi madre. Ella siempre está diciéndome que debo ser como la señorita Shanna. Y ahora, la señorita Shanna resulta que está casada con un siervo. Bueno, yo haré algo mejor que ella. -Milly estiró la mano y acarició al hombre en el brazo-. Yo tendré algo mejor que un siervo, porque usted, jefe, tendrá que casarse conmigo. No quiero ningún marinero que esté viajando todo el tiempo. Quiero un hombre que esté cerca de mí todo el tiempo.
El hombre empezó a golpearse suavemente una bota con la fusta de montar que llevaba en una mano. Después le puso un brazo sobre los hombros y empezó a conducirla calle abajo. Milly se sintió halagada por la desusada demostración de afecto.
– Conozco un sitio tranquilo en la playa -murmuró ella con una mirada cargada de sugerencias-. Es un lugar escondido con musgo suave para que nos sirva de almohada.
En la calle a oscuras, resonó el eco de su risa ligera.
El día siguiente amaneció despejado y fresco. Con las primeras luces del amanecer, Ruark y Shanna despertaron. El la besó y se dirigió sigilosamente a su habitación, donde se afeitó y vistió para aguardar las primeras señales de actividad en la mansión. Tendido en la cama, oyó que Shanna se movía en su habitación. Hergus estaba regañándola. Ahora ellos compartían la cama todas las noches.
Ruark fue al comedor pequeño y se sirvió, una taza de café. El sabor intenso y aromático de la bebida lo había cautivado, y en esta mañana raramente fresca, la bebió con deleite.
Milán había preparado una bandeja con carnes y pequeñas tortas de avena y Ruark estaba sentándose ante un plato abundante cuando Trahern y Shanna entraron riendo juntos en la habitación. El padre se maravillaba del cambio experimentado por su hija. En las últimas semanas sus mejillas habían ganado color, y desde su fuga de los piratas parecía haber perdido mucho de su almidonada formalidad. La frecuencia de sus comentarios mordaces había disminuido y ahora casi parecía una persona diferente, una mujer cálida y graciosa cuyo encanto rivalizaba con su belleza. Trahern rió por lo bajo, aceptando la buena suerte sin cuestionarla. El aroma de arepas con mantequilla le llegó a la nariz, y se apresuró a sentarse, dejando que el señor Ruark apartara la silla para su hija.
Se oyó un ruido de cascos en la parte delantera y momentos después Pitney entró en la casa frotándose las manos y saboreando el aroma de la comida. Arrojó su sombrero a Jasón y acercó una silla a la mesa.
Ante las miradas divertidas de padre e hija, gruñó:
– El suelo de mi casa estaba demasiado frío esta mañana para un hombre de mi edad. -Miró a su alrededor, como desafiando a cualquiera que cuestionara su sinceridad-. Además, terminé una mesa para el señor Donan, y él dijo que vendría aquí para ver al señor Ruark acerca de esa mula de él. Parece que el hombre quiere comprarla.
Pitney aceptó un plato y empezó a comer con buen apetito. Pero en seguida cuando Milán acababa de servir más café a Ruark, llamaron a la puerta principal. Jasón hizo entrar a un siervo de la aldea, que venía descalzo, directamente al comedor. Junto a Trahern, el hombre se detuvo nervioso y empezó a jugar con su sombrero, mientras dirigía fugaces miradas a Shanna como si la presencia de ella lo hubiera dejado sin palabras.
– Señor… Hum… señor Trahern -empezó el hombre, con gran dificultad.
– Bien, señor Hanks -dijo Trahern con impaciencia-. Hable de una buena vez.
El siervo se ruborizó intensamente cuando miró a Shanna.
– Bien, señor, yo salí temprano en mi bote, para capturar unos cuantos buenos pescados para la señora Hawkins. Ella me da unos tres peniques. Saqué mi bote para poner las líneas y cebadas, cuando veo una mancha de color entre los matorrales. La marea estaba baja, de modo que encallé el bote para acercarme.
– Se detuvo y bajó la vista. Aplastó el sombrero entre sus manos callosas y cuadradas-. Era la señorita Milly, señor. -Pareció ahogarse-. Estaba muerta, muy golpeada y arrojada en un charco dejado por la marea.
En el profundo silencio que se produjo, el hombre continuó precipitadamente.
– Hay que avisarle a la señora Hawkins, señor, y yo no me atrevo a hacerlo pues Milly era su única hija. ¿Lo hará usted, señor?
– ¡Mi1an! -gritó Trahern, y el sirviente casi dejó caer un plato-.
Diga a Maddock que traiga inmediatamente mi carruaje. -Echó su silla atrás y todos se levantaron con él-. Venga y muéstrenos el lugar, señor Hanks.
Shanna cruzo la habitación. Estaba medio aturdida. ¡Milly y su criatura, muertos! ¿Qué ser perverso cometería semejante crimen? Sería una tragedia terrible para la señora Hawkins.
En el fondo de su mente, Shanna se dio cuenta de que una vez más su secreto estaba seguro, pero eso ahora nada significaba. Ella hubiera revelado todo alegremente a su padre si con eso hubiese podido evitar la muerte de Milly.
Ruark estaba igualmente aturdido. El atentado contra su vida el día de ayer y ahora este asesinato de Milly… ¿habría una relación entre los dos hechos? Era una mancha oscura en los días serenos y felices que había disfrutado desde que Shanna retirara todas las barreras entre ella y el.
– ¡Shanna, muchacha! -dijo Trahern-. Será mejor que te quedes aquí.
– El señor Hanks tiene razón, papá -replicó Shanna quedamente-. Hay que avisarle a la señora Hawkins. Será mejor que haya una mujer con ella. Iré yo.
Trahern asintió y todos se marcharon.
Milly yacía boca abajo en una pequeña depresión en la arena. Sus ropas estaban desgarradas. En su cuerpo y sus miembros había unas marcas delgadas, como si hubiera sido cruelmente azotada con un palo delgado o una cuerda. En sus brazos y la mitad superior del cuerpo había grandes magullones de color púrpura, como si la hubieran golpeado repetidamente con un puño o garrote. En una mano aferraba todavía un puñado de hierba que hablaba de su lucha por sostenerse mientras la marea subía. Su otra mano estaba estirada y cerca de la misma había marcada en la arena una tosca "R".
Ruark la miró fijamente, recordando a otra muchacha que había muerto de manera semejante. ¿Cómo podía suceder esto, con un océano de por medio?
Trahern se inclinó y miró la letra en la arena.
– Es una R -murmuró, y se enderezó para mirar a su siervo-. O podría ser una P. Aunque yo pondría las manos en el fuego por Pitney. Podría acusar a Ruark, pero no lo creo. Estoy seguro de que también pondría las manos en el fuego por usted, si se presentara la ocasión.
Ruark sintió su garganta reseca. El cuerpo retorcido le resultaba demasiado familiar.
– Gracias, señor -logró decir.
– También podría acusar a Ralston, aunque me cuesta imaginármelo con una joven como ésta. El prefiere mujeres más pesadas, más rollizas y más viejas. Más sólidas y confiables. "Como Inglaterra", dice él.
Ruark levantó la vista y miró el bajo acantilado sobre la playa. Una mata de arbustos mostraba ramas rotas y más arriba un trozo de tela blanca colgaba como un banderín de una rama.