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– Ya ha pasado todo -dije- ya puedes salir.

Eso fue lo más destacable del viaje a Catalina. No pasaron muchas más cosas. Antes de irnos, Vicki fue a la Cámara de Comercio y les dio las gracias por haberle hecho pasar unos días tan maravillosos. También le dio las gracias a la señora del bar Davey Jones y compró regalos para sus amigos Lita y Walter y Ava y su hijo Mike y algo para mí, y algo para Annie y algo para el señor y la señora Croty, y algunos más que no recuerdo.

Subimos al barco con nuestra jaula y nuestro pájaro y nuestra neverita y nuestra maleta y nuestra máquina de escribir eléctrica. Encontré un hueco en la parte trasera del barco y nos sentamos allí. Vicki estaba triste porque se había -acabado todo. Me había encontrado con Hemingway en la calle y me había dado un estrechón de manos a la manera hippie, me había preguntado si yo era judío y si iba a volver, y yo le había dicho que no respecto a lo de judío y que no sabía si iba a volver, que dependía de la señora, y él había dicho, no quiero inmiscuirme en tus asuntos personales, y yo había dicho, Hemingway, de verdad que eres divertido, y el barco comenzó a doblar hacia la izquierda y brincó y bamboleó y un joven que parecía como si acabase de sufrir un tratamiento de electroterapia pasó entre los pasajeros repartiendo bolsas de papel para los vómitos. Pensé que quizás era mejor el hidroavión, eran sólo doce minutos y mucha menos gente. Y San Pedro iba apareciendo lentamente, civilización, civilización, humo y asesinatos, mucho más bonito, mucho más bonito, los locos y los borrachos son los últimos santos que quedan sobre la tierra. Nunca he montado a caballo o jugado a los bolos, ni he visto los Alpes, y Vicki me miraba con su sonrisa infantil, y pensé que ella era una mujer en verdad fascinante, bueno, ya era hora de tener un poco de suerte, estiré las piernas y miré al frente. Necesitaba cagar de nuevo. Decidí dejar la bebida.

De cómo aman los muertos

1

Era un hotel cercano a la cima de una colina, lo suficientemente empinada para ayudarte a bajar corriendo hasta la tienda de licores, y, de vuelta con la botella, una subida suficiente para hacer el esfuerzo más meritorio. El hotel había estado alguna vez pintado de verde brillante, llamaradas cálidas de verde, pero ahora, después de las lluvias, esas peculiares lluvias de Los Ángeles, que lo limpian y marchitan todo, el verde cálido estaba apagado y al borde de la desaparición -como la gente que vivía dentro-.

De cómo me había ido a vivir allí, o porqué había abandonado mi anterior domicilio, apenas me acuerdo. Probablemente por causa de la bebida y de que apenas trabajaba, y por las violentas discusiones a media mañana con las señoras de la calle. Y al decir las discusiones a media mañana no me refiero a las 10:30 de la mañana, me refiero a las 3:30. Generalmente, si no llamaban a la policía, todo acababa con una pequeña nota pasada por debajo de la puerta, siempre escrita a lápiz en papel cuadriculado: «Estimado señor, vamos a tener que pedirle que se vaya de aquí tan pronto como sea posible». Una vez la cosa pasó a media tarde. La discusión acabó. Recogimos los cristales rotos, metimos todas las botellas en sacos de papel, vaciamos los ceniceros, dormimos, nos despertamos, y yo estaba encima de ella actuando cuando oí una llave abriendo la puerta. Estaba tan sorprendido que me quedé con la polla bombeando dentro, sin parar el ritmo. Y allí estaba él, el casero bajito, de unos 45 años, sin pelo, excepto quizás en las orejas o las pelotas; se puso a mirarle a ella el culo, se acercó y apuntándola le dijo:

– ¡Tú. Tú te vas DE AQUÍ HOY MISMO! -Yo paré de fornicar y me eché a un lado, mirándole de reojo. Entonces él me apuntó:

– ¡Y usted TAMBIÉN SE VA de aquí hoy mismo! -Se dio la vuelta y se fue hacia la puerta, la cerró despacio y bajó las escaleras. Yo comencé otra vez la marcha y nos pegamos una buena despedida.

