– Gracias por el whisky, Connie. Alcánzame otro pitillo. George llenó de nuevo los vasos.
– He echado de menos tus piernas, Connie. De verdad que las he echado de menos. Me gusta cómo llevas esos tacones altos. Estas mujeres modernas no saben lo que están perdiendo. Los tacones altos modelan la pantorrilla, el muslo, el culo; imponen ritmo al andar. ¡Realmente me ponen cachondo!
– Hablas como un poeta, George. Algunas veces hablas de verdad como un poeta. Eres un endiablado friegaplatos.
– ¿Sabes lo que de verdad me gustaría hacer?
– ¿Qué?
– Me gustaría azotarte con mi cinturón en las piernas, el culo, los muslos. Me gustaría hacerte gritar y llorar y cuando estuvieses gritando y llorando, entonces te la metería en un golpe de puro amor.
– No me gusta eso, George. Tú nunca me has hablado de ese modo. Siempre te has portado bien conmigo.
– Súbete la falda.
– ¿Qué?
– Súbete la falda, quiero ver mejor tus piernas.
– Te gustan mis piernas, ¿eh, George?
– Deja que la luz las haga brillar.
Constance se subió el vestido.
– Dios, cristo y la mierda -dijo George.
– ¿Te gustan?
– ¡Adoro tus piernas!
Entonces George se acercó a Constance y le pegó una fuerte bofetada en la cara; el cigarrillo voló de su boca pintada.
– ¿Por qué has hecho eso?
– ¡Te follaste a Walter! ¡Te follaste a Walter!
– ¿Y qué coño pasa?
– ¡Que te subas más la falda!
– ¡No!
– ¡Haz lo que te digo! George la abofeteó de nuevo, más fuerte. Constance se subió la falda.
– ¡Por encima de las bragas! -gritó George-. ¡Quiero verlas enteras!
– Cristo, George. ¿Qué es lo que te pasa?
– ¡Te follaste a Walter!
– George, te juro que te has vuelto loco. Me quiero ir. ¡Déjame salir de aquí, George!
– ¡No te muevas o te mato!
– ¿Que me matas?
– ¡Te lo juro!
George se levantó y se llenó un vaso entero de whisky, se lo bebió de un trago y se sentó al lado de Constance. Cogió su cigarrillo, agarró la muñeca de Constance y lo apoyó firmemente sobre la piel. Ella gritó. El lo sostuvo allí sin moverlo, hasta que por fin lo apartó.
– Yo soy un hombre, nena, ¿entiendes?
– Sé que eres un hombre, George.
– ¡Aquí, mira mis músculos! -George se levantó y flexionó ambos brazos-. ¿Bonito, eh, nena? ¡Mira estos músculos! ¡Tócalos! ¡Tócalos!
Constance tocó uno de sus brazos y luego el otro.
– Sí, tienes un bello cuerpo, George.
– Soy un hombre. Soy un friegaplatos pero soy un hombre un hombre de verdad.
– Lo sé, George.
– No soy como ese mierdaleches que has dejado.
– Ya lo sé.
– Y también puedo cantar. Tienes que oír mi voz. Constance estaba allí sentada. George empezó a cantar. Cantó «Old man river» y luego cantó «Nobody Knows the trouble I’ve seen» y luego «The St Louis Blues» y también «God Bless America» interrumpiéndose a menudo y riéndose. Entonces se sentó al lado de Constance. Dijo:
– Connie, tienes unas piernas muy bonitas-. Le pidió otro cigarrillo. Lo fumó, se bebió dos vasos más, y entonces apoyó su cabeza en las piernas de Connie, contra las medias, en su regazo; y dijo;
– Connie, sé que no soy bueno, sé que estoy loco, siento mucho haberte pegado y haberte quemado con ese cigarrillo.
Constance siguió allí sentada. Pasó sus dedos entre los cabellos de George, acariciándole, consolándole. Pronto él se durmió. Ella esperó un poco. Entonces apartó la cabeza de sus piernas y la apoyó en la almohada. Se levantó de la cama, se fue hacia la botella, se sirvió una buena cantidad de whisky, añadió un poco de agua y se lo bebió. Se dirigió hacia la puerta del remolque, la abrió, bajó y la cerró. Caminó a través de la parcela, abrió la verja, salió a la carretera y se fue andando bajo la
luna de la una de la mañana. El cielo estaba limpio de nubes, repleto de estrellas allá arriba. Llegó al bulevar y caminó hacia el este hasta divisar la entrada del Blue Mirror. Entró, echó un vistazo y allí estaba Walter sentado, solo y borracho al fondo del bar. Ella se acercó y se sentó a su lado.
