– Eso es lamentable.
– Las mariconas hechas en prisión suelen estar un poco magulladas, debido a los coscorrones que se llevan. Al principio se resisten.
– ¿Sí?
– Sí. Entonces se dan cuenta de que es mejor ser una maricona viva que una virgen muerta.
Acabamos nuestra cena, nos tumbamos en nuestras literas, combatimos a las chinches, e intentamos dormir.
Seguí ganando a los dados todos los días. Apostaba más fuerte y seguía ganando. La vida en prisión se iba volviendo cada vez mejor. Un día, me dijeron que no bajara al patio. Dos agentes del F.B.I. vinieron a visitarme. Me hicieron algunas preguntas, y entonces uno de ellos me dijo:
– Hemos investigado acerca de usted. No tiene que ir a juicio. Irá a un centro de instrucción. Si el ejército le acepta, entrará en él. Si le rechazan, será de nuevo un civil libre.
– A mí casi me gusta estar aquí en la cárcel -dije.
– Sí, tiene buen aspecto.
– No hay tensión -dije-, y nada de alquileres, ni impuestos, ni discusiones con las chicas, ni cuentas de electricidad, agua, ropa, comidas, ni resacas…
– Siga haciéndose el listo y se la va a cargar.
– Oh, mierda -dije-, sólo estaba bromeando. Figúrese que soy Bob Hope.
– Bob Hope es un buen americano.
– Yo también lo sería si tuviese la pasta que él tiene.
– Siga hablando. Podemos meterle una buena.
No contesté. Uno de los tíos llevaba un maletín. Se levantó primero. El otro le siguió y se fueron.
Nos dieron a todos una bolsa con el almuerzo y nos metieron en un camión. Éramos veinte o veinticinco. Habíamos desayunado hacía sólo hora y media, pero todo el mundo estaba ya metiéndole mano a la bolsa del almuerzo. No estaba mal: un sandwich bologna, uno de mantequilla de cacahuete y un plátano podrido. Mi almuerzo se lo pasé a los otros tíos. Estaban muy quietos y callados. Ninguno de ellos reía o bromeaba. Miraban fijamente al frente. La mayoría eran negros o mestizos. Y todos eran enormes.
Pasé el examen físico, y entonces fui a ver al psiquiatra.
– ¿Henry Chinaski?
– Sí.
– Siéntese.
Me senté.
– ¿Cree usted en la guerra?
– No.
– ¿Desea ir a la guerra?
– Sí.
Me miró. Yo miré fijamente a mis pies. Parecía estar leyendo un montón de papeles que tenía delante de él. Le llevó unos cuantos minutos. Cuatro, cinco, seis, siete minutos. Entonces habló.
– Escuche, voy a celebrar una fiesta el miércoles próximo por la noche. Van a ir doctores, abogados, artistas, escritores, actores y todo eso. Puedo ver que usted es un hombre inteligente. Quiero que vaya a la fiesta. ¿Irá?
– No.
Empezó a escribir. Escribió y escribió y escribió. Me pregunté cómo podía saber tanto sobre mí. Yo no sabía tanto de mí como para escribir todo ese tiempo.
Le dejé escribir. Me era indiferente. Ahora que no podía ir a la guerra, casi quería ir a la guerra. Pero, al mismo tiempo, me alegraba de estar fuera. El doctor acabó de escribir. Me di cuenta de que los había engañado como a bobos. Mi objeción hacia la guerra no era la de que tenía que matar a alguien o ser matado sin ningún sentido, el argumento clásico que difícilmente funcionaba. Lo que yo objetaba era que me negaran mi derecho a sentarme en un cuartucho, no pegar golpe, beber vino barato y volverme loco por mi cuenta y riesgo.
No quería que me despertara ningún tío con una trompeta. No quería dormir en barracones con un manojo de saludables obsesos sexuales amantes del fútbol bien alimentados sensatos masturbadores adorables aterrorizados de pedos rosas amantes de sus madres modestos animales jugadores de baloncesto chicos americanos con los que yo tendría que ser amigable, con los que tendría que emborracharme al licenciarme, con los que me tendría que tumbar de espaldas escuchándoles contar docenas de aburridos, obvios, chistes verdes. No quería sus sábanas sarnosas ni sus uniformes sarnosos ni su humanidad sarnosa. No quería cagar en el mismo sitio o mear en el mismo sitio o joderme a la misma puta que ellos. No quería ver las uñas de sus pies ni leer las cartas que les llegarían de sus casas. No quería ver sus culos meneándose delante de mí en formación cerrada, no quería hacer amigos, no quería hacer enemigos, simplemente no quería nada con ellos o lo que fuese. Matar o ser matado no importaba.
