Ahora me sentía casi colérico frente al disco que giraba al pensar que mi ingeniosa -y tal vez cierta – teoría se relegaba, como tantas otras cosas, a un desván de sueños que la época, con sus cotidianas tiranías, no me permitía realizar. De pronto, un gesto levanta el diafragma del surco. Deja de cantar el ave de barro. Y se produce lo que yo más temía: el Curador, acorralándome afectuosamente en un rincón, me pregunta por el estado de mis trabajos, advirtiéndome que dispone de mucho tiempo para escucharme y discutir. Quiere saber de mis búsquedas, conocer mis nuevos métodos de investigación, examinar mis conclusiones acerca del origen de la música -tal como pensé buscarlo alguna vez, a base de mi ingenios? teoría del mimetismo-mágico-rítmico -. Ante la imposibilidad de escapar, empiezo a mentirle, inventando escollos que hubieran diferido la elaboración de mi obra. Pero, por falta de hábito en su uso, es evidente que cometo risibles errores en el manejo de los términos técnicos, enredo las clasificaciones, no doy con los datos esenciales que, sin embargo, tenía por muy sabidos. Trato de apoyarme en bibliografías, para enterarme -por irónica rectificación de quien me escucha- de que ya están desechadas por los especialistas. Y cuando me voy a asir de la supuesta necesidad de reunir ciertos cantos de primitivos recién grabados por exploradores, me parece que mi voz me es devuelta con tales resonancias de mentira por el cobre de los gongs, que me varo sin remedio, en la mitad de una frase, sobre el olvido inexcusable de una desinencia organológica. El espejo me muestra la cara lamentable, de tramposo agarrado con naipes marcados en las mangas, que es mi cara en este segundo. Tan feo me encuentro que, de súbito, mi vergüenza se vuelve ira, e increpo al Curador con un estallido de palabras gruesas, preguntándole si cree posible que muchos puedan vivir, en este tiempo, del estudio de los instrumentos primitivos. El sabía cómo yo había sido desarraigado en la adolescencia, encandilado por falsas nociones, llevado al estudio de un arte que sólo alimentaba a los peores mercaderes del Tin-Pan-Alley, zarandeado luego a través de un mundo en ruinas, durante meses, como intérprete militar, antes de ser arrojado nuevamente al asfalto de una ciudad donde la miseria era más dura de afrontar que en cualquier otra parte. ¡Ah! Por haberlo vivido, yo conocía el terrible tránsito de los que lavan la camisa única en la noche, cruzan la nieve con las suelas agujereadas, fuman colillas de colillas y cocinan en armarios, acabando por verse tan obsesionados por el hambre, que la inteligencia se les queda en la sola idea de comer. Tan estéril solución era aquélla como la de vender, de sol a sol, las mejores horas de la existencia. «Además -gritaba yo ahora-, ¡estoy vacío! ¡Vacío! ¡Vacío!»… Impasible, distante, el Curador me mira con sorprendente frialdad, como si esta crisis repentina fuese para él una cosa esperada. Entonces vuelvo a hablar, pero con voz sorda, en ritmo atropellado, como sostenido por una exaltación sombría. Y así como el pecador vuelca ante el confesionario el saco negro de sus iniquidades y concupiscencias -llevado por una suerte de euforia de hablar mal de sí mismo que alcanza el anhelo de execración-, pinto a mi maestro con los más sucios colores, con los más feos betunes, la inutilidad de mi vida, su aturdimiento durante el día, su inconsciencia durante la noche. A tal punto me hunden mis palabras, como dichas por otro, por un juez que yo llevara dentro sin saberlo y se valiera de mis propios medios físicos para expresarse, que me aterro, al oírme, de lo difícil que es volver a ser hombre cuando se ha dejado de ser hombre. Entre el Yo presente y el Yo que hubiera aspirado a ser algún día se ahondaba en tinieblas el foso de los años perdidos. Parecía ahora que yo estuviera callado y el juez siguiera hablando por mi boca. En un solo cuerpo convivíamos, él y yo, sostenidos por una arquitectura oculta que era ya, en vida nuestra, en carne nuestra, presencia de nuestra muerte. En el ser que se inscribía dentro del marco barroco del espejo actuaban en este momento el Libertino y el Predicador, que son los personajes primeros de toda alegoría edificante, de toda moralidad ejemplar. Por huir del cristal, mis ojos fueron hacia la biblioteca.
Pero allí, en el rincón de los músicos renacentistas, se estampaba el lomo de becerro, junto a los volúmenes de Salmos de la Penitencia, el título como puesto adrede, de la Representazione di anima e di corpa. Hubo algo como un caer de telón, un apagarse de luces, cuando volvió un silencio que el Curador dejó alargarse en amargura. De pronto esbozó un gesto raro que me hizo pensar en un imposible poder de absolución. Se levantó lentamente y tomó el teléfono, llamando al rector de la Universidad en cuyo edificio se encontraba el Museo Organográfico. Con creciente sorpresa, sin atreverme a alzar la mirada del piso, oí grandes alabanzas de mí. Se me presentaba como el colector indicado para conseguir unas piezas que faltaban a la galería de instrumentos de aborígenes de América -todavía incompleta, a pesar de ser única ya en el mundo, por su abundancia de documentos-. Sin hacer hincapié en mi pericia, mi maestro subrayaba el hecho de que mi resistencia física, probada en una guerra, me permitiría llevar la búsqueda a regiones de un acceso harto difícil para viejos especialistas. Además, el español había sido el idioma de mi infancia. Cada razón expuesta debía hacerme crecer en la imaginación del interlocutor invisible, dándome la estatura de un Von Horbostel joven. Y con miedo advertí que se confiaba en mí, firmemente, para traer, entre otros idiófonos singulares, un injerto de tambor y bastón de ritmo que Schaeffner y Curt Sachs ignoraban, y la famosa jarra con dos embocaduras de caña, usada por ciertos indios en sus ceremonias funerarias, que el Padre Servando de Castillejos hubiera descrito, en 1561, en su tratado De barbarorum Novi Mundi moribus, y no figuraba en ninguna colección organográfica, aunque la pervivencia del pueblo que la hiciera bramar ritualmente, según testimonio del fraile, implicaba la continuidad de un hábito señalado en fechas recientes por exploradores y tratantes. «El Rector nos espera», dijo mi maestro. De repente, la idea me pareció tan absurda, que tuve ganas de reír. Quise buscar una salida amable, invocando mi ignorancia presente, mi alejamiento de todo empeño intelectual.
Afirmé que desconocía los últimos métodos de clasificación, basados en la evolución morfológica de los instrumentos y no en la manera de resonar y ser tocados. Pero el Curador parecía tan empeñado en enviarme a donde en modo alguno quería ir, que apeló a un argumento al que nada podía oponer razonablemente: la tarea encomendada podía ser llevada a buen término en el tiempo de mis vacaciones.
Era cuestión de saber si me iba a privar de la posibilidad de remontar un río portentoso por apego al aserrín de los bares. La verdad era que no me quedaba una razón válida para rehusar la oferta.
Engañado por un silencio que le pareció aquiescente, el Curador fue a buscar su abrigo a la habitación contigua, pues la lluvia, ahora, percutía recio en los cristales. Aproveché la oportunidad para escapar de la casa. Tenía ganas de beber. Sólo me interesaba, en este momento, llegar a un bar cercano, cuyas paredes estaban adornadas con fotografías de caballos de carrera.