Y cuando teníamos una pelea, peleábamos durante horas, y nuestros padres nunca se preocupaban de venir a separarnos. Supongo que era porque nosotros pretendíamos ser tan fuertes y tan duros como para no pedir nunca clemencia, y ellos esperaban a que nos acobardásemos para entrar a separarnos. Pero odiábamos a nuestros padres y no podíamos humillarnos delante de ellos, y tanto como nosotros les odiábamos nos odiaban ellos, y así cuando salían al porche y por casualidad se encontraban con nosotros enzarzados en una terrible pelea sin fin, simplemente bostezaban y soltaban entre dientes un «Largo de aquí» y se volvían a meter dentro de casa.
Yo me peleé con un tipo que luego llegó a ser un gran personaje en la marina U.S.A. Me peleé con él un día desde las ocho y media de la mañana hasta la puesta del sol. Nadie se preocupó de separarnos, a pesar de que estábamos en mitad de su césped frontal, bajo dos grandes árboles llenos de gorriones que se cagaron sobre nosotros a lo largo de todo el día.
Fue una pelea infernal. Pero tenía que acabarse alguna vez. El era mayor que yo, más grande y más pesado, pero yo era más rabioso. Paramos de común acuerdo. No sé cómo funcionan estas cosas, tienes que vivirlo para comprenderlo, pero cuando dos personas llevan dándose de hostias alrededor de ocho o nueve horas, aparece una extraña especie de hermandad entre ellas. Nuestra comunicación fue muy intensa.
Al día siguiente mi cuerpo estaba completamente azul. No podía abrir los labios para hablar ni mover cualquier otra parte de mi ser sin que me doliera. Estaba allí, hundido en la cama, haciéndome a la idea de morir, y entonces entró mi madre con la camisa que yo había llevado durante la pelea. La extendió furiosa delante de mi cara y dijo:
– ¡Mira, tienes manchas de sangre en la camisa! ¡Manchas de sangre!
– ¡Lo siento!
– ¡Nunca las podré sacar! ¡NUNCA!
– Son manchas de su sangre.
– ¡No importa! ¡Es sangre! ¡Y no se quita!
Los domingos eran nuestro día, nuestro día tranquilo y sin complicaciones. Íbamos al Burbank. Primero ponían siempre una película mala. Una película muy vieja, y tú mirabas y esperabas. Pensabas en las chicas. Los tres o cuatro tíos de la orquesta se desgañitaban, tocaban muy alto, quizás no tocasen muy bien, pero tocaban con todas sus fuerzas, y entonces salían por fin las stripers, salían y se agarraban a la cortina, al borde de la cortina, lo abrazaban como si fuera un hombre y entonces movían el culo y se agitaban y empezaban bop bop bop contra la cortina. Entonces se apartaban y comenzaban a hacer el striptease. Si tenías dinero suficiente podías conseguirte incluso una bolsa de palomitas; y si no lo tenías, ¡que se fueran al carajo las palomitas!
Antes de la siguiente actuación había un intermedio. Un hombrecillo se levantaba y decía:
– Señoras, señoritas, caballeros, si quieren prestarme un momento su atención…
Vendía gruesas sortijas. En el cristal de cada sortija, si la sostenías contra la luz, podía admirarse una maravillosa fotografía. ¡Garantizada! Una magnífica inversión para toda la vida por sólo 50 centavos. Concedida su venta en exclusiva a los patrones del Burbank, no eran vendidas en ningún otro lugar del mundo.
– ¡Sólo póngala contra la luz y ya verá! Y muchas gracias señoras y señores por su amable atención. Ahora pasarán al lado suyo los encargados que con mucho gusto les venderán cuantas ustedes deseen.
Dos pobres diablos iban pasando entre las filas, hediendo a moscatel, llevando cada uno una bolsa llena de sortijas. Nunca vi a nadie comprar una de esas sortijas. Me imagino, de todos modos, que si sostenías una de ellas contra la luz la fotografía que se vería en el cristal debía de ser de una mujer desnuda.
La banda empezaba a tocar de nuevo y entonces se abrían las cortinas y aparecían las coristas, la mayoría de ellas antiguas stripers, envejecidas, gordas, cubiertas de máscara y colorete y rojo de labios, pestañas postizas. Trataban de bailar al compás de la música, pero siempre se quedaban atrás. De todos modos lo afrontaban con valentía; creo que demostraban bastante coraje.
Entonces salía el cantante. Era muy difícil que te gustara el cantante. Cantaba demasiado alto, gritando lo más que podía canciones sobre amores fallidos. No sabía cantar, y cuando finalizaba, extendía los brazos inclinando la cabeza a la menor muestra de aplauso.
