– ¡No, cabronazo, no! -le grité.
Casi consiguió quitármelo. Era más fuerte que yo, pero yo lo sujetaba con desesperación.
Oh Jesús, te encomiendo a mis padres, allegados, benefactores, maestros y amigos. Recompénsales de un modo muy especial por todos los cuidados y sufrimientos que les he hecho padecer.
– ¡Tú, pequeño mamón! ¡Suelta mi cagadero! -le dije.
– ¡Donny! ¡Deja a ese hombre tranquilo! -le gritó la mujer.
Donny se alejó corriendo. Uno de los hombres me miró:
– ¡Hola! -dijo.
– Hola -le contesté.
El taxi parecía bueno.
– ¿Chinaski?
– Sí, vámonos.
Entré delante con mi orinal. Me senté sobre una nalga y con las piernas fuertemente cruzadas. Le di la dirección. Y luego le dije:
– Escuche, si me pongo a gritar, pare detrás de algún anuncio, en una gasolinera, donde sea. Pero pare de conducir. Puede que tenga que ponerme a cagar.
– De acuerdo.
Nos pusimos en marcha. Las calles tenían buena pinta. Era mediodía. Yo seguía vivo.
– Escuche -le pregunté-. ¿Dónde hay una buena casa de putas? ¿Dónde puedo agarrar un buen pedazo de culo limpio y barato?
– No sé nada de esa materia.
– ¡VAMOS! ¡VAMOS! -le grité-. ¿Parezco un imbécil? ¿Acaso parezco un enano? ¡Soy igual que tú, As de monos!
– No, no estoy bromeando. No sé nada de esas cosas. Yo conduzco de día. Puede que un taxi nocturno le sepa guiar en esas cosas.
– Está bien, te creo. Dobla aquí a la derecha.
El viejo caserón tenía buena pinta en medio de todos esos rascacielos. Mi Plymouth del 57 estaba cubierto con cacas de pájaro y los neumáticos estaban deshinchados. Todo lo que quería era un baño caliente. Un baño caliente. Agua caliente acariciando mi pobre ojo del culo. Tranquilidad. Los viejos folletos de apuestas, las cuentas del gas y de la luz. Las cartas de mujeres solitarias demasiado lejos para follar. Agua. Agua caliente.
Tranquilidad. Y yo mirando a las paredes, volviendo al hoyo de mi condenado espíritu. Le di una buena propina y caminé lentamente por el sendero de entrada. La puerta estaba abierta. Todo era espacioso. Alguien estaba martilleando contra algo. Las sábanas estaban fuera de la cama. Dios mío. ¡Había sido olvidado! ¡Había sido desalojado!
Entré.
– ¡HEY! -grité.
El casero salió del cuarto de baño.
– ¡Eeeh, no esperábamos que volviese tan pronto! El termo del agua caliente estaba roto y se inundó todo y tuvimos que quitarlo. Vamos a poner uno nuevo.
– ¿Quiere decir que no hay agua caliente?
– No, no hay agua caliente.
Oh buen Jesús, acepto deseoso esta prueba a la que has tenido a bien someterme.
Su mujer entró.
– Oh, iba a hacerle la cama ahora mismo.
– De acuerdo. Muy bien.
El podría intentar tener el termo montado para ese mismo día. Podríamos estar faltos de medios. Es difícil obtener medios en domingo.
– Está bien, voy a hacerme la cama -dije.
– Yo la haré por usted.
– No, por favor, yo la haré.
Entré en el dormitorio y empecé a hacerme la cama. Entonces me vino. Saqué corriendo mi orinal portátil. Pude oírle a él martilleando contra el termo mientras yo estaba agachado, cagando. Me alegré de que estuviese dándole al martillo. Solté una tranquila retahila de imprecaciones. Luego me metí en la cama. Oí a la pareja de la habitación de al lado. El estaba borracho Estaban discutiendo.
– ¡El problema contigo es que no tienes idea de nada! ¡No sabes nada! ¡Eres estúpida! ¡Y por encima de todo, eres una puta!
