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– He notado que el Good Hound ha sido puesto en seco para limpiar su casco. ¿Tiene intención, señor, de llevar la goleta a las colonias, o piensa usarla aquí para el tráfico entre las islas?

Trahern interrumpió su comida y señaló a Ruark.

– Pregúntele al joven -dijo-. Le pertenece a él.

Ralston y Gaylord se volvieron al mismo tiempo para mirar pasmados a Ruark, quien aclaró despreocupadamente la situación.

– Caballeros, las leyes inglesas permiten que un siervo tenga propiedades. Yo me gané la goleta en limpia batalla, como la señora Beauchamp puede atestiguar.

– ¡Esto es absurdo! -declaró. Gaylord. Le dolía que un esclavo tuviera un barco mientras él, un caballero con título, todavía estaba tratando de obtener financiación para un astillero.

– Sin embargo -sonrió Ruark-, la goleta es mía y seguirá siendo mía a menos que yo decida cambiarla por mi libertad. Pero pienso que ganar el precio de un barco me llevaría más tiempo que pagar mi deuda.

El Tempestad será prestado al hacendado para el viaje, a cambio del precio de ponerlo en condiciones. Un cambio justo, como pensamos los dos.

– ¿El Tempestad ? -preguntó Ralston con arrogancia.

– Ajá, así lo he rebautizado -replicó Ruark-. Últimamente me han empezado a gustar mucho las tormentas y parecen traerme buena suerte.

– Mi hija les tiene aversión -comentó Trahern, y no vio el color que había subido al rostro de Shanna con la afirmación de Ruark-. No conozco la causa, pero empezó cuando era una niñita.

– Quizá ya haya superado eso, papá -repuso Shanna suavemente, sin atreverse a mirar a su marido-. Después de todo, fue una tormenta la que nos permitió escapar de los piratas.

Su padre aceptó esto con un bocado de langosta. Después de tragarlo, murmuró:

– Bien, ya era tiempo. Algún día tendrás niños y no sería bueno que les contagies ese miedo.

– No, papá -aceptó Shanna dócilmente.

– ¿Y el tesoro del pirata en la goleta? -preguntó Ralston-. ¿También eso pertenece al señor Ruark?

– Pertenecía -dijo Trahern, mirando a su hombre-. Pero todo lo que no era mío él lo dio al señor Gaitlier y a la señorita Dora por los años que trabajaron para los piratas.

El agente enarcó las cejas, sorprendido.

– Muy generoso el hombre, considerando que hubiera podido comprar su libertad.

Ruark ignoró el tono despectivo.

– Por derecho les pertenece y yo lo consideré justo.

Gaylord guardó silencio. El no podía comprender que alguien regalara hasta la fortuna más pequeña. Ralston cambió de tema. Sabía que esas proezas tontas unirían más a la dama con el siervo, y quizá eso era lo que buscaba el señor Ruark.

– Señora -dijo Ralston, dirigiéndose directamente a Shanna-. ¿Está enterada de que el padre de sir Gaylord es un lord y magistrado de los tribunales ingleses?

– ¿De veras? -dijo Shanna-. ¿Lord Billingham? Nunca oí mencionar su nombre mientras estuve en Londres. ¿Hace mucho tiempo que es magistrado?

Gaylord se limpió delicadamente la boca con la servilleta antes de mirada ansiosamente.

– No puedo pensar en un motivo para que una dama tan hermosa como usted haya sido presentada a él. El se ocupa de juzgar a hombres malvados, asesinos, ladrones, delincuentes de toda clase, y usted es una flor demasiado delicada para encontrarse entre ellos. El ha mandado a muchos pillos al cadalso de Tyburn, y por precaución, ha decidido ser conocido por los delincuentes sólo como lord Harry.

Ralston observó atentamente a Ruark, esperando alguna reacción de él. Pero Ruark se encogió de hombros y continuó Comiendo.

Pitney prestaba cuidadosa atención a su comida y Shanna también. Ella recordaba muy bien cuando el señor Hicks habló de lord Harry y su manejo secreto de la orden de colgar a Ruark, y se preguntó cuál era el juego de Ralston.

Con gran cuidado, Shanna interrogó, sonriendo gentilmente, a Gaylord.

– ¿Lord Harry? Me parece que he oído ese nombre. Pero no puedo recordar… -Shanna continuó-:

A menudo me he preguntado cómo debe sentirse un hombre después de haber sentenciado a otro a la horca. Estoy segura de que su padre solo condena a los que se lo merecen, pero se me ocurre que él debe soportar una carga terrible. ¿Tiene usted algún conocimiento de sus asuntos? Supongo que él habla a menudo de ello. – Los asuntos de mi padre no son de mi incumbencia, señora. Yo no les presto atención.

