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Todos los ojos del culo de este mundo y el mío

«El sufrimiento de un hombre no es nunca mayor que el determinado por la naturaleza.»

Conversación oída en una partida de dados

1

Era la novena carrera y el nombre del caballo era Queso Verde. Ganó 6 a uno y yo me saqué 52 billetes por cinco dólares; estaba ganando pasta y eso requería un trago. «Tío, dame un cubata de queso verde», le dije al camarero. Esto no le confundió. El sabía lo que yo estaba bebiendo. Me había pasado allí toda la tarde. Había estado bebido toda la noche anterior, y cuando volví a casa, por supuesto, necesité algunos tragos más. Estaba bien surtido. Tenía whisky, vodka, vino y cerveza. Un funerario o alguien llamó hacia las 8 de la tarde y dijo que quería verme.

– Muy bien -le dije-, trae bebidas.

– ¿Te importa si traigo amigos?

– Yo no tengo amigos.

– Quiero decir mis amigos.

– Me importa un carajo lo que hagas -le dije.

Entré en la cocina y llené un vaso de agua con tres cuartos de whisky. Me lo bebí de un trago como en los viejos tiempos. Solía beberme una botella de un quinto en una hora, y una de medio en dos. «Queso Verde», les dije a las paredes de la cocina. Abrí un bote largo de cerveza helada.

2

El funerario llegó y se apoderó del teléfono. Muy pronto empezó a aparecer gente desconocida, todos ellos trayendo bebidas. Había un montón de mujeres y yo me imaginé violándolas a todas ellas. Me senté en la alfombra, sintiendo la luz eléctrica contra mi cara, sintiendo el alcohol desfilar a través de mi cuerpo como una cabalgata de reyes, como un ataque sobre mi alma, como una incursión en la locura.

– ¡Nunca tendré que volver a trabajar! -les dije-. ¡Los caballos me cuidarán como ninguna puta lo hizo NUNCA!

– ¡Oh, ya lo sabemos, señor Chinaski! ¡Ya sabemos que es usted un GRAN hombre!

Había una zorrita de pelo gris en el sofá, frotándose las manos, mirándome y abriendo sus labios húmedos. Se me estaba insinuando. Me puso enfermo. Acabé la bebida que tenía en la mano, encontré otra en alguna parte y me la bebí también. Empecé a hablar a las mujeres. Les prometí las maravillas de mi poderosa polla. Ellas reían. Yo me insinuaba. Allí. Entonces me levanté y me fui hacia las mujeres. Los hombres me apartaron. Para cualquier hombre maduro yo debía parecer un chaval idiota recién salido del colegio. Si yo no hubiese sido el gran señor Chinaski, alguien me hubiera dado de hostias. Como lo era, me rasgué la camisa y me ofrecí a salir con cualquiera que tuviese cojones al jardín. Tuve suerte. Nadie tenía muchas ganas de partirme la cara.

Cuando mi mente se aclaró, eran las 4 de la mañana. Todas las luces estaban encendidas y todo el mundo se había ido. Yo seguía allí sentado. Encontré una cerveza caliente y me la bebí. Luego me fui a la cama con la sensación que todos los borrachos conocen: que había hecho el imbécil, pero me importaba tres cojones.

3

Había estado jodido con hemorroides durante 15 o 20 años; también con úlceras, un hígado deshecho, forúnculos en el culo, ansiedad y neurosis, y otras diversas clases de enfermedades, pero me aguantaba y seguía con todo ello esperando a que un día todo desapareciese de golpe.

Parecía que la bebida me ayudaba a superarlo. Un día me sentí débil y atontado, pero eso era normal. Eran las hemorroides. No se arreglaban con nada: baños calientes, pomadas, nada valía. Mis intestinos casi colgaban fuera de mi culo como el rabo de un perro. Fui a ver a un médico. Sólo me lanzó una mirada.

– Operación -dijo.

– De acuerdo -dije yo-, lo único que ocurre es que soy un cobarde.

– Bien, ya, eso lo hagá más difícill.

Piojoso nazi cabrón, pensé.

– Quiego que tome usted este laxante el magtes porr la noche, y luego se levanta a las 7 de mañana ¿ya? y darse el enema, riegesé con este enema hasta que el lavadorr esté limpio ¿ya? Entonces yo darr un otro vistazo el miégcoles a las 10 de mañana.

