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– ¿Cristo, qué clase de beso es ése? ¿Qué pasa? A ver, dime, ¿qué es lo que anda mal?

– No es nada, nada de…

– ¡Si no me lo dices, voy a gritar!

– Te digo que no es nada.

Brenda gritó. Se fue hasta la ventana y se puso a gritar. Se la pudo oír en todo el vecindario. Entonces paró.

– ¡Por Dios, Brenda, no vuelvas a hacer eso! ¡Por favor, por favor!

– ¡Lo haré otra vez! ¡Lo haré otra vez! ¡Dime qué es lo que pasa, Robert, o lo haré otra vez!

– De acuerdo -dijo él-, espera.

Robert se fue hasta el armario, lo abrió, le quitó el abrigo a Stella y la sacó fuera.

– ¿Qué es eso? -preguntó Brenda-. ¿Qué es eso?

– Un maniquí.

– ¿Un maniquí? ¿Quieres decir…?

– Quiero decir que estoy enamorado de ella.

– ¡Dios mío! ¿Quieres decir que? ¿Esa cosa?

– Sí.

– ¿Amas a esa cosa más que a mí? ¿Esa pasta de celuloide o de la mierda que esté hecha? ¿Quieres decir que amas a esa cosa más que a mí?

– Sí.

– ¿Y es de suponer que te la llevas a la cama? ¿He de suponer que haces cosas a… con esa cosa?

– Sí.

– ¡Oh…!

Entonces Brenda gritó de verdad. Se paró allí y se puso a gritar. Robert pensó que ese grito nunca iba a cesar. Entonces ella saltó hacia el maniquí y empezó a arañarlo y golpearlo. El maniquí se rompió y cayó contra la pared. Brenda se fue enfurecida, bajó a la calle, subió a su coche y arrancó salvajemente. Chocó contra el lateral de un coche aparcado, dio marcha atrás y salió otra vez a toda velocidad.

Robert se acercó a Stella. La cabeza se había caído y había ido rodando hasta debajo de la silla. Había restos de material de relleno por el suelo. Un brazo colgaba perdido, roto, dos alambres sobresalían. Robert se sentó en una silla. Solamente pudo sentarse. Entonces se levantó y se fue al baño, se quedó allí de pie un minuto, atontado, salió otra vez. Se paró en medio de la sala y pudo ver la cabeza debajo de la silla. Empezó a sollozar. Era terrible, no sabía qué hacer. Recordaba cómo había enterrado a su padre y a su madre. Pero esto era diferente. Esto era diferente. Simplemente se quedó allí, de pie, en medio de la salita, sollozando y esperando. Los ojos de Stella estaban abiertos, bellos y fríos, desde debajo de la silla. Le miraban fijamente.

Un par de winos

Yo tenía veintipocos años, y a pesar de que bebía mucho y no comía, estaba todavía fuerte. Quiero decir físicamente, y eso es una ventaja cuando no hay muchas otras cosas que te vayan bien. Mi mente se rebelaba contra mi suerte y mi vida, y la única manera de calmarla era bebiendo y bebiendo. Iba caminando por la carretera, era sucia y polvorienta y hacía calor; creo que el estado era California, pero no estoy demasiado seguro. Era tierra desértica. Iba caminando a lo largo de la carretera, con mis calcetines acartonados, podridos y hediondos; los dedos se me salían por las puntas rotas de mis zapatos y tenía que meterme cartón en las suelas -cartón, periódicos o cualquier mierda que encontrara- para no ir pisando pinchos y piedras. Pero las uñas acababan atravesándolo y entonces, o metías más papel o le dabas la vuelta al viejo, o lo corrías, o te jodías y caminabas con los dedos fuera.

Un camión se paró a mi altura. Lo ignoré y seguí caminando. El camión arrancó de nuevo y el tío fue conduciéndolo a mi lado.

– Oye chico -dijo el tío-. ¿Quieres un trabajo?

– ¿A quién tengo que matar? -le pregunté.

– A nadie -dijo-. Vamos, sube.

Di la vuelta alrededor del camión y cuando llegué a la puerta, estaba ya abierta. Subí por el escalón plegable, me metí, cerré la puerta y me senté en el asiento de cuero. Me había librado del sol.

– Si me la chupas -dijo el tío- te ganas cinco pavos.

Le metí fuerte la derecha en el estómago, la izquierda la lancé a algún sitio entre su oreja y el cuello, volví con la derecha a la boca y el camión se salió de la carretera. Agarré el volante y lo enderecé de nuevo. Entonces apagué el motor y frené con la palanca de mano. Salté afuera y seguí caminando por la carretera. Cerca de cinco minutos después, el camión estaba otra vez marchando a mi lado.

