– Bueno, es normal; está tan viejo que en vez de atarle la silla, lo atan a la silla.
– Pues ganó su última carrera.
– Porque Campus frenó al otro caballo.
– No creo que vayas a ganar dinero con los caballos -dijo Bill.
– Un hombre inteligente puede ganar dinero con cualquier cosa a la que dedique su cerebro -dijo Curt-. Yo nunca en mi vida he tenido que trabajar.
– Ya -dijo Ronnie- pero yo tengo que trabajar esta noche.
– Y asegúrate de hacer un buen trabajo, querido -dijo Curt.
– Yo siempre hago un buen trabajo.
Estaban allí quietos bebiendo cerveza. Entonces Ronnie dijo:
– Muy bien. ¿Dónde está el maldito dinero?
– Ya lo tendrás, ya lo tendrás -dijo Bill-. Tienes suerte de que acepte darte 500 dólares de más.
– Lo quiero ahora. Todo.
– Dale el dinero, Bill. Y ya que estás en ello, dame de paso el mío.
Estaba todo en billetes de cien. Bill lo contó debajo de la mesa. Ronnie recibió lo suyo primero, y luego Curt. Lo contaron. Correcto.
– ¿Dónde hay que ir? -preguntó Ronnie.
– Aquí -dijo Bill, entregándole un sobre-. La dirección y la llave están dentro.
– ¿Está muy lejos?
– A unos treinta minutos. Coge la autopista de Ventura.
– ¿Puedo preguntarle una cosa?
– Claro.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué?
– Sí ¿por qué?
– ¿Te importa?
– No.
– ¿Entonces por qué preguntas?
– Demasiada cerveza, supongo.
– Puede que es mejor que te vayas ahora -dijo Curt.
– Sólo un jarro más de cerveza -dijo Ronnie.
– No -dijo Curt- vete ahora.
– Bueno, mierda, está bien.
Ronnie se levantó y salió de la mesa, caminó hacia la salida. Curt y Bill se quedaron sentados contemplándole. El salió afuera. La noche. La luna. El tráfico. Su coche. Lo abrió, subió y arrancó.
Ronnie buscó la calle con cuidado y la casa con más cuidado aún. Aparcó una manzana y media más lejos y volvió. La llave entró en la cerradura. Abrió la puerta y entró. Había un aparato de televisión funcionando en la salita vacía. Caminó sobre la alfombra.
– ¿Bill? -preguntó alguien. El escuchó con atención. La voz venía del baño.
– ¿Bill? -preguntó ella de nuevo. El abrió la puerta de un empujón y allí estaba, sentada en la bañera, muy rubia, muy blanca, muy joven. Ella gritó al verle. El puso sus manos alrededor de su garganta y la sumergió bajo el agua. Sus mangas se empaparon. Ella daba manotazos, agitándose y revolviéndose violentamente. Se puso tan mal la cosa que tuvo que meterse en la bañera con ella, con ropas y todo, tuvo que subirse encima y sujetarla bajo el agua. Finalmente ella se quedó inmóvil y Ronnie dejó de apretar. Salió de la bañera.
La ropa de Bill no le venía muy bien, pero al fin y al cabo estaba seca. La toalla estaba mojada, pero se quedó con ella. Luego salió de allí, caminó una manzana y media hasta su coche, subió, arrancó y se fue.
Esto es lo que mató a Dylan Thomas
Esto es lo que mató a Dylan Thomas.
Subo al avión con mi novia, el técnico de sonido, el cámara y el productor. La cámara está funcionando. El técnico de sonido nos ha colocado unos pequeños micrófonos a mi novia y a mí. Voy camino a San Francisco para dar una lectura poética. Soy Henry Chinaski, poeta. Soy profundo, soy magnífico. Cojones. Bueno, sí, tengo unos magníficos cojones.
El canal 15 quiere hacer un documental sobre mí. Llevo puesta una camisa nueva y limpia, y mi novia es vibrante, maravillosa, con sus treinta y pocos años. Ella esculpe, escribe y hace maravillosamente el amor. La cámara está encima mío, pegada a mi cara. Yo hago como si no estuviese. Los pasajeros miran. Las azafatas deslumbran, la tierra les ha sido robada a los indios, Tom Mix está muerto, y yo me he tomado un buen desayuno.
