– Es usted demasiado grande -dijo una de ellas-, vamos a sentarle en esa silla.
Me sentaron en la silla y me arrastraron con ella. Yo me sentía como si no pesase más de tres kilos.
Entonces vinieron a mi alrededor: gente. Recuerdo un doctor con un gorro verde, un gorro de operar. Parecía furioso. Estaba hablándole a la enfermera jefe.
– ¿Por qué no le han hecho una transfusión a este hombre? Está a punto de… m.p.d.
– Sus papeles pasaron por el piso de abajo cuando yo estaba arriba y los rellenaron antes de que pudiera verlos. Y, aparte, doctor, el paciente no tiene ningún crédito de sangre.
– ¡Quiero que suban sangre, y la quiero aquí arriba AHORA!
¿Quién coño será este tío?, pensé, demasiado amable, muy raro, muy extraño para ser un doctor.
Comenzaron las transfusiones: tres litros y medio de sangre y dos de glucosa.
Una enfermera trató de darme de comer un rosbif con patatas, guisantes y zanahorias en mi primer almuerzo. Puso la bandeja delante mío.
– Infiernos, no puedo comerme esto -le dije-. ¡Me mataría!
– Cómalo -dijo-, está en su lista, está en su dieta.
– Tráigame algo de leche -dije.
– Cómase eso -dijo ella, y se fue.
Yo lo dejé allí sin tocarlo.
Cinco minutos más tarde, entró corriendo en la sala.
– ¡NO SE COMA ESO! -gritó-. ¡No puede TOMAR ESO! ¡Ha habido una equivocación en la lista!
Se lo llevó y volvió con un vaso de leche.
Tan pronto como me metieron la primera botella de sangre, me sentaron en una camilla y me bajaron a la sala de rayos X. El doctor me hizo poner de pie. Yo no podía sostenerme y me caía hacia atrás continuamente.
– ¡ME CAGO EN LA PUTA! -gritó-. ¡ME HA HECHO ARRUINAR OTRA PLACA! ¿SE VA A QUEDAR QUIETO SIN MOVERSE DE UNA MALDITA VEZ?
Lo intenté pero no podía sostenerme. Me caí de nuevo.
– Oh, mierda -dijo a la enfermera-. Llévenselo.
El Domingo de Resurrección, el Ejército de Salvación se puso a tocar justo debajo de mi ventana a las 5 de la mañana. Tocaban una horrible música religiosa, la tocaban mal y con un estruendo infernal, y a mí me ahogaba, me atravesaba, casi me mata. Me sentí más cerca de la muerte esa mañana de lo que nunca me había sentido. Estuve a un centímetro, a un pelo de ella. Finalmente se fueron con la cencerrada a otra parte y yo empecé lentamente a revivir. Yo diría que aquella mañana esta gente mató probablemente a media docena de cautivos con su música.
Entonces apareció mi padre con mi puta. Ella estaba borracha y me di cuenta de que él le había dado dinero para que bebiera y así traérmela deliberadamente en ese estado a mi presencia, para hacerme sentir desgraciado. El viejo y yo éramos enemigos desde tiempo inmemorial, en todo lo que yo creía él estaba en contra, y viceversa. Ella se sentó y empezó a bambolear la cama, enrojecida y borracha.
– ¿Por qué la has traído así? -pregunté-. ¿Por qué no esperaste a otro día?
– ¡Te dije que no era buena! ¡Te he dicho siempre que no era una buena mujer!
– Tú la has emborrachado y luego la has traído aquí. ¿Por qué estás siempre jodiéndome?
– ¡Te dije que no era una buena mujer, te lo dije, te lo dije!
– ¡Tú, hijo de la gran puta, una palabra más y voy a sacarme esta aguja del brazo, me voy a levantar y te voy a sacar la mierda a hostias!
El la cogió del brazo y se fueron.
Me imaginé que les habían telefoneado diciendo que iba a morirme. La hemorragia continuaba. Esa noche vino el sacerdote.
– Padre -le dije-, no se ofenda, pero, por favor, me gustaría morir sin ninguna clase de ritos, sin ninguna clase de palabras.
Me quedé sorprendido porque entonces él empezó a agitarse, a gesticular, a temblar atónito y furioso. Digo que me quedé sorprendido porque siempre creí que estos tíos tenían más frialdad. Pero al fin y al cabo, se limpian el culo como todo el mundo.
