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Naturalmente, Hengist captó fácilmente la debilidad de Vortegirn y semejante circunstancia no le inspiró compasión. Por el contrario, azuzó su codicia y le dio la seguridad de que podría obtener lo que deseara del Regissimus Britanniarum. Así, obtuvo de Vortegirn permiso para traer a más hombres de una tierra lejana llamada Sajonia y cuando aquellos recién llegados aparecieron en las costas, Hengist volvió a dirigirse al Regissimus. Ahora le pidió tierras y castillos para los sajones y Vortegirn comprendió que su situación era mucho peor que cuando Hengist y su hermano habían llegado a las costas de Britannia. Le dijo entonces que el hecho de que fueran paganos y extranjeros le impedía concederles esas mercedes.

Hengist fingió apenarse enormemente, pero no tardó en decir con el gesto más humilde que se conformaría con que le diera el terreno que se pudiera abarcar con una correa. Si Vortegirn hubiera conocido a mi admirado poeta Virgilio -al que, desgraciadamente, temo que no me encontraré en el cielo- se hubiera opuesto a la propuesta del astuto sajón. Sin embargo, no sólo desconocía la Eneida sino que además se dejó engañar por aquella súplica que le pareció modesta. Fue un grave error. Hengist echó mano de una piel de toro y practicó en ella el corte más fino hasta convertirla en una delgada y larguísima correa. Con aquella tira rodeó un lugar escarpado y rocoso, en el que erigió un castillo. Aquel lugar recibió el nombre de Castrum Corrigiae o campamento de la correa, una denominación ciertamamente adecuada. Todo lo anterior -la llegada de los extranjeros, la concesión de mercedes, su ulterior crecimiento- constituía de por sí una desgracia no escasa, pero sólo se trataba del preámbulo de la mayor desdicha.

Entre los recién llegados desde Sajonia, se encontraba una mujer llamada Ronwen que era hija de Hengist. El pagano comprendió que si aquella muchacha se hacía con el corazón de Vortegirn, pronto toda Britannia quedaría sometida de manera que se esforzó para lograr que se produjera semejante eventualidad. Un día, cuando Vortegirn celebraba un banquete, apareció Ronwen con una copa de oro en las manos. Caminó entre los presentes arrancando de todos los rostros miradas de admiración y deseo, y, finalmente, llegó a la altura del Regissimus. Entonces, se hincó de hinojos ante él y le dijo:

– Lauerd king, wasseil.

Vortegirn desconocía la lengua de los sajones y, seguramente, no tenía el menor deseo de aprenderla, pero la visión de la mujer ya había causado su efecto en lo más profundo de su corazón y se apresuró a ordenar a su intérprete que le tradujera aquellas palabras. El hombre se apresuró a decir a Vortegirn que la muchacha le había llamado «señor rey» y que había brindado a su salud. Lo que correspondía hacer ahora era responder pronunciando la palabra «Drincheil».

Vortegirn se sintió muy halagado, en parte, porque en lo más profundo de su corazón ansiaba convertirse en un rex, como los que tenían los barbari, totalmente independiente de Roma y situado por encima de un Regissimus por muy autónoma que pudiera ser su conducta. Por añadidura, la mujer le agradaba hasta el último palmo de su ser. Así que no dudó un instante en seguir el consejo del traductor. Pronunció la palabra sajona, ordenó a Ronwen que bebiese y luego, tras tomar la copa de sus manos, la besó y bebió a su vez. Por supuesto, Vortegirn no lo sabía, pero con su comportamiento acababa de inaugurar una costumbre que todavía existe entre nosotros, la de que alguien grite «Wasseil» para invitar a beber y otro le obedezca después de decir «Drincheil». Ya es bastante malo que se consuman bebidas fermentadas como lo hacían aquellos sajones, pero peor es lo que sucedió a continuación. La voluntad de Vortegirn quedó domeñada como sólo pudiera haberlo conseguido una fuerza demoníaca y antes de que acabara la cena suplicó -sí, suplicó- de Hengist que le otorgara la mano de su hija.