– Ya wohl, mein Führer Furcia.

4

El tubo del enema se salía continuamente, y el cuarto de baño se quedó completamente mojado y yo tenía frío y me dolía la tripa, y me estaba ahogando entre babas y mierda. Así es como el mundo finaliza, no con una bomba atómica ni nada de eso, sino con mierda y mierda y mierda. Con todo el equipo que había comprado, no venía nada para apretar la pera del agua, y mis dedos no sabían hacerla funcionar bien, así que el agua salía a chorros que iban a parar fuera y lo encharcaban todo. Me llevó una hora y media y para entonces mis hemorroides se comían el mundo. Pensé continuamente en abandonarlo todo y morirme. Encontré un bote lleno de goma de terpentina en mi armario. Era un hermoso bote rojo y verde. «¡PELIGRO!», decía. «Nocivo o mortal si se traga.» Yo era un cobarde: volví a dejar el bote en su sitio.

5

El doctor me tumbó encima de una mesa.

– Ahoga reloje la espalda, ¿ya?, relójese, relójese…

De repente, me metió en el culo un extraño aparato en forma de cuña, y empezó a extender un tubo que se arrastraba por mi intestino buscando obstrucciones, buscando cánceres.

– ¡Ha! Ahoga si duele un poco, ¿nien? Aulle como un perro, vamoss. ¡Ja ja ja ja ja jaaa!

– ¡Sucio cabrón follamadres!

– ¿Kómmo?

– ¡Mierda, mierda, mierda! ¡Tú, quemador de perros! ¡Tú, puerco, sádico…! Tú hiciste arder a Juana en el poste, tú metiste clavos en las manos de Cristo, tú votaste por la guerra, tú votaste por Goldwater, tú votaste por Nixon… ¡Hijo de puta! ¿Qué me estás HACIENDO?

– Pgonto ya acabo. Usted aguanta bienn. Va a serr un buen paciente.

Volvió a guardar el tubo y entonces le vi escudriñándome con algo que parecía un periscopio. Me echó de un golpe unas cuantas gasas en el culo ensangrentado y yo me levanté y me puse mis ropas.

– ¿Y para qué va a ser la operación?

El sabía lo que yo quería decir.

– Simplemente porr hemorroidess.

Mientras me iba, le miré las piernas a su enfermera. Ella sonrió dulcemente.

6

En la sala de espera del hospital una niña miró nuestras caras grises, nuestras caras blanquecinas, nuestras caras amarillentas…

– ¡Todo el mundo se está muriendo! -proclamó. Nadie le contestó. Yo pasé la página de un viejo ejemplar del Time.

Luego de la rutina de rellenar los impresos… análisis de sangre… orina. Me llevaron a una sala de cuatro camas en el octavo piso. Cuando vino la pregunta acerca de mi religión, yo contesté «Católico» para salvarme de las miradas e interrogatorios que habitualmente seguían a una declaración de ateísmo. Estaba cansado de todas las discusiones y papeleos y explicaciones. Era un hospital católico -tal vez conseguiría así mejor servicio o la bendición del Papa-.

Bueno, me encerraron con otros tres tíos. Para mí, el monje, el solitario, jugador, playboy, idiota, todo estaba acabado. Mi soledad amada, el refrigerador lleno de cervezas, los puros a cualquier hora, los números de teléfono de las mujeres de grandes culos, de grandes piernas. Todo.

Había uno con la cara amarilla. Parecía algo así como un gran pájaro gordo sumergido en orina y secado al sol. Continuamente estaba apretando su timbre. Tenía una voz quejumbrosa y sollozante.

– Enfermera, enfermera, ¿dónde está el doctor Thomas?

– No sé dónde está.

– El doctor Thomas me dio ayer un poco de codeína. ¿Dónde está el doctor Thomas?

– No lo sé.

– ¿Puede darme una píldora para la tos?

– Están en su mesilla, coja una.

– Pero estas no me paran la tos, y esa medicina que me dan tampoco es nada buena.

– ¡Enfermera! -aullaba un tío de pelo blanco desde la última cena-. ¿Puede darme más café? Quiero más café.

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