– No sé mucho acerca de esas cosas, Joe – dijo Edna.
– Yo creo que, sin amor, el sexo no es nada. Las cosas sólo pueden tener un significado cuando existe algún sentimiento entre los participantes.
– ¿Quieres decir que a cada uno le debe gustar el otro?
– Eso ayuda bastante.
– ¿Supón que ambos se casen. Supón que tienen que seguir juntos, por cuestiones económicas, niños, cualquier cosa?
– Las orgías no arreglarán nada.
– ¿Y entonces qué?
– Bueno, no sé. Tal vez el swap.
– ¿El swap?
– Sí, ya sabes, cuando dos parejas se conocen muy bien y entonces hacen intercambio de componentes. Los sentimientos, al fin y al cabo, tienen una oportunidad. Por ejemplo, digamos que a mí siempre me ha gustado la mujer de Mike. Me viene gustando desde hace meses. La he visto pasear por la habitación. Me gustan sus movimientos, llaman mi atención. Me imagino, ya sabes, lo que va con esos movimientos. La he visto furiosa, la he visto borracha, la he visto sobria. Y entonces, el swap. Estás en la cama con ella, y por fin la estás conociendo. Existe la posibilidad de que sea algo real. Por supuesto, Mike se está tirando a tu mujer en la otra habitación. Muy bien, buena suerte, Mike, piensas, y espero que seas tan buen amante como yo.
– ¿Y funciona bien?
– Bueno, no sé… Los swaps pueden traer problemas… a la larga. Tiene que estar todo muy hablado… bien hablado y con tiempo. Y aún así puede haber gente que no sepa bastante, no importa cuánto se haya hablado…
– ¿Tú sabes bastante, Joe?
– Bueno, estos swaps… Creo que pueden ser buenos para algunos… Tal vez para muchos. Pero me temo que conmigo no funcionan. Soy bastante mojigato.
Joe acabó su bebida. Edna se bebió de un trago el resto de la suya y se levantó.
– Escucha, Joe, me tengo que ir…
Joe cruzó la habitación hacia ella. Parecía un elefante mientras se acercaba, con esos pantalones. Vio sus grandes orejas. Entonces la agarró y comenzó a besarla. Su mal aliento arrastraba todas las bebidas; era un olor agrio. Parte de su boca no hacía contacto. Era fuerte pero su fuerza no era real. Ella apartó su cabeza pero él la siguió agarrando.
SE BUSCA UNA MUJER.
– Déjame, Joe! Estás yendo muy de prisa, Joe! Deja que me vaya!
– ¿Por qué viniste aquí, zorra?
La intentó besar otra vez y lo consiguió. Era horrible. Edna subió la rodilla bruscamente. Y le alcanzó de lleno. El se llevó las manos a las partes y cayó al suelo.
– Dios, Dios… ¿Por qué has tenido que hacerme esto? Me has querido asesinar… Auuggh!
Rodó por el suelo gimiendo.
Su trasero, pensó ella, tiene un trasero tan horrible.
Le dejó tirado en el suelo y bajó corriendo las escaleras. El aire estaba limpio allá fuera. Mientras bajaba, pudo oír gente hablando, pudo oír sus televisores. Su casa no estaba muy lejos. Sintió que necesitaba darse otro baño, quitarse su vestido de seda azul y lavarse bien todo el cuerpo. Hacía calor. Más tarde, salió de la bañera, se secó y se colocó unos rulos rosados en el pelo. Decidió no volver a verle más.
Bop Bop Bop Contra la Cortina
Hablábamos de mujeres, les mirábamos las piernas cuando salían de los coches; y espiábamos por las ventanas cuando se hacía de noche, esperando ver a alguien follando, pero nunca vimos a nadie. Una vez vimos a una pareja en la cama y el tío la estaba magreando y besando, y pensamos: ahora vamos a verlo, pero ella dijo:
– ¡No, esta noche no tengo ganas! -Y le dio la espalda. El encendió un cigarrillo y nosotros nos fuimos a buscar otra ventana.
– ¡Hijo de perra! ¡A mí mi mujer no me daría morcillas así como así!
– A mí tampoco. ¿Qué clase de hombre es ése?
Éramos tres, Baldy, Jimmy y yo. Nuestro gran día era el domingo. Los domingos nos citábamos en casa de Baldy y cogíamos el tranvía hasta Main Street. Nos costaba siete centavos.
