Sabía que las colas me estaban matando. No podía aceptarlas, pero todo el resto del mundo lo hacía. Todo el resto del mundo era normal. La vida les parecía bella. Podían estar en una cola sin sentir dolor. Podían estar en una cola durante siglos. Incluso les gustaba guardar cola. Charlaban y gesticulaban y sonreían y flirteaban con el de al lado. No tenían otra cosa que hacer. No podían imaginarse otra cosa que hacer. Y yo tenía que mirar sus orejas y bocas y cuellos y piernas y culos y orificios de la nariz, todo eso. Podía sentir rayos de muerte manando de sus cuerpos, y escuchando sus conversaciones me sentía como gritando: «¡Cristo, que alguien me ayude! ¿Tengo que sufrir todo esto sólo para comprar una libra de hamburguesa y una rebanada de pan seco?».
El vértigo llegaba y yo trataba de estirar las piernas firmemente para no caerme; el supermercado empezaba a dar vueltas y también las caras de los empleados, con sus mostachos rubios y castaños y sus ojos inteligentes y felices. Todos llegarían un día a ser dueños de supermercados, con sus caras blancas de restregarse y satisfechas, comprando casas en Arcadia y montándose por la noche encima de sus agradecidas mujeres de pelo rubio platino.
Pedí una nueva cita con el
doctor. Me dieron
la primera. Llegué media hora antes y el retrete estaba arreglado. La enfermera estaba barriendo el despacho. Se doblaba hacia adelante, doblaba su cuerpo hasta la mitad y luego para la derecha y para la izquierda, y movía el culo delante mío, y barría y se inclinaba. El uniforme blanco se estiraba y amenazaba reventar, trepaba, se subía; aquí una rodilla con hoyuelos, allí un muslo, aquí una nalga, allí el cuerpo entero. Me senté y abrí un número de Life.
Ella paró de barrer y volvió la cabeza hacia mí, sonriendo:
– Se deshizo de sus guantes, señor Chinaski.
– Sí.
El doctor llegó y parecía un poco más cercano a la muerte; me hizo un gesto y yo le seguí al despacho.
Se sentó en su taburete.
– Chinaski: ¿cómo le va?
– Bien, doctor…
– ¿Problemas con las mujeres?
– Bueno, por supuesto, pero…
No me dejó acabar. Había perdido más pelo. Sus dedos se estiraron. Parecía corto de respiración. Más delgado. Era un hombre desesperado.
Su mujer le estaba chupando el hígado. Habían ido a juicio. Ella le abofeteó en medio del juicio. A él le había gustado. Eso ayudaría a la causa. Habían visto a esa perra en acción. De cualquier manera, el asunto no había acabado muy mal. Ella le dejó algunas cosas. Pero claro, ya conoce las tarifas de los abogados. Bastardos. ¿Alguna vez se ha fijado en un abogado? Casi siempre están gordos. Mejillas, papadas.
– De cualquier modo, mierda, ella me ha clavado de mala manera. Pero me he quedado con algo. ¿Sabe lo que cuestan unas tijeras como éstas? Mírelas. Hojalata con un tornillo. 18,50 dólares. Dios mío, y odiaban a los nazis. ¿Qué es un nazi comparado con esto?
– No sé, doctor. Ya le he dicho que soy un hombre confundido.
– ¿Alguna vez ha probado un curandero?
– No vale la pena. Son estúpidos, sin imaginación. No necesito a los curanderos. He oído que siempre acaban molestando sexualmente a sus pacientes femeninas. Me gustaría ser curandero si me pudiera follar a todas las mujeres; fuera de eso, su labor es inútil.
Mi doctor se incorporó en su taburete. Se puso un poco más amarillento y grisáceo. Un gigantesco espasmo recorrió todo su cuerpo. Estaba ya casi al otro lado. Era un buen tipo.
– Bueno, me libré de mi esposa -dijo-, ya ha pasado todo.
– Magnífico -dije-; hábleme de cuando era nazi.
– Bueno, no teníamos mucha elección. Ellos simplemente nos metían. Yo era joven. Quiero decir, demonios, ¿qué vas a hacer? Sólo puedes vivir en un país a la vez. Vas a la guerra, y si no acabas muerto, acabas en un camión descubierto con la gente tirándote mierda por el camino…
Le pregunté si se había follado a su magnífica enfermera. El sonrió caballerosamente. La sonrisa decía que sí. Entonces me contó que después del divorcio, bueno, se había citado con una de sus pacientes, y sabía que no era ético hacer eso con los pacientes…
– No, a mí me parece bien, doctor.