Pero no puedo dejar de pensar en los años en habitaciones solitarias, cuando las únicas personas que llamaban a mi puerta eran las caseras pidiendo el alquiler atrasado, o el F.B.I. Yo vivía con ratas y ratones y vino, y mi sangre se derramaba por las paredes en un mundo que no podía entender ni todavía puedo. Más que vivir, me moría de hambre; corría enloquecido entre mis propios pensamientos y me escondía. Cerraba todas las persianas y miraba fijamente al techo. Cuando salía, era para irme a algún bar, donde mendigaba algún trago, hacía recados y era golpeado en callejones por hombres seguros y bien alimentados. Bueno, gané algunas peleas, pero sólo porque estaba frenético. Pasé años sin mujeres, vivía de mantequilla de cacahuete y robaba pan y patatas cocidas. Era el imbécil, el bobo, el idiota. Quería escribir, pero la máquina estaba siempre jodida. Me rendía y bebía…
El avión despegó y la cámara seguía filmando. Mi novia y yo hablábamos. Llegaron las bebidas. Yo tenía la poesía, y una magnífica mujer. La vida estaba recuperándose. Pero las trampas, Chinaski, ten cuidado con las trampas. Luchaste por largo tiempo para poder tumbar al mundo del modo que deseabas. No dejes que una pequeña adulación o una cámara de cine te saquen de tu posición. Recuerda lo que dijo Jeffers: incluso los hombres más fuertes pueden caer atrapados, como Dios cuando pasó por la tierra.
Bueno, tú no eres Dios, Chinaski, relájate y toma otro trago. ¿Deberías quizá decir algo profundo para el técnico de sonido? No, déjale sudar. Déjales sudar a todos. Es su jodida película. Trata de adivinar el tamaño de las nubes. Estás volando con ejecutivos de I.B.M., de Texaco, de…
Estás volando con el enemigo.
Al bajar del avión, en la escalerilla, un hombre me pregunta:
– ¿Qué ocurre con todas esas cámaras? ¿Qué es lo que pasa?
– Soy un poeta -le digo.
– ¿Un poeta? -pregunta él-. ¿Cómo se llama usted?
– García Lorca -digo…
Bien, North Beach es diferente. Son jóvenes y llevan pantalones vaqueros y andan dando vueltas por ahí. Estoy viejo. ¿Dónde están los jóvenes de hace 20 años? ¿Dónde está Joe el tarambana? Todo eso. Bueno, estuve en San Francisco hace 30 años y evité pasar por North Beach. Ahora estoy paseando por ella. Veo mi cara en carteles por todas partes. Ten cuidado, viejo, la chupada ha comenzado. Quieren sacarte la sangre.
Mi novia y yo paseamos con Marionetti. Muy bien, aquí estamos, paseando con Marionetti. Es agradable estar con Marionetti, tiene unos ojos amables y las jovencitas le paran por la calle y hablan con él. Ahora, pienso, me podría quedar en San Francisco… pero no. Lo mejor es volver a L. A. con la ametralladora montada en la ventana delantera. Puede que atraparan a Dios, pero Chinaski va prevenido por el diablo. No les será fácil…
Marionetti se va y ahí hay un café beatnik. Nunca he estado en un café beatnik. Ahora estoy en un café beatnik. Mi chica y yo pedimos del mejor -60 centavos la taza-. Gran rato. No vale los sesenta centavos. Los chicos se sientan a las mesas, mirando fijamente sus cafés y esperando a que ocurra. No va a ocurrir.
Cruzamos la calle hacia un café italiano. Marionetti está de vuelta con el tío del S.F. Chronicle que dijo en su columna que yo era el mejor escritor de relatos que había aparecido desde Hemingway. Le dije que estaba equivocado; no sé cuál será el mejor desde que la palmó el Hemingway, pero no es Henry Chinaski. Soy demasiado descuidado. No pongo suficiente esfuerzo. Estoy cansado.
Llega el vino. Mal vino. La señora trae sopa, ensalada y una fuente de raviolis. Otra botella de vino malo. Estamos demasiado llenos para comernos la monstruosa fuente. La conversación es floja. No tratamos de ser brillantes. Tal vez no podamos. Salimos fuera.
Camino detrás de ellos, subiendo la colina. Camino con mi hermosa novia. Empiezo a vomitar. Vino tinto malo. Ensalada. Sopa. Raviolis. Siempre vomito antes de dar una lectura. Es una buena señal. El borde está afilado. El cuchillo está en mi estómago mientras subo la colina.