Había dos casas de burlesque por esos días: Las Follies y el Burbank. Estábamos enamorados de las bailarinas del Burbank, y los números eran allí algo mejores, así que íbamos al Burbank. Habíamos probado de ir al sitio de las películas verdes, pero las películas no eran verdes de verdad y los argumentos siempre eran los mismos. Dos tíos se camelaban a una pobre e inocente chica, la emborrachaban, y antes de que se le pasase la resaca se encontraba en una casa de putas con una cola de marineros y viejos borrachos golpeando en la puerta. En estos cines, los vagabundos dormían día y noche, se meaban en el suelo, bebían vino y se echaban unos encima de otros. El hedor a orina, a vino y asesinato era insoportable. Nos íbamos al Burbank.
– ¿Qué, chicos, os vais hoy al burlesque? -nos preguntaba el abuelo de Baldy.
– Diablos, no. Tenemos cosas más importantes que hacer.
Íbamos. Íbamos todos los domingos. Íbamos temprano, bastante antes del espectáculo y paseábamos por Main Street, asomándonos a los bares vacíos, donde las chicas de barra se sentaban al lado de la puerta con las faldas levantadas, dejando que se reflejase en sus piernas el escaso sol que se filtraba al interior del oscuro bar. Las chicas estaban muy bien. Pero ya sabíamos. Lo habíamos oído. Un tío entraba a tomarse una copa y le cargaban la cuenta hasta sacarle el culo, por su bebida y la de la chica, aunque la de ella estaba aguada. Conseguías una sensación o dos, y eso era todo. Si enseñabas algo de dinero, el encargado lo veía y al final salías del bar y todo había volado. Ya sabíamos.
Después de nuestro paseo por Main Street nos íbamos al sitio de los perros calientes y nos tomábamos nuestro perro caliente de ocho centavos y nuestra gran jarra de cerveza de a níquel. Levantábamos pesos y nuestros músculos iban creciendo y fortaleciéndose, y llevábamos las camisas remangadas muy alto para mostrarlos. Habíamos probado también el curso de Charles Atlas, la Tensión Dinámica, pero nos parecía que levantar pesos era la manera más obvia y ruda de hacer músculo.
Mientras nos comíamos el perro caliente y nos bebíamos la gran jarra de cerveza, jugábamos a la máquina, a un penique el juego. Si hacías un determinado tanteo, conseguías una partida gratis. Teníamos que hacer siempre partida, porque no teníamos mucho dinero para gastar.
Franky Roosevelt había llegado, las cosas estaban empezando a ir mejor, pero todavía sufríamos la depresión y ninguno de nuestros padres trabajaba. De dónde sacábamos el dinero, era un misterio, aunque se puede decir que teníamos el ojo siempre avizor a cualquier cosa que no estuviese pegada al suelo con cemento. No robábamos, cogíamos nuestra parte. Y también inventábamos. Teniendo poco o nada de dinero, nos inventábamos juegos para pasar el tiempo -uno de ellos era pasear hasta la playa y volver-.
Esto lo solíamos hacer los días de verano, y a nuestros padres no les preocupaba en absoluto si llegábamos a casa demasiado tarde para cenar. Tampoco les importaban gran cosa las heridas y ampollas de nuestros pies. Era cuando se enteraban de que habíamos perdido los cordones y las suelas de nuestros zapatos cuando empezábamos a oír sus gritos. Éramos enviados de inmediato al almacén de la esquina, donde cordones, suelas y cola para zapatos estaban siempre listos a un precio razonable.
Era la misma situación cuando jugábamos al fútbol en las calles. No había fondos públicos para construir campos. Éramos tan bestias que jugábamos al fútbol americano en medio de la calle a lo largo de toda la temporada de fútbol, a lo largo de las temporadas de baloncesto y béisbol y a lo largo de la siguiente temporada de fútbol. Y cuando te placaban y caías sobre el asfalto, entonces ocurría. La piel desgarrada, los huesos doloridos, la sangre, pero te levantabas como si no hubiese pasado nada.
A nuestros padres les importaban tres carajos los moretones, la sangre y las torceduras; lo terrible, lo imperdonable, era hacerse un agujero en las rodilleras de los pantalones. Porque sólo había dos pares de pantalones para cada chico: los de diario y los pantalones de domingo, y nunca podías hacerte un agujero en uno de los dos pares porque eso mostraba que eras pobre y un culo rastrero, y eso quería decir que tus padres eran pobres y culos rastreros también. Así que aprendías a placar a un tío sin caerte sobre ninguna de tus rodillas. Y el tío aprendía a ser placado sin caerse sobre ninguna de sus rodillas.