Era de nuevo el hogar. Era magnífico. Me acurruqué sobre mi estómago. En Vietnam los ejércitos estaban en ello. En los callejones los vagabundos chupaban botellas de vino. El sol estaba alto todavía. La luz pasaba a través de las cortinas. Vi a una araña arrastrándose por el borde de la ventana. Vi un viejo periódico en el suelo. Había una foto de tres jovencitas saltando una valla, mostrando mucha pierna. El lugar entero se parecía a mí y olía como yo. El papel de la pared me conocía. Era perfecto. Yo era consciente de mis pies, mis codos y mi pelo. No me sentía un viejo de 45 años. Me sentía como un condenado monje que acaba de tener una revelación. Sentí como si estuviese enamorado de algo que era muy bueno pero no estaba seguro de lo que era, sólo sabía que estaba allí. Escuché todos los sonidos, los sonidos de las motos y de los coches. Oí perros ladrando. Gente riéndose. Entonces me dormí. Dormí y dormí y dormí. Mientras, una planta miraba por la ventana, mientras una planta me miraba. El sol seguía brillando y la araña se arrastraba por las paredes.
Confesiones de un hombre lo bastante loco como para vivir con las bestias
1
Me recuerdo meneándomela delante del espejo del armario después de ponerme los zapatos de tacón alto de mi madre, mirándome las piernas, levantándome lentamente la falda por los muslos, más y más alta, como si estuviese descubriendo los muslos de una mujer, recreándome en la visión de las piernas oscurecidas por las medias; y siendo interrumpido por dos amigos entrando en la casa.
– Sé que está por aquí en alguna parte.
Y yo vistiéndome apresuradamente, y entonces uno de ellos abriendo la puerta y encontrándome.
– ¡Hijos de mala puta! -grité yo, y los eché fuera de casa destempladamente, y los oí hablar mientras se alejaban:
– ¿Qué le pasa? ¿Qué coño le pasará?
2
K era una antigua modelo, y solía enseñarme sus viejos recortes y fotos. En una ocasión casi ganó un concurso de Miss América. La conocí en un bar de la calle Alvarado, lo más cercano del mar que se puede estar sin tener que mojarse el culo.
Había ganado peso y edad, pero quedaban todavía signos de una figura, una distinción, aunque fuesen signos muy velados. Ambos estábamos de baja. Ninguno de los dos trabajaba y jamás sabré cómo salimos adelante. Cigarrillos, vino y una casera que se creía nuestras historias de dinero a punto de llegar, pero no exactamente ahora. En fin, más que nada necesitábamos tener vino.
Dormíamos la mayor parte del día. A veces, cuando empezaba a oscurecer, teníamos que levantarnos, y nos parecía como si subiésemos de los abismos de un infierno particular.
K: -Mierda, no puedo aguantar sin un trago.
Yo seguía en la cama fumándome el último cigarrillo.
Yo: -Bueno, leches, baja al Tony's y trae un par de oportos.
K: -¿Botellas?
Yo: -Claro, dos botellas. Que no sean Gallo. Ni de ese otro, me ha dado un dolor de cabeza para dos semanas. Y trae dos cajetillas de tabaco. De cualquier clase.
K: -¡Pero sólo hay 50 centavos!
Yo: -¡Ya lo sé! Pelea y enróllatelo por el resto. ¿Qué te pasa, estúpida?
K: -Dijo que no nos daría más…
– Yo: -Dijo, dijo. ¿Quién es ese tío? ¿Dios? ¡Háblale deprisa, sonríele! ¡Agita el culo delante de él! ¡Hínchale la polla! ¡Tíratelo en la trastienda si es preciso, pero trae ese VINO!
K: -Está bien, está bien.
Yo: -Y no vuelvas sin él.
K decía que me amaba. Solía atarme cintitas alrededor de la polla y luego hacía un pequeño sombrerito de papel para la cabeza.
Si ella volvía sin el vino o sólo con una botella, entonces yo bajaba como un loco y gritaba, amenazaba y sacudía al viejo hasta que me daba lo que yo quería, y más. Algunas veces yo volvía con sardinas, pan y patatas fritas. Fue una época particularmente buena, y cuando Tony vendió el negocio empezamos el juego con el nuevo dueño, que era más duro de roer, demasiado duro. Eso se llevó lo mejor de nuestra relación.