– ¿Me
echaste de menos, querido? -preguntó ella. Walter levantó la mirada. La reconoció. No contestó. Miró al camarero y el camarero se acercó a ellos. Todos se conocían entre sí.
Clase
No estoy muy seguro del lugar. Algún sitio al Noroeste de California. Hemingway acababa de terminar una novela, había llegado de Europa o de no sé donde, y ahora estaba en el ring pegándose con un tío. Había periodistas, críticos, escritores -bueno, toda esa tribu- y también algunas jóvenes damas sentadas entre las filas de butacas. Me senté en la última fila. La mayor parte de la gente no estaba mirando a Hem. Sólo hablaban entre sí y se reían.
El sol estaba alto. Era a primera hora de la tarde. Yo observaba a Ernie. Tenía atrapado a su hombre, y estaba jugando con él. Se le cruzaba, bailaba, le daba vueltas, lo mareaba. Entonces lo tumbó. La gente miró. Su oponente logró levantarse al contar ocho. Hem se le acercó, se paró delante de él, escupió su protector bucal, soltó una carcajada, y volteó a su oponente de un puñetazo. Era como un asesinato. Ernie se fue hacia su rincón, se sentó. Inclinó la cabeza hacia atrás y alguien vertió agua sobre su boca.
Yo me levanté de mi asiento y bajé caminando despacio por el pasillo central. Llegué al ring, extendí la mano y le di unos golpecitos a Hemingway en el hombro.
– ¿Señor Hemingway?
– ¿Sí, qué pasa?
– Me gustaría cruzar los guantes con usted.
– ¿Tienes alguna experiencia en boxeo?
– No.
– Vete y vuelve cuando hayas aprendido algo.
– Mire, estoy aquí para romperle el culo.
Ernie se rió estrepitosamente. Le dijo al tío que estaba en el rincón.
– Ponle al chico unos calzones y unos guantes.
El tío saltó fuera del ring y yo le seguí hasta los vestuarios.
– ¿Estás loco, chico? -me preguntó.
– No sé. Creo que no.
– Toma. Pruébate estos calzones.
– Bueno.
– Oh, oh… Son demasiado grandes.
– A la mierda. Están bien.
– Bueno, deja que te vende las manos.
– Nada de vendas.
– ¿Nada de vendas?
– Nada de vendas.
– ¿Y qué tal un protector para la boca?
– Nada de protectores.
– ¿Y vas a pelear en zapatos?
– Voy a pelear en zapatos.
Encendí un puro y salimos afuera. Bajé tranquilamente hacia el ring fumando mi puro. Hemingway volvió a subir al ring y ellos le colocaron los guantes. No había nadie en mi rincón. Finalmente alguien vino y me puso unos guantes. Nos llamaron al centro del ring para darnos las instrucciones.
– Ahora, cuando caigas a la lona -me dijo el árbitro- yo…
– No me voy a caer -le dije al árbitro.
Siguieron otras instrucciones.
– Muy bien, volved a vuestros rincones; y cuando suene la campana, salid a pelear. Que gane el mejor. Y -se dirigió hacia mí- será mejor que te quites ese puro de la boca.
Cuando sonó la campana salí al centro del ring con el puro todavía en la boca. Me chupé toda una bocanada de humo, y se la eché en la cara a Hemingway. La gente rió.
Hem se vino hacia mí, me lanzó dos ganchos cortos, y falló ambos golpes. Mis pies eran rápidos. Bailaba en un continuo vaivén, me movía, entraba, salía, a pequeños saltos, tap tap tap tap tap, cinco veloces golpes de izquierda en la nariz de Papá. Divisé a una chica en la fila frontal de butacas, una cosa muy bonita, me quedé mirándola y entonces Hem me lanzó un directo de derecha que me aplastó el cigarro en la boca. Sentí cómo me quemaba los labios y la mejilla, me sacudí la ceniza, escupí los restos del puro y le pegué un gancho en el estómago a Ernie. El respondió con un derechazo corto, y me pegó con la izquierda en la oreja. Esquivó mi derecha y con una fuerte volea me lanzó contra las cuerdas. Justo al tiempo de sonar la campana me tumbó con un sólido derechazo a la barbilla. Me levanté y me fui hasta mi rincón.