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Un tío vino con una toalla.

– El señor Hemingway quiere saber si todavía deseas seguir otro asalto.

– Dile al señor Hemingway que tuvo suerte. El humo se me metió en los ojos. Un asalto más es todo lo que necesito para finalizar el asunto.

El tío con la toalla volvió al otro extremo y pude ver a Hemingway riéndose.

Sonó la campana y salí derecho. Empecé a atacar, no muy fuerte, pero con buenas combinaciones. Ernie retrocedía, fallando sus golpes. Por primera vez pude ver la duda en sus ojos.

¿Quién es este chico?, estaría pensando. Mis golpes eran más rápidos, le pegué más duro. Atacaba con todo mi aliento. Cabeza y cuerpo. Una variedad mixta. Boxeaba como Sugar Ray y pegaba como Dempsey.

Llevé a Hemingway contra las cuerdas. No podía caerse. Cada vez que empezaba a caerse, yo lo enderezaba con un nuevo golpe. Era un asesinato. Muerte en la tarde.

Me eché hacia atrás y el señor Hemingway cayó hacia adelante, sin sentido y ya frío.

Desaté mis guantes con los dientes, me los saqué, y salté fuera del ring. Caminé hacia mi vestuario; es decir, el vestuario del señor Hemingway, y me di una ducha. Bebí una botella de cerveza, encendí un puro y me senté en el borde de la mesa de masajes. Entraron a Ernie y lo tendieron en otra mesa. Seguía sin sentido. Yo estaba allí, sentado, desnudo, observando cómo se preocupaban por Ernie. Había algunas mujeres en la habitación, pero no les presté la menor atención. Entonces se me acercó un tío.

– ¿Quién eres? – me preguntó-. ¿Cómo te llamas?

– Henry Chinaski.

– Nunca he oído hablar de ti -dijo.

– Ya oirás.

Toda la gente se acercó. A Ernie lo abandonaron. Pobre Ernie. Todo el mundo se puso a mi alrededor. También las mujeres. Estaba rodeado de ladrillos por todas partes menos por una. Sí, una verdadera hoguera de clase me estaba mirando de arriba a abajo. Parecía una dama de la alta sociedad, rica, educada, de todo -bonito cuerpo, bonita cara, bonitas ropas, todas esas cosas-. Y clase, verdaderos rayos de clase.

– ¿Qué sueles hacer? -preguntó alguien.

– Follar y beber.

– No, no- Quiero decir en qué trabajas.

– Soy friegaplatos.

– ¿Friegaplatos?

– Sí.

– ¿Tienes alguna afición?

– Bueno, no sé si puede llamarse una afición. Escribo.

– ¿Escribes?

– Sí.

– ¿El qué?

– Relatos cortos. Son bastante buenos.

– ¿Has publicado algo?

– No.

– ¿Por qué?

– No lo he intentado.

– ¿Dónde están tus historias?

– Allá arriba -señalé una vieja maleta de cartón.

– Escucha, soy un crítico del New York Times. ¿Te importa si me llevo tus relatos a casa y los leo? Te los devolveré.

– Por mi de acuerdo, culo sucio, sólo que no sé dónde voy a estar.

La estrella de clase y alta sociedad se acercó:

– El estará conmigo. -Luego me dijo-. Vamos, Henry, vístete. Es un viaje largo y tenemos cosas que… hablar.

Empecé a vestirme y entonces Ernie recobró el sentido.

– ¿Qué coño pasó?

– Se encontró con un buen tipo, señor Hemingway -le dijo alguien.

Acabé de vestirme y me acerqué a su mesa.

– Eres un buen tipo, Papá. Pero nadie puede vencer a todo el mundo.

– Estreché su mano-. No te vueles los sesos.

Me fui con mi estrella de alta sociedad y subimos a un coche amarillo descapotado, de media manzana de largo. Condujo con el acelerador pisado a fondo, tomando las curvas derrapando y chirriando, con el rostro bello e impasible. Eso era clase. Si amaba de igual modo que conducía, iba a ser un infierno de noche.

El sitio estaba en lo alto de las colinas, apartado. Un mayordomo abrió la puerta.

– George -le dijo-. Tómate la noche libre. O, mejor pensado, tómate la semana libre.

Entramos y había un tío enorme sentado en una silla, con un vaso de alcohol en la mano.