Luego aparecía el cómico. ¡Hostia, era bueno! Salía embutido en un viejo abrigo marrón, con un sombrero deforme hundido hasta los ojos, arrastrándose bamboleante, andaba como un pobre diablo, un pobre diablo vacilón sin nada que hacer y ningún sitio donde ir. Una chica cruzaba el escenario y sus ojos la seguían desorbitados. Entonces se volvía al público y decía con su boca desdentada:
– ¡Bueno, seguro que Dios me castiga!
Salía otra chica al escenario y él se acercaba, ponía su cara pegada a la de ella y decía:
– Soy un viejo, ya he pasado los 44, pero cuando se hunde la cama, acabo en el suelo.
¡Cómo nos reíamos! Los tíos viejos y los más jóvenes, cómo nos reíamos. Y luego venía la rutina de la maleta. Trataba de ayudar a una chica a cerrar su maleta. La ropa se salía continuamente.
– No puedo meterla.
– Venga, déjeme que le ayude.
– ¡Ya se ha salido otra vez!
– ¡Espere! Me pondré encima de ella.
– ¿Qué? ¡Oh, no, no se va a poner encima de ella!
Y seguían una y otra vez con la rutina de la maleta. ¡Hostia, era divertido!
Finalmente, las tres o cuatro stripers del principio salían otra vez. Cada uno de nosotros tenía una favorita y cada uno estaba enamorado de su favorita. Baldy había elegido a la francesita; una chica muy delgada, asmática y con ojeras oscuras. A Jimmy le gustaba la Mujer Tigre (propiamente la Tigresa). Yo le había hecho notar a Jimmy que la Mujer Tigre tenía definitivamente una teta mayor que la otra. Mi chica era Rosalie.
Rosalie tenía un gran culo, y lo movía y agitaba y cantaba divertidas cancioncillas; y mientras paseaba haciendo el striptease se hablaba a sí misma y soltaba risitas. Era la única que disfrutaba realmente con su trabajo. Yo estaba enamorado de Rosalie. Muchas veces pensé en escribirle y decirle lo grande que era, pero por alguna causa desconocida, nunca llegué a hacerlo.
Una tarde estábamos esperando el tranvía después del espectáculo, y allí estaba la Mujer Tigre esperándolo también. Iba vestida con un traje verde estrechamente ajustado a su cuerpo de tigresa. Nosotros estábamos allí mirándola atontados.
– Es tu chica, Jimmy, es la Mujer Tigre.
– ¡Cómo está la tía! ¡Miradla!
– Le voy a hablar -dijo Baldy.
– Pero es la chica de Jimmy.
– No quiero hablar con ella -dijo Jimmy.
– Yo voy a hablar con ella -dijo Baldy. Se puso un pitillo en la boca, lo encendió, y se fue hacia ella.
– ¡Hola, nena! -dijo, sonriendo burlón.
La Mujer Tigre no contestó. Siguió mirando fijamente hacia la calle, esperando al tranvía.
– Sé quién eres. Te he visto esta tarde haciendo el striptís. Tú sí que te lo sabes hacer, nena. ¡Tú realmente te lo sabes hacer!
La Mujer Tigre no contestó.
– ¡Cómo lo mueves, dios! Me la sabes poner dura. ¡Cómo lo mueves!
La Mujer Tigre siguió mirando fijamente a la calle. Baldy estaba allí, sonriéndole como un idiota.
– Me gustaría metértela. ¡Me gustaría echarte un polvazo, nena!
Nos acercamos y lo apartamos de ella. Nos lo llevamos calle abajo.
– ¡Tú, gilipollas, no tienes derecho a hablarla de ese modo!
– ¡Pero, bueno, ella se pone ahí y lo mueve, se abre de piernas delante de la gente y lo mueve!
– Sólo trata de ganarse la vida.
– ¡Está salida, está calentorra, lo está pidiendo!
– Estás loco.
Nos lo llevamos calle abajo.
No mucho más tarde de aquello empecé a perder interés en esos domingos en Main Street. Supongo que Las Follies y el Burbank siguen allí todavía. Por supuesto, la Mujer Tigre y la chica con asma y Rosalie, mi Rosalie, ya se habrán ido. Probablemente estén muertas. El gran culo de Rosalie estará probablemente muerto. Y cuando paso ahora por mi viejo barrio, me acerco a la casa donde yo vivía y ahora hay gente extraña viviendo allí. Esos domingos estaban bien, pienso, la mayoría de esos domingos estaban muy bien, una lucecita en los oscuros días de la depresión, cuando nuestros padres paseaban por el porche, sin trabajo e impotentes, mirándonos con odio y lanzándose la mierda unos a otros, y luego entraban en la casa y se quedaban mirando las paredes, sin atreverse a poner la radio por miedo a la cuenta de la electricidad.