– Padre, hábleme a mí -dijo un anciano-, puede hablarme a mí.
El cura se fue con el anciano y todos felices.
Trece días después de aquella noche en la que ingresé regando sangre, yo estaba conduciendo un camión y descargando paquetes de más de 25 kilos. Una semana más tarde me tomé mi primer trago, el que decían que me mataría.
Supongo que algún día moriré en ese condenado hospital de caridad. Simplemente parece que no puedo escapar de él.
5
Mi suerte estaba de nuevo en decadencia y yo estaba demasiado nervioso debido a mis excesos con el vino; la mirada enloquecida y una gran debilidad; estaba demasiado deprimido para buscar mi habitual trabajo sencillo y ocasional como mozo de carga o chico de recados, así que me fui a una planta empaquetadora de carne en el matadero y entré en la oficina.
– ¿No te he visto a ti antes? -me preguntó el encargado.
– No -mentí.
Había estado allí dos o tres años antes, había pasado por todo el papeleo, el reconocimiento médico, y una vez admitido me habían conducido escaleras abajo, pasando hasta cuatro plantas, y cada vez iba haciendo más frío y los suelos estaban cubiertos con una capa de sangre, suelos verdes, paredes verdes. Me había explicado en qué consistía el trabajo: pulsar un botón y entonces salía de la portezuela de la pared un ruido parecido al estruendo de una manada de elefantes cayendo, y entonces aparecía algo muerto, en gran cantidad, ensangrentado, y entonces, me explicó él, lo coges y lo colocas en ese camión frigorífico. Luego aprietas el botón y saldrá otro nuevo. Acabó la explicación y se fue. Cuando lo perdí de vista me quité el mono, el casco, las botas (tres tamaños más pequeñas que mi pie), subí las escaleras y me largué de allí. Ahora estaba de vuelta.
– Pareces algo viejo para este trabajo.
– Quiero recobrar la forma. Necesito trabajo duro, un buen trabajo duro -mentí.
– ¿Podrás aguantar?
– Soy todo músculos. Solía trabajar en el Ring. He peleado con los mejores.
– ¿Ah, sí?
– Sí.
– Humm, puedo verlo por tu cara. Has debido encajar unas cuantas buenas palizas.
– No se preocupe por mi cara. Tengo manos veloces. Todavía las conservo. Tengo que utilizarlas en algo. Soy rápido y duro.
– Yo soy aficionado al boxeo. No me suena tu nombre.
– Peleaba bajo otro nombre, Kid Stardust.
– ¿Kid Stardust? No me suena ningún Kid Stardust.
– Peleé por Sudamérica, África, Europa, las islas, peleaba en las ciudades industriales. Por eso hay tantos huecos en mi historial de trabajo. No me gusta poner que boxeo porque la gente se cree que estoy mintiendo o bromeando. Simplemente dejo los huecos y al infierno con ello.
– De acuerdo, preséntate mañana a las 9:30 y te pondremos a trabajar. ¿Dices que quieres un trabajo duro?
– Bueno, si hay alguna otra cosa…
– No, en estos momentos no. Sabes, aparentas por lo menos 50 años. Me pregunto si no estaré haciendo el imbécil. No queremos que la gente como tú nos haga perder el tiempo.
– Yo no soy ninguna gente: soy Kid Stardust.
– De acuerdo, Kid -dijo, riéndose-. ¡Te pondremos a TRABAJAR!
No me gustó su modo de decirlo.
Dos días más tarde entré en la planta 2 y le enseñé a un viejo que llevaba una libreta mi mono con mi nombre escrito: Henry Chinaski, y él me mandó a la cadena de carga, tenía que presentarme a Thurman. Me fui hacia allá. Había un grupo de hombres sentados en un banco de madera que me miraron como si fuese homosexual o apestado.
Les miré con lo que supuse que era un tranquilo desdén y pregunté lentamente con mi mejor acento barriobajero:
– ¿Dónde está Thurman? Parece ser que tengo que ver a ese tío.
Alguien me lo señaló.
– ¿Thurman?
– ¿Sí?
– Estoy trabajando para ti.
– ¿Sí?
– Sí.
Me miró.
– ¿Dónde están tus botas?
– ¿Botas? No me dieron -dije.
Se agachó bajo el banco y agarró un par, un viejo, gastado y maloliente par. Me las puse. La misma vieja historia: tres números demasiado pequeñas; mis pies estaban en ellas aplastados y doblados.