– Tommy -dijo ella- desaparece.

Fuimos introduciéndonos por los distintos sectores de la casa.

– ¿Quién era ese grandulón?

– Thomas Wolfe -dijo ella-. Un coñazo.

Hizo una parada en la cocina para coger una botella de bourbon y dos vasos. Entonces dijo:

– Vamos.

La seguí hasta el dormitorio.

A la mañana siguiente nos despertó el teléfono. Era para mí. Ella me alcanzó el auricular y yo me incorporé en la cama.

– ¿Señor Chinaski?

– ¿Sí?

– Leí sus historias. Estaba tan excitado que no he podido dormir en toda la noche. ¡Es usted seguramente el mayor genio de la década!

– ¿Sólo de la década?

– Bueno, tal vez del siglo.

– Eso está mejor.

– Los editores de Harper’s y Atlantic están ahora aquí conmigo. Puede que no se lo crea, pero cada uno ha aceptado cinco historias para su futura publicación.

– Me lo creo -dije.

El crítico colgó. Me tumbé. La estrella y yo hicimos otra vez el amor.

Deje de mirarme las tetas, señor

Big Bart era el tío más salvaje del Oeste. Tenía la pistola más veloz del Oeste, y se había follado mayor variedad de mujeres que cualquier otro tío en el Oeste. No era aficionado a bañarse, ni a la mierda de toro, ni a discutir, ni a ser un segundón. También era guía de una caravana de emigrantes, y no había otro hombre de su edad que hubiese matado más indios, o follado más mujeres, o matado más hombres blancos.

Big Bart era un tío grande y él lo sabía y todo el mundo lo sabía. Incluso sus pedos eran excepcionales, más sonoros que la campana de la cena; y estaba además muy bien dotado, un gran mango siempre tieso e infernal. Su deber consistía en llevar las carretas a través de la sabana sanas y salvas, fornicar con las mujeres, matar a unos cuantos hombres, y entonces volver al Este a por otra caravana. Tenía una barba negra, unos sucios orificios en la nariz, y unos radiantes dientes amarillentos.

Acababa de metérsela a la joven esposa de Billy Joe, la estaba sacando los infiernos a martillazos de polla mientras obligaba a Billy Joe a observarlos. Obligaba a la chica a hablarle a su marido mientras lo hacían. Le obligaba a decir:

– ¡Ah, Billy Joe, todo este palo, este cuello de pavo me atraviesa desde el coño hasta la garganta, no puedo respirar, me ahoga! ¡Sálvame, Billy Joe! ¡No, Billy Joe, no me salves! ¡Aaah!

Luego de que Big Bart se corriera, hizo que Billy Joe le lavara las partes y entonces salieron todos juntos a disfrutar de una espléndida cena a base de tocino, judías y galletas.

Al día siguiente se encontraron con una carreta solitaria que atravesaba la pradera por sus propios medios. Un chico delgaducho, de unos dieciséis años, con un acné cosa mala, llevaba las riendas. Big Bart se acercó cabalgando.

– ¡Eh, chico! -dijo.

El chico no contestó.

– Te estoy hablando, chaval…

– Chúpame el culo -dijo el chico.

– Soy Big Bart.

– Chúpame el culo.

– ¿Cómo te llamas, hijo?

– Me llaman «El Niño».

– Mira, Niño, no hay manera de que un hombre atraviese estas praderas con una sola carreta.

– Yo pienso hacerlo.

– Bueno, son tus pelotas, Niño -dijo Big Bart, y se dispuso a dar la vuelta a su caballo, cuando se abrieron las cortinas de la carreta y apareció esa mujercita, con unos pechos increíbles, un culo grande y bonito, y unos ojos como el cielo después de la lluvia. Dirigió su mirada hacia Big Bart, y el cuello de pavo se puso duro y chocó contra el torno de la silla de montar.

– Por tu propio bien, Niño, vente con nosotros.

– Que te den por el culo, viejo -dijo el chico-. No hago caso de avisos de viejos follamadres con los calzoncillos sucios.

– He matado a hombres sólo porque me disgustaba su mirada.

El Niño escupió al suelo. Entonces se incorporó y se rascó los cojones.

– Mira, viejo, me aburres. Ahora desaparece de mi vista o te voy a convertir en una plasta de queso suizo.

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