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– Estoy trabajando en una obra de teatro para Broadway -me dijo-. Dicen que el teatro se está muriendo, pero yo tengo algo que mostrarles. Uno de los más importantes productores está interesado. Estoy dando forma al último acto en estos momentos. Es un buen medio. Yo siempre fui muy bueno charlando, ya sabes.

– Sí -contesté.

Me fui sobre las 11:30. La conversación había sido agradable… Harris empezaba a mostrar un gris distinguido en las sienes, y no dijo «mierda» más de cuatro o cinco veces.

La obra Dispara a tu madre, dispara a tu Dios, dispara el desenlace fue un éxito. Tuvo una de las mayores permanencias en la historia de Broadway. Tenía de todo: algo para los revolucionarios, algo para los reaccionarios, algo para los amantes de la comedía, algo para los amantes del drama, algo incluso para los intelectuales, y aún tenía sentido. Randall Harris se mudó de Malibú a un gran chalet en