– ¿De veras? -dijo Shanna-. ¡Qué lástima!

Después de cenar se reunieron nuevamente en el salón y allí Shanna se sintió fastidiada por la presencia de Gaylord sentado a su lado en el sofá. Por encima de su abanico vio que Ruark encendía su pipa junto a las puertas ventanas y que le hacía una inclinación de cabeza casi imperceptible.

– Aquí hace calor, papá. Si no te opones, daré un paseo por el porche. Trahern dio su aprobación y Ruark se ofreció inmediatamente a acompañarla.

– Señora, desde la incursión de los piratas no es seguro que una dama ande sin compañía. Le ruego…

– Tiene razón -interrumpió Gaylord, y para consternación de Shanna, la tomó del brazo-. Por favor, señora, permítame.

Esta vez, fue Ruark quien debió quedarse quieto mientras el otro pasaba junto a él con Shanna. El enorme brazo de Pitney detuvo a Ruark antes de que pudiera cerrar la puerta. Ruark no estaba de humor para tonterías.

– Tranquilo, muchacho -dijo Pitney en voz baja-. Si es necesario, yo estaré en guardia.

Sus ojos grises fueron hacia Trahern en una silenciosa advertencia, y Ruark vio qué el hacendado sacaba su reloj de bolsillo, lo miraba un momento y después miraba a Pitney.

– ¿Cinco minutos? -dejó la pregunta en suspenso y Pitney sacó su propio reloj.

– Menos, diría yo, conociendo al ansioso caballero.

– ¿Ale con bitter? -ofreció Trahern.

– Ajá -repuso Pitney, guardó su reloj y miró a Ruark.

– Usted, no ha visto a Shanna en ocasiones como esta. -Señaló con la cabeza hacia las puertas ventanas-. Hombres mejores lo han intentado. Si quiere inquietarse, hágalo por sir Gaylord.

El salón quedó silencioso y sólo Ruark y Ralston demostraban alguna emoción. Ruark estaba intranquilo mientras Ralston sonreía bobamente de satisfacción.

De pronto llegó un grito airado desde el porche. Ruark saltó y Ralston dejó su copa intrigado. Inmediatamente se oyó una sonora bofetada, el comienzo de una maldición murmurada por Gaylord, seguido de un grito también del caballero.

Pitney consultó su reloj y le dijo a Trahern:

– ¡Ale!

Todos, incluido Ralston, miraron inmediatamente las puertas, pero antes que nadie pudiera tocarlas se abrieron y Shanna entró en la habitación sosteniéndose el corpiño desgarrado de su vestido con una mano, y flexionando la otra como si le doliese. Su hermoso rostro estaba encendido.

Trahern detuvo a su hija y sus ojos buscaron atentamente alguna señal de malos tratos.

– ¿Estás bien, criatura?

– Sí, papá -respondió ella-. Mejor de lo que puedes imaginar, pero me temo que nuestro señorial huésped está, adornando los arbustos con su forma varonil.

Trahern pasó junto a ella mientras Ruark se quitó su chaqueta y la puso sobre los hombros de su esposa. Shanna lo miró suavemente cuando él le tomó la mano para examinarla.

– ¿Debo vengada, mi lady? -preguntó en voz baja, sin levantar la mirada.

– No, mi capitán pirata Ruark -murmuró ella-. El pobre individuo ha tenido lo que se merecía.

Señaló las puertas que en ese momento eran abiertas por su padre y Pitney. Trahern pareció ahogarse con algo cuando la débil luz iluminó el porche y la figura desgarbada de sir Gaylord, quien luchaba para pasar por la barandilla que bordeaba el porche. Su chaqueta tenía adheridos trozos de hojas y tallos. Cuando levantó la cabeza, vio que tres de los cuatro hombres lo miraban sonrientes mientras que el cuarto parecía atontado por la sorpresa.

Sir Gaylord levantó el mentón, pasó altanero junto a ellos e ignoró completamente a Shanna. Sin embargo, su andar no era muy señorial porque había perdido un zapato.

Shanna hizo una pequeña reverencia.

– Buenas noches, caballeros -dijo, y salió de la habitación.

Trahern miró su copa vacía, suspiró y fue a servir dos ales, uno de los cuales entregó a Pitney. Ralston se sirvió un brandy, lo bebió de un trago y se despidió. Trahern sirvió un ale y se lo ofreció a Ruark.

– Ah, caballeros -dijo el hacendado con una risita-, no sé qué haré para divertirme cuando la muchacha se haya marchado. Creo que me retiraré. Estoy poniéndome demasiado viejo para todo esto.

Salió de la habitación. Pitney llenó nuevamente las copas y señaló hacia la puerta.

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