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Hubiera deseado negar con la cabeza, pero, suspendido entre el cielo y la tierra, comprendí que si la movía mi maestro se quedaría con mi patilla izquierda en la mano.

– Pues te quedarías sordo. ¡SORDO! -gritó presa de una profunda indignación.

Me soltó, pero no dejó de hablar.

– Imagínate que un tribuno de las legiones te llama al castra porque necesita que lo ayudes -comenzó a decir-. Quizá no padece gran cosa. Sólo… sólo sufre porque se está quedando calvo. Puede que te parezca una estupidez, pero el gran Julio César sufría de esa misma dolencia. Cuando lo escuchas, le dices: domine, tengo el remedio para tus males. Se trata de una caña y bla, bla, bla… y entonces le aplicas la sustancia en un cuero cabelludo que cada día está más desnudo, pero… pero estás tan entusiasmado que no reparas en que un diminuto fragmento de penacho entra en las orejas, grandes y peludas, de tu paciente. A él le pica, le molesta, se rasca desesperado y ¡paf! se queda sordo. No oye ni palabra. Para siempre. Y así, nosotros perdemos a uno de nuestros defensores frente a los barbari simplemente porque el niño ha olvidado que uno se puede quedar sordo con la misma caña que sirve para curar la calvicie. Ya no se le cae el pelo, eso es verdad, pero a cambio puede llegar una jauría ladrando y no enterarse de nada hasta que empiece a propinarle dentelladas.

Blastus era así. Me consta que sus clases eran ásperas, duras, no exagero si las califico incluso de terribles. Sin embargo, con el paso del tiempo, y a pesar de que no se me olvida lo mucho que sufrí en ellas, no puedo dejar de experimentar un enorme agradecimiento hacia mi inflexible maestro. Él era consciente -y acabó consiguiendo que yo también lo fuera- de que no se trataba de aprender por el mero gusto de acumular conocimientos o de satisfacer la vanidad personal. No. En realidad, lo que perseguía era conocer algo que nos permitiera llevar una vida mejor y, gracias a ello, servir a nuestros semejantes. Precisamente por eso, estaba más que justificada la rudeza continua con que me dispensaba una educación que muy pocos podían tener. A fin de cuentas, de que yo hiciera bien las cosas en el futuro iba a depender no sólo mi destino sino también el de otros.

Sólo existía un terreno en el que Blastus experimentaba una transformación absoluta y su correosa manera de enseñar resultaba totalmente distinta. Era cuando hablaba de las Escrituras. Podía manejar a Platón y a Dioscórides, a Virgilio y a Salustio, con la misma soltura experta con que un campesino perito arrea a un buey para que apresure su paso o a una oveja para que no le niegue la lana. Sin embargo, cuando se refería a la Biblia… Por supuesto, era rígido y severo a hora de exigirme que memorizara pasajes enteros o e aprendiera listas interminables de reyes y levitas, pero, a la vez, trataba aquellos textos con un amor y una ternura que no manifestaba hacia otros. Recuerdo como si ahora lo estuviera viendo la manera en que sus ojos se llenaron de lágrimas al relatar cómo el profeta Oseas se vio obligado a tomar como esposa a una prostituta y de esa forma simbolizar la traición de Israel para con su Dios.

Recuerdo, como si ahora lo estuviera viendo, la emoción conmovedora que transmitía hablando de la manera intrépida en que la bella reina Esther había salvado a los judíos de las asechanzas siniestras del perverso Ammán. Recuerdo, como si ahora lo estuviera viendo, la cálida luminosidad que cubrió totalmente su rostro al relatarme cómo un hombre que había fallecido hacia cuatro días y cuyo cuerpo corrupto hedía fue resucitado por Jesús mediante una simple orden verbal. Si cierro los ojos y pienso en Blastus puedo ver todo eso y mucho más. Me parece percibir cómo de sus labios brotaban las historias del juez Gedeón y su vellocino que se humedecía y se secaba, de Salomón y sus juicios, de David y su lucha desigual con el gigante altivo o del feroz Saulo sorprendido en el camino de Damasco por Jesús resucitado.