La pretensión de Vortegirn constituía un gravísimo pecado. Aunque era malvado, nunca había renunciado a su fe cristiana ni tampoco perdido la oportunidad de volverse de sus malos caminos. Ahora, sin embargo, se zambulló totalmente en el abismo tenebroso de la perdición. No le importó la idea de casarse con una pagana aun a sabiendas de que quien se une con una mujer se convierte en un solo cuerpo con ella y a través de los abrazos ambas almas se comunican de una manera que no podemos explicar, pero que resulta innegable. Hengist comprendió de sobra lo que podía conseguir con aquel enlace y no dudó ni un instante en acceder al deseo -no era otra cosa- de Vortegirn. Aquella misma noche se celebró el matrimonio y el Regissimus pudo gozar del cuerpo de la hermosa pagana. Sin duda, quedó satisfecho porque, aunque no abandonó la iglesia, inclinó su corazón a las prácticas de su esposa. En tan sólo unas semanas, las imágenes que adoraban los barbari se multiplicaron por la tierra de los britanni y comenzaron a aparecer por la corte personas que se jactaban de adivinar el porvenir recurriendo a ritos expresamente prohibidos en el Libro Santo.

Por supuesto, los britanni debían haber protestado ante aquellos abusos y defendido su fe cristiana. No lo hicieron. Tenían temor de que se les acusara de fanáticos, de carentes de comprensión, de falta de hospitalidad, y en apenas unos años -muy pocos- vieron cómo aquellos recién llegados se apoderaban, poco a poco, de sus calles y de sus campos. A decir verdad, se trataba únicamente del principio. De hecho, Vortegirn no sólo consintió que los sajones siguieran expoliando Britannia síno que cuando su hijo Vortimer intentó enfrentarse con ellos no dudó en permitir que Ronwen, su esposa sajona, lo envenenara. Pero el apoyo que recibía de los extranjeros y las pasiones que despertaba su cónyuge en todo su ser no trajeron la paz al corazón del rey. Por el contrario, cada vez se sentía más desdichado e incluso se despertaba por las noches aullando como si fuera una fiera herida o como si un demonio cruel lo poseyera. Concibió entonces la idea de erigir una torre en la que pudiera encerrarse totalmente seguro, en la que dispusiera de protección total, en la que lograra recuperar un sosiego que había escapado de su vida desde antes de la muerte de aquel monje que se había llamado Constante y que un día había dado el equivocado paso de convertirse en Regissimus.

Como si en ello le fuera la vida, Vortegirn reunió a los artesanos más competentes, seleccionó personalmente los mejores materiales y se dispuso a emprender aquel proyecto atrevido y cargado de asustada soberbia. Sin embargo, a pesar de su empeño, el Regissimus no logró levantar la torre y entonces, por razones que nunca hubiera podido yo imaginar, pensó en mí.

Quid domini faciant, audent cum talia fures… el texto de esta Bucólica de mi apreciado Virgilio resulta difícil de contradecir. Si los subordinados cometen iniquidades, ¿qué no se atreverán a hacer sus amos? Sé que el déspota, por regla general, se excusa diciendo que no sabía nada de las tropelías cometidas por los que se hallan a sus órdenes. Quizá sea así en algún caso, pero la experiencia me dice que, por regla general, las órdenes parten de él y que los esbirros se comportan de manera intolerablemente vil porque saben que eso mismo es lo que agradará sobremanera a su superior. Cuando el jefe de un municipio es corrupto y arranca los árboles por docenas en lugar de plantarlos, cuando el soldado roba a manos llenas, cuando el juez no esclarece la realidad sino que parece complacerse en cubrirla con velos sucesivos, cuando los escribas no registran la verdad sino que urden mentiras… ah, cuando todo eso sucede, es que hay un déspota colocado en las alturas. No sólo eso. Es que además podemos temer de él las peores vilezas porque más fuerte, porque cuenta con mucho más poder que los que se someten a él y porque no impide lo que sucede ante sus ojos. Sí, cuando los «entes subordinados se comportan mal, podemos dar por seguro que el que está por encima de todos -salvo de Dios- es un ser inicuo.

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