– No grite -le dijo- o la mato. ¡Así que pórtese bien o la mato!
Ella estaba paralizada, sus labios empezaron a temblar. Eran del más puro rosa pálido, y entonces, la boca de Harry se pegó a la suya. Estaba bebido y su boca sucia, rancia; la de ella era blanda, fresca, delicada, temblorosa. El la cogió de la cabeza con sus manos, apartó la suya hacia atrás y la miró a los ojos.
– Tú, puta -dijo-. ¡Tú, maldita puta!
La besó de nuevo, más fuerte. Cayeron juntos en la cama, bajo el peso de Harry. El se estaba quitando los zapatos, manteniéndola sujeta debajo suyo. Empezó a quitarle las bragas, bajándoselas a lo largo de las piernas, todo el tiempo sujetándola y besándola.
– Tú, puta, condenada puta…
– ¡Oh NO! ¡Cristo, NO! ¡Mi mujer NO, cabrones!
Harry no los había oído entrar. El joven dio un grito. Luego Harry oyó un gorgoteo sordo. Se incorporó y miró a su alrededor. El joven estaba en el suelo con la garganta cortada; la sangre surgía rítmicamente a borbotones que iban encharcando el suelo.
– ¡Lo has matado! -dijo Harry.
– Estaba gritando.
– No tenías por qué matarlo.
– No tenías por qué violar a su mujer.
– Yo no la he violado y tú lo has matado.
Entonces ella empezó a gritar. Harry le tapó la boca con su mano.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó.
– Vamos a matarla también. Es un testigo.
– Yo no puedo matarla -dijo Harry.
– Yo la mataré -dijo Bill.
– Pero no deberíamos desperdiciarla así.
– Bueno, pues ve y tómala.
– Ponle algo en la boca.
– Ya me ocupo de eso -dijo Bill. Cogió un pañuelo de la cómoda y lo introdujo en la boca de la chica. Luego rasgó la funda de la almohada en tiras y la amordazó.
– Vamos, tío, empieza.
La chica no se resistió. Parecía encontrarse en estado de coma.
Cuando Harry acabó, Bill se montó encima de ella y la poseyó también. Harry miró. Esto era. Era así allí y en el resto del mundo. Cuando un ejército conquistador entraba en las ciudades, poseían a las mujeres. Ellos eran el ejército conquistador.
Bill acabó y se levantó.
– Mierda, esto sí que estuvo bien.
– Escucha, Bill, vamos a dejarla viva.
– Hablará. Es un testigo.
– Si le perdonamos la vida, no hablará. Esa será nuestra condición.
– Hablará. Conozco la naturaleza humana. Más tarde hablará.
– ¿Para qué va a decir nada a gente que hace lo mismo que nosotros? Y en caso de que hablara ¿por qué no va a hacerlo, después de lo que hemos hecho?
– Eso es lo que quiero decir -dijo Bill-. ¿Para qué dejarla viva?
– Vamos a preguntarle. Vamos a hablar con ella. Vamos a preguntarle qué piensa.
– Yo sé lo que piensa. La voy a matar.
– Por favor, no lo hagas, Bill. Vamos a mostrar un poco de decencia.
– ¿Mostrar un poco de decencia? ¿Ahora? Es demasiado tarde. Si hubieses sido lo suficientemente hombre como para haberte guardado tu estúpida polla lejos de ella…
– No la mates, Bill, no puedo… soportarlo…
– Vuélvete de espaldas.
– Bill, por favor…
– ¡Te digo que te vuelvas de espaldas, imbécil!
Harry se dio la vuelta. No pareció que hubiera el menor sonido. Los minutos pasaron.
– ¿Bill, lo has hecho?
– Lo he hecho. Date la vuelta y mira.
– No quiero mirar. Vámonos. Vámonos de aquí.
Salieron por la misma ventana que habían entrado. La noche estaba más fría que nunca. Bajaron por la parte oscura de la casa y salieron a la calle a través del seto.
– ¿Bill?
– ¿Sí?
– Ahora me siento bien, como si no hubiese pasado nunca.
– Pero pasó.
Fueron caminando hacia la parada del autobús. Los servicios nocturnos pasaban muy de tarde en tarde, probablemente tendrían que esperar cerca de una hora. Llegaron a la parada y se examinaron mutuamente en busca de manchas de sangre y, extrañamente, no encontraron ninguna. Liaron dos cigarrillos y se pusieron a fumar.
Entonces Bill, de repente, escupió su pitillo.
– Maldita sea. Maldita suerte la nuestra.
– ¿Qué pasa, Bill?