– El principio de la sabiduría -solía repetir- es el temor de Dios. Por supuesto, mucho de lo que nos han transmitido los paganos es útil. Incluso se puede decir que muy necesario. Por eso debemos conservarlo y no destruirlo como pretenden los barbari. Hay mucho de bueno y de bello en lo que nos dejaron romanos y griegos. Pero también debemos tener presente que la vida buena es la que se vive de manera adecuada y esa manera adecuada Dios nos la ha dejado expuesta en las Escrituras.

– ¿Y qué deberíamos hacer cuando dos enseñanzas no… no coinciden? -pregunté.

– Examina todo y retén lo bueno -me respondió sin asomo de titubeo-. Eso es lo que dijo el apóstol Pablo, pero voy a explicártelo de manera más sencilla. Cuando te ordeno que encuentres un pescado para la comida, ¿qué haces?

– Obedezco -respondí.

– Sí, claro que obedeces. Como es tu obligación -dijo apenas ocultando una sonrisa-, pero sitúate ahora en el momento en que ya has atrapado un par de peces. ¿Qué haces?

– Bueno… los traigo y… y los limpio. Sí, claro, los lavo y los limpio para poder comerlos.

– ¿Y también te comes las espinas?

Reconozco que aquella pregunta me desconcertó. ¿Adónde quería llegar con esas palabras?

– No… -respondí, aunque dudando de si aquella respuesta era la adecuada.

– Por supuesto que no -comentó mi maestro tranquilizándome-. Por supuesto que no. Quitas las espinas con todo el cuidado posible y te comes la carne sabrosa del pescado. Lo mismo sucede con Cicerón o con Homero. No podemos aceptar su pléyade de dioses inmorales que van detrás de mujeres o de hombres con la única finalidad de yacer con ellos o de hacerles la vida imposible con sus caprichos. Tampoco podemos creer que el emperador sea un dios en la tierra ni vamos a entregarnos a prácticas nocivas como la adivinación, la sodomía o el adulterio, pero… pero, una vez que les quitamos esas molestas espinas, devoramos con placer lo que nos han transmitido. ¿Comprendes?

– Creo que sí…

Se dedicaba Blastus a este tipo de enseñanza el día del Señor, el primer día de la semana y ese aliciente, aún más que el del ansiado descanso, lo convertía en una jornada especialmente grata para mí. Porque durante un tiempo que, creo, no fue muy largo me moví en medio de sus enseñanzas sagradas como un ciego al que un muchacho debe guiar para que no tropiece, pero, de repente, de forma totalmente inesperada, comencé a comprender todo con una claridad meridiana. Como si la luz más limpia hubiera penetrado profundamente en las oscuras habitaciones de mi corazón, caí en la cuenta de que ya no sólo escuchaba sino que preguntaba e incluso discutía. Recuerdo a la perfección una tarde de domingo lluviosa y fría en que Blastus y yo conversábamos acerca de un pasaje del libro que los judíos denominan Qohelet y los cristianos, Eclesiastés. Recordar el agua que golpeaba furiosamente contra los muros tiene cierto mérito, pero en lo que se refiere al frío… Bueno, Blastus es taba sometido siempre al frío de una manera tan intensa que hubiérase dicho que lo rodeaba una nubecilla gélida. Necesitaba aquel aliento helado en torno de él de la misma manera que las plantas precisan del agua. Aquel domingo helado el pasaje que estábamos estudiando parecía -no, no parecía, era- muy enrevesado. Y, de repente, fue como si una saeta luminosa y veloz atravesara la estancia y se clavara en las líneas que estaba comentando con mi maestro. Comprendí todo. Entendí todo. Capté todo y en los términos más sencillos le dije a Blastus lo que me parecía evidente y hasta obvio.

Mi maestro me escuchó con atención. Siempre lo hacía así, a decir verdad, pero ahora sé que, por primera vez, no oía mis palabras a la espera de descubrir en ellas una imperdonable equivocación que había que corregir. Todo lo contrario. Estaba escuchando para comprender, incluso… sí, incluso para aprender.

Cuando terminé mi exposición -fue muy breve, de eso estoy seguro- Blastus colocó su diestra de palma ancha y dedos cortos sobre mi mano y dijo:

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