– Siéntate -dijo Mason.
– No hay sillas -dijo Chonjacki.
– Déjale la silla, Cliff.
El vicepresidente se levantó lentamente, dando toda la impresión de un hombre que va a tirarse un pedo, no lo hizo y fue a apoyarse contra la gruesa ventana amarilla, observando a la lluvia golpear en el cristal. Chonjacki se sentó, bajó la cabeza, cogió y se encendió un Pall Mall. Sin filtro. Mason se inclinó por encima del escritorio:
– Eres un ignorante hijo de perra.
– ¡Eh, espere un momento!
– ¿Quieres ser un héroe, eh, hijito? ¿Te excitas cuando niñitas sin un solo pelo en sus coños corean tu nombre? ¿Te gustan los viejos, rojo, azul y blanco? ¿Te gustan los helados de vainilla? ¿Sigues meneándote tu minga enana, gilipollas?
– Escuche, Mason…
– ¡Cállate! ¡Trescientos a la semana! ¡Trescientos a la semana te he estado dando! Cuando te encontré en ese bar ni siquiera tenías dinero para el próximo trago… ¡Tenías almorranas y estabas viviendo entre sopa de cabeza de cerdo y coles! ¡No sabías ni atarte un patín! ¡Te saqué de la nada, soplaculos, y puedo hundirte otra vez en la nada! ¡En lo que a ti te concierne, yo soy Dios! ¡Y soy un Dios que no olvida tus estúpidas faltas de sacude-madres!
Mason cerró los ojos y se echó hacia atrás en su butaca. Dio una calada a su cigarrillo; un poco de ceniza caliente le cayó en el labio inferior, pero estaba demasiado furioso para sentir algo o decir un taco. Simplemente dejó que la ceniza le quemara. Cuando la ceniza dejó de arder, él siguió con los ojos cerrados y escuchó la lluvia. Ordinariamente a él le gustaba escuchar la lluvia. Especialmente cuando estaba a resguardo en algún sitio y el alquiler estaba pagado y alguna mujer no estaba volviéndole loco. Pero hoy la lluvia no le ayudaba. No solamente olía a Chonjacki, sino que lo sentía allí, delante suyo. Chonjacki era peor que la diarrea. Chonjacki era peor que los cangrejos. Mason abrió los ojos, se incorporó y le miró. Cristo, lo que un hombre tenía que aguantar para poder vivir.
– Nene -dijo dulcemente-, le rompiste dos costillas a Sonny Wellborn la noche pasada. ¿Me oyes?
– Escuche… -Chonjacki empezó a decir.
– No una costilla. No, no una costilla solamente. Dos. Dos costillas. ¿Me oyes?
– Pero…
– ¡Escucha, gilipollas! ¡Dos costillas! ¿Me oyes? ¿Me oyes?
– Le oigo.
Mason dejó su cigarrillo, se levantó de la butaca y caminó hacia la silla de Chonjacki. Se podría decir que Chonjacki tenía buena pinta. Se podría decir que era un chico guapo. Pero nunca se podría decir lo mismo acerca de Mason. Mason era viejo. Cuarenta y cinco. Medio calvo. Hombros caídos. Divorciado. Cuatro hijos. Dos en la cárcel. Seguía lloviendo. Iba a llover por casi dos días y tres noches. El río de Los Ángeles se excitaría y pretendería ser un río.
– ¡Levántate! -dijo Mason.
Chonjacki se levantó. Cuando estuvo de pie, Mason le metió la izquierda en la tripa y cuando la cabeza de Chonjacki bajó, la enderezó con un gancho de derecha. Entonces se sintió un poco mejor. Era como una taza de Ovaltina en una mañana hiela-culos de enero. Se fue andando hacia su butaca y se sentó de nuevo. Esta vez no encendió un cigarrillo. Encendió su puro de 15 centavos. Encendió su puro de después del almuerzo antes de almorzar. Así de bien se sentía. Tensión. No podías dejar que esa mierda hiciera presa en ti. Su antiguo cuñado había muerto de una úlcera sangrante. Sólo porque no había sabido librarse de la tensión.
Chonjacki se sentó. Mason le miró.
– Esto, nene, es un negocio, no un deporte. No creemos en gente que haga daño. ¿Me explico bien?
Chonjacki estaba allí sentado, escuchando la lluvia. Se preguntaba si su coche iba a arrancar. Siempre tenía problemas para arrancar su coche en días de lluvia. De todos modos, era un buen coche.
– Te he preguntado, nene, si me he expresado bien.
– Oh, sí, sí…
– Dos costillas partidas. Dos de las costillas de Sonny Wellborn partidas. Es nuestro mejor jugador.