De cualquier modo, yo estaba allí, en el hotel verde, el marchito hotel verde, y estaba allí con mi maleta llena de harapos, solo, pero con el dinero para el alquiler. Estaba sobrio, y conseguí una habitación exterior, que daba a la calle, en el tercer piso, con el teléfono en el pasillo, pero al lado de mi puerta, un infiernillo al lado de la ventana, un gran lavabo, una nevera pequeña pero buena, un par de sillas, una mesa, una cama y el baño en el recibidor del hotel. Y aunque el edificio era muy viejo, tenía incluso un ascensor -el hotel había tenido en otro tiempo una cierta categoría-. Y ahora yo estaba allí. La primera cosa que hice fue procurarme una botella, y después de unos tragos y de matar dos cucarachas, me sentí como en mi casa. Entonces salí al pasillo y traté de telefonear a una dama que con seguridad podría ayudarme, pero ella estaba fuera, evidentemente, ayudando a algún otro.

2

Hacia las tres de la mañana alguien llamó a la puerta. Me puse mi vieja bata de cuadritos y abrí la puerta. Allí estaba de pie una mujer en bata.

– ¿Sí? -le dije-. ¿Sí?

– Soy su vecina. Soy Mitzi. Vivo en el piso de abajo. Le vi esta tarde en el teléfono.

– ¿Sí? -dije yo.

Entonces ella sacó algo de detrás de su espalda y me lo enseñó. Era una botella de buen whisky.

– Entra -dije.

Limpié dos vasos y abrí la botella. ¿Seco o mezclado?

– Con dos tercios de agua.

Había un pequeño espejo encima del lavabo y ella se puso delante de él, enrollándose el pelo con rulos. Yo le alcancé su vaso y me senté en la cama.

– Te vi esta tarde al teléfono. Sólo con verte me di cuenta de que eras un tipo simpático. Yo en seguida conozco a las personas. Algunos de ellos no son tan simpáticos.

– Suelen decir que soy un bastardo.

– No creo que sea cierto.

– Yo tampoco.

Acabé mi bebida. Ella bebía a pequeños sorbos, así que me preparé otro trago. Charloteamos. Me tomé un tercer vaso. Entonces me levanté y me puse detrás de ella. Le puse las manos en las tetas.

– ¡OOOOOOh! ¡Chico tonto!

Empecé a murmurar en su oído.

– ¡Ooouch! ¡SI que eres un bastardo!

Tenía un rulo en una mano. La agarré de la cabeza entre perifollos y besé su boquita ajada. Estaba blanda y abierta. Ella estaba lista. Puse el vaso en su mano, la llevé a la cama, la senté. «Bebe» le dije. Ella lo hizo. Se lo llené de nuevo. Yo no llevaba nada debajo de mi bata. La bata se abrió y la cosa salió afuera, tiesa. Dios, pensé, soy asqueroso. Soy un payaso. Como en una película. Una de las películas familiares del futuro. 2490 D.C. Adrenalina, escarabajos. Era difícil no empezar a reírme de mí mismo, estar ahí colgado de ese nido de horquillas como si nada. Lo único que quería era el whisky. Quería un castillo en las colinas. Un baño de vapor. Nada más que esto. Nos sentamos los dos con nuestras bebidas. La besé otra vez, sumergiendo mi lengua podrida de tabaco por su garganta. Me aparté para tomar aire. Abrí su bata y allí estaban sus tetas. No gran cosa, poca cosa. Bajé mi boca y agarré una. Se hundía y resurgía como un balón a medio hinchar. Yo hice estómago y me puse a chupar el pezón mientras ella me cogía la verga con la mano y doblaba la grupa. Nos caímos de espaldas en la cama barata, y allí, con las batas puestas, la tomé.

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