– ¡Nos olvidamos de coger su cartera!
– Oh, mierda -dijo Harry.
Un hombre
George estaba tumbado en su remolque, echado de espaldas, mirando una pequeña televisión portátil. Los platos de la cena estaban sin limpiar, los platos del desayuno estaban sin limpiar, necesitaba un afeitado, y la ceniza de su cigarrillo liado le caía sobre la camiseta, y cuando le quemaba la piel, blasfemaba y se la sacudía de encima.
Se oyeron unos golpes en la puerta del remolque. El se levantó lentamente y abrió la puerta. Era Constance. Llevaba una botella de whisky sin abrir en una bolsa.
– George, he dejado a ese hijo de puta, no pude aguantar a ese hijo de la gran puta por más tiempo.
– Siéntate.
George abrió la botella, cogió dos vasos, llenó cada uno con un tercio de whisky y dos de agua, y se sentó en la cama con Constance. Ella sacó un cigarrillo de su bolso y lo encendió. Estaba bebida y sus manos temblaban.
– También me he llevado su maldito dinero. Agarré su maldito dinero y me largué mientras él estaba trabajando. No sabes lo que he sufrido con ese hijo de puta.
– Dame algo para fumar -dijo George.
Ella le alcanzó un pitillo y cuando estaba más cerca, George le puso su brazo alrededor, se la atrajo y la besó.
– Tú, hijo de puta -dijo ella sonriendo-, te eché de menos.
– Yo eché de menos esas magníficas piernas, Connie. Realmente eché de menos esas piernas.
– ¿Te siguen gustando?
– Me pongo cachondo sólo de verlas.
– Nunca lo he podido hacer con un tío educado -dijo Connie-. Son demasiado blandos, no son hombres. Y este tío limpiaba la casa, George, era como tener una criada. Lo hacía todo. El piso estaba sin una mota de polvo. Podías comerte un filete fuera del plato, en medio del suelo, donde fuese. El era antiséptico, eso es lo que era.
– Bebe algo. Te sentirás mejor.
– Y era incapaz de hacer el amor.
– ¿Quieres decir que no se le levantaba?
– Oh, sí se le levantaba. La tenía siempre tiesa. Pero no sabía cómo hacer feliz a una mujer, ya sabes. No sabía actuar. Todo ese dinero, toda esa educación. Era un inútil.
– A mí me hubiera gustado tener estudios.
– No necesitas nada de eso. Tú tienes todo lo que necesitas, George.
– Sólo soy un desgraciado. Todos esos trabajos de mierda…
– Te digo que tienes todo lo que necesitas, George. Tú sabes cómo hacer feliz a una mujer.
– ¿Sí?
– Sí. ¿Y quieres saber algo más? ¡Su madre venía con nosotros…! ¡Su madre! Dos o tres veces a la semana. Y se sentaba allí mirándome, pretendiendo apreciarme, pero tratándome todo el tiempo como si fuese una puta. ¡Como si yo fuese una mala puta robándole a su amado hijo de sus brazos! ¡Su precioso Walter! ¡Cristo! ¡Vaya un plato!
– Bebe, Connie.
George había acabado. Esperó a que Connie vaciara su vaso, entonces lo cogió y llenó de nuevo los dos.
– El juraba gritando que me amaba. Entonces yo le decía: ¡Mírame el coño, Walter! Y él no me miraba el cono. Decía: «No quiero mirar esa cosa». ¡Esa cosa! ¡Así es cómo lo llamaba! Tú no tienes miedo de mi coño, ¿verdad, George?
– No me ha mordido nunca por ahora.
– Pero tú sí que lo has mordido, lo has roído bien, ¿eh, George?
– Supongo que sí.
– ¿Y lo has lamido, lo has chupado?
– Supongo que sí.
– Tú sabes condenadamente bien lo que has hecho, George.
– ¿Cuánto dinero te has cogido?
– Seiscientos dólares.
– No me gusta la gente que roba a otra gente, Connie.
– Eso es porque eres un jodido friegaplatos. Eres honesto. Pero él es un gilipollas tal, George… Y además puede permitirse el lujo de perder ese poco de dinero, y yo me lo he ganado… él y su madre y su amor, y su amor a su madre, y las pequeñas y limpias escudillas de lavar, y las bolsas higiénicas y los coches nuevos y todos esos olores asfixiantes de colonias, sprays, lociones de afeitar, y sus pequeñas erecciones y su preciosa manera de hacer el amor. Todo para sí mismo, entiendes. ¡Todo para sí mismo! Tú en cambio sabes lo que una mujer quiere, George…