– ¡Espere! El juega para los Vultures. ¿Cómo puede ser nuestro mejor jugador? Wellborn juega para los Vultures.
– ¡Gilipollas! ¡Nosotros llevamos a los Vultures!
– ¿Que llevan a los Vultures?
– Sí, chupaculos. Y a los Angels y los Coyotes y los Cannibals y cualquier otro maldito equipo de la liga, son todos de nuestra propiedad, todos esos chicos…
– Cristo…
– ¡No, Cristo no; Cristo no tiene nada que ver con esto! Pero, espera, me has dado una idea, idiota.
Mason se dirigió hacia Underwood, que seguía mirando la lluvia por la ventana.
– Es algo que hay que pensar -le dijo.
– Uh -dijo Underwood.
– Deja de pensar en tu polla, Cliff. Piensa en esto.
– ¿En qué?
– Cristo en patines. Tiene posibilidades ilimitadas.
– Sí. Sí. Podemos enfrentarle con el diablo.
– Eso es bueno. Sí, el diablo.
– Podemos incluso hacer algo con la Cruz.
– ¿La Cruz? No, ya hay bastante tomate.
Mason se volvió hacia Chonjacki. Chonjacki seguía allí. Se sorprendió de verle. Si se hubiera encontrado con un mono allí sentado, se hubiera sorprendido menos. Mason había visto muchas cosas. Pero no era un mono, era Chonjacki. Tenía que hablar con Chonjacki. Deber, deber… todo por el alquiler, un pedazo ocasional de culo y un entierro en el campo. Los perros tienen pulgas, los hombres tienen problemas.
– Chonjacki -dijo-, por favor, déjame que te explique algo. ¿Me escuchas? ¿Eres capaz de escuchar?
– Estoy escuchando.
– Esto es un negocio. Trabajamos cinco noches a la semana. Salimos en televisión. Alimentamos familias. Pagamos impuestos. Votamos. Compramos papeletas de los jodidos policías como cualquier otro. Sufrimos dolor de muelas, insomnio, enfermedades venéreas. Nos gusta celebrar las Navidades y el Año Nuevo como todo el mundo. ¿Entiendes?
– Sí.
– Incluso, a veces, nos deprimimos. Somos humanos. Yo incluso, a veces me deprimo. Algunas veces me siento como si llorara en medio de la noche. Tan cierto como el infierno que me sentí llorar la pasada noche cuando le rompiste las dos costillas a Wellborn…
– ¡Me estaba puteando, señor Mason!
– Chonjacki, Wellborn no tocaría un pelo del codo izquierdo de tu abuela. El lee a Sócrates, Robert Duncan y W. H. Auden. Ha estado en la Liga cinco años y no ha causado el suficiente daño físico para molestar siquiera a una vieja beata…
– Me estaba atacando, me acosaba, me estaba gritando…
– Oh, Cristo -dijo Mason, dulcemente. Puso su puro en el cenicero-. Hijo, te lo he dicho. Somos una familia, una gran familia. No nos hacemos daño entre nosotros. Nos hemos conseguido la mejor audiencia subnormal de todos los deportes. Hemos reunido a la mayor masa de idiotas vivos que nos meten el dinero directamente en nuestros bolsillos. ¿Te das cuenta? Hemos sacado al clásico idiota de la lucha profesional, de Me gusta Lucy, y de George Putnam. Lo tenemos en nuestras manos, y no creemos en cualquier intento de maldad o violencia por parte de nuestros chicos. ¿Cierto, Cliff?
– Cierto -dijo Underwood.
– Vamos a hacerle una demostración.
– De acuerdo.
Mason se levantó de su escritorio y se fue hacia Underwood.
– Tú, hijo de puta -dijo-. Te voy a matar. Tu madre se traga sus propios pedos y tiene un conducto urinario sifilítico.
– Tu madre come mierda de gato vomitada -dijo Underwood.
Se fue desde la ventana hacia Mason. Mason pegó primero. Underwood rodó por encima del escritorio.
Mason le hizo una llave alrededor del cuello con el brazo izquierdo y le pegó en la cabeza con el puño y el antebrazo derechos.
– Las tetas de tu hermana le cuelgan por debajo del coño y se mojan en la orina cuando caga -le dijo Mason a Underwood. Underwood le cogió del brazo de espaldas y lo volteó por encima suyo. Mason rodó contra la pared y chocó estruendosamente. Entonces se levantó, fue hacia su escritorio, se sentó en la butaca, cogió su puro y le dio una chupada. Seguía lloviendo. Underwood volvió a apoyarse contra la ventana mirando las gotas de lluvia.