Luego de esperar dos horas en un banco durísimo en medio de un túnel marrón y metálico, con suelo de cemento y un viento frío soplando a través, me dejaron ir y yo salí y caminé hacia el norte. Paré a comprar un paquete de cigarrillos. Entré en el primer bar que vi, me senté, pedí un scotch con agua, quité él celofán del paquete, saqué un cigarrillo, lo encendí, cogí la bebida en mi mano, me bebí la mitad, eché el humo, miré mi hermosa cara en el espejo. Parecía extraño estar fuera. Parecía extraño, poder caminar en cualquier dirección adonde me apeteciese.
Sólo por divertirme me levanté y me fui hacia el servicio. Meé. Era otro horrible urinario de bar; casi vomito en el lavabo. Salí, metí una moneda en la máquina tocadiscos, me senté y escuché los últimos éxitos. No eran muy buenos. Tenían el ritmo pero no el espíritu. Mozart, Bach y los Bee seguían haciéndolas parecer malas. Iba a echar de menos esas partidas de dados y la buena comida. Pedí otro trago. Miré a mi alrededor. Había cinco hombres y ninguna mujer. Estaba de vuelta en las calles americanas.
Pittsburgh Phil y compañía
Este tío, Sommerfield, no trabajaba en nada y además le pegaba a la botella. Era una especie de imbécil y yo trataba de evitarle, pero él siempre estaba asomado colgando de la ventana medio bebido. Me veía salir de mi casa y siempre me decía lo mismo:
– Hey, Hank. ¿Por qué no me llevas a las carreras?
Y yo siempre le contestaba:
– Un día de éstos, Joe, hoy no.
Bueno, él seguía y seguía siempre con lo mismo, colgando de la ventana medio borracho, así que un día le dije:
– Está bien, Cristo, vamos…
Y nos fuimos a las carreras.
Enero en Santa Anita, si conocieras ese hipódromo sabrías que puede hacer verdadero frío cuando estás perdiendo. El viento llega de las montañas nevadas y tus bolsillos están vacíos y tiemblas y piensas en la muerte y en los tiempos duros y en el alquiler y todo lo demás. No es un sitio muy agradable para perder. En Hollywood Park por lo menos puedes volver a tu casa bronceado.
Nos fuimos a las carreras. El habló durante todo el camino. No había estado jamás en un hipódromo. Le tuve que explicar la diferencia entre ganador, colocado y apuesta múltiple. Ni siquiera sabía lo que era una valla de salida o un folleto de apuestas. Cuando llegamos, utilizó mi folleto. Tuve que enseñarle a leerlo. Le pagué la entrada y le compré un programa. Todo lo que él tenía eran dos dólares, me los enseñó. Suficiente para una apuesta.
Dimos una vuelta antes de la primera carrera, mirando a las mujeres. Joe me dijo que no había estado con una mujer en cinco años. Era un tío de apariencia miserable, un verdadero perdedor. Pasamos las páginas del folleto de apuestas y miramos a las mujeres; entonces Joe me dijo:
– ¿Cómo es que el caballo 6 está 14 a uno? A mí me parece el mejor.
Traté de explicarle por qué el caballo estaba 14 a uno en relación con los otros caballos, pero él no me escuchaba.
– Tan cierto como el infierno que es el mejor. No lo entiendo. Yo voy a apostar por él.
– Son tus dólares, Joe -dije yo-, y no pienso prestarte ni un céntimo cuando los pierdas.
El nombre del caballo era Red Charley, una bestia de aspecto triste. Salió con las cuatro patas vendadas. Cuando la gente lo vio, su cotización bajó a 18 a uno. Yo puse diez dólares a ganador al caballo lógico, Bold Latrine, un apretado manojo de clase, con una buena temporada a sus espaldas, y segundo favorito en la carrera. Pensé que 7 a 2 era un buen precio para ese caballo.