– Chico -dijo el tío- lo siento. Yo no quise decir eso. No quise decir que fueses un marica. Sólo pensé que tenías cierta pinta. ¿Pasa algo malo con ser homosexual?

– Supongo que no, si usted lo es.

– Vamos -dijo el tío- sube. Tengo un verdadero trabajo honesto para ti. Podrás ganar algún dinero, vamos, muévete.

Subí otra vez. Nos pusimos en marcha.

– Lo siento -dijo él- tienes una cara muy ruda, pero esas manos. Tienes manos de señorita.

– No se preocupe por mis manos -dije.

– Bueno, verás, es un trabajo duro. Cargar traviesas. ¿Has cargado alguna vez traviesas de ferrocarril?

– No.

– Es trabajo duro.

– He hecho trabajos duros toda mi vida.

– De acuerdo -dijo el tío- de acuerdo.

Marchábamos sin hablar, el camión moviéndose ruidosamente. No había otra cosa que polvo, polvo y desierto por todos lados. El tío no tenía mucha cabeza, no tenía mucho de nada. Pero algunas veces la gente insignificante que se queda en un mismo sitio por mucho tiempo, alcanza un cierto poder y prestigio. El tenía un camión y contrataba gente. De vez en cuando tenías que aguantar esas cosas.

Seguíamos en marcha y entonces vimos a un viejo caminando por la carretera. Debía tener unos cuarentaitantos años. Vieja edad para la carretera. Este tío, el señor Bukhart -me había dicho su nombre- frenó el camión y le dijo al viejo:

– Eh, capullo. ¿Quieres ganarte un par de pavos?

– ¡Oh, sí señor! -dijo el viejo.

– Córrete y déjale subir -me dijo Burkhart.

El viejo subió y se sentó a mi lado, despedía un verdadero hedor -a suciedad, sudor, agonía y muerte-. Seguimos hasta llegar a un pequeño núcleo de edificios. Bajamos del camión con Burkhart, entramos en un almacén. Había allí un tío con una visera verde y un montón de gomas alrededor de su muñeca izquierda. Era calvo, pero sus brazos estaban cubiertos de largo y abundante pelo rubio.

– Hola, señor Burkhart -dijo-. Veo que se ha encontrado a otro par de winos.

– Aquí está la lista, Jesse -dijo el señor Burkhart, y Jesse la tomó y se puso a rellenar órdenes. Esto le tomó un cierto tiempo. Entonces acabó.

– ¿Algo más, señor Burkhart? ¿Un par de botellas de vino barato?

– Nada de vino para mí -dije.

– Bueno -dijo el viejo- yo me quedaré con las dos botellas.

– Serán descontadas de tu paga -le dijo Burkhart.

– No importa -contestó el viejo- descuéntelas.

– ¿Seguro que tú no quieres una botella? -me preguntó Burkhart.

– De acuerdo -dije- me quedo con una botella.

Teníamos una tienda de campaña para nosotros. Y esa noche nos bebimos todo el vino y el viejo me contó sus penas. Había perdido a su esposa. Todavía amaba a su esposa. Pensaba en ella todo el tiempo. Una gran mujer. Le había abandonado. El solía dar clases de matemáticas. Pero había perdido a su esposa. No había en el mundo otra mujer como ella. Bla, bla, bla, etc.

Cristo, cuando nos despertamos el viejo estaba enfermo y yo no me sentía mucho mejor y el sol estaba alto y afuera y teníamos que hacer nuestro trabajo: amontonar traviesas de tren. Las teníamos que amontonar en pilas. Las de abajo eran fáciles, pero a medida que iba creciendo el montón y teníamos que subirlas más arriba, entonces teníamos que contar «Una, dos y tres», y «Flop» subirla y tirarla sobre las demás.

El viejo llevaba un trapo atado alrededor de la cabeza y la mierda se mezclaba con el sudor y le caía por la cara y en el trapo, que se iba quedando mojado y oscuro. Así una y otra vez, y entonces, una astilla de alguna traviesa atravesaba el guante podrido y se quedaba clavada en mi mano. Normalmente el dolor hubiera sido insoportable y yo debí sentir bastante, pero la fatiga atonta los sentidos, los atonta de verdad. Solamente me puse furioso, como si quisiese matar a alguien, pero cuando miré a mi alrededor no había más que arena y piedras y el sol seco, pesado y cegador y ningún sitio a donde ir.

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