– Ella es una mujer muy inteligente. Me he casado con ella.
– Muy bien.
– Ahora soy feliz… pero…
Entonces extendió las manos y abrió las palmas hacia arriba…
Le hablé de mi terror a las colas. Me recetó Librium.
Entonces me salió un nido de forúnculos en el culo. Era una agonía. Me ataron con correas de cuero; estos tíos pueden hacer lo que les dé la gana contigo. Me pusieron una anestesia local y me abrieron el culo. Volví la cabeza, miré a mi doctor y dije:
– ¿Hay alguna posibilidad de que yo cambie de idea?
Había tres caras mirándome desde arriba. La suya y otras dos. El para cortar. Ella para cambiar las telas. La tercera para meter agujas.
– No puede cambiar de idea -dijo el doctor, y se frotó las manos y gesticuló y sufrió un espasmo y comenzó…
La última vez que le vi tenía algo así como cera en mis oídos. Podía ver sus labios moviéndose, trataba de entenderle, pero no oía nada. Por la expresión de sus ojos y su cara pude entender que eran de nuevo tiempos duros para él, y yo asentí con mi cabeza.
Se mostró cálido conmigo. Yo estaba un poco mareado y pensé, bueno, sí, es un tipo agradable, pero, ¿por qué no me deja hablar nunca de mis problemas? No es correcto, yo también tengo problemas, y además tengo que pagarle.
Casualmente, mi doctor se dio cuenta de que yo estaba sordo. Cogió algo parecido a un extintor de incendios y me lo metió en los oídos. Más tarde me enseñó gruesos pedazos de cera…
– Era la cera -dijo. Y me señaló el interior de un cubo. Parecía realmente algo así como judías refritas.
Me levanté de la mesa, le pagué y me fui. Seguía sin poder oír nada. No me sentía particularmente mal o bien y me pregunté cuál sería mi próxima indisposición, qué haría él al respecto, qué haría con su hija de 17 años, que estaba enamorado de otra mujer y que iba a casarse con esa mujer… y entonces me di cuenta de que todo el mundo sufría continuamente, incluidos aquellos que pretendían no sufrir. Me pareció un gran descubrimiento. Miré al chico de los periódicos y pensé; humm, humm, y miré a la siguiente persona que pasó y pensé, hummm, hmmm, hmmmmm, y al lado de la señal de tráfico que anunciaba el hospital, un coche nuevo de color negro dio la vuelta a la esquina y atropello a una bonita joven con una minifalda azul, y ella era rubia y llevaba lazos azules en el pelo, se quedó sentada en medio de la calzada bajo el sol y el escarlata salía fluido de su nariz.
Cristo en patines
Era una pequeña oficina en el tercer piso de un viejo edificio, no demasiado lejos del muelle. Joe Mason, presidente de Rollerworld, Inc., se sentó detrás del viejo escritorio que alquiló con la oficina. Estaba lleno de frases escritas en la superficie y en los bordes: «Nacido para morir». «Algunos hombres compran lo que a otros les cuesta la horca.» «Sopa de mierda.» «Odio el amor más de lo que amo el odio.»
El vicepresidente, Clifford Underwood, se sentó en la única silla restante. Había un teléfono. La oficina olía a orina, pero el retrete estaba 10 metros más abajo. Había una ventana que daba al callejón, una gruesa ventana amarilla que dejaba pasar una luz sombría. Los dos hombres fumaban cigarrillos y esperaban.
– ¿A qué hora le dijiste? -preguntó Underwood.
– 9:30 -dijo Mason.
– Ya.
Esperaron. Pasaron ocho minutos. Cada uno encendió un nuevo cigarrillo. Sonó un golpe en la puerta.
– Entra -dijo Mason. Era Monster Chonjacki, barbudo, dos metros veinte de altura y 180 kilos. Chonjacki apestaba. Empezó a llover. Se podía oír un camión de carga pasando por debajo de la ventana. Eran realmente 24 camiones yendo hacia el norte. Chonjacki seguía apestando. Era la estrella de los Yellowjacketts, uno de los mejores patinadores a ambos lados del Mississippi, a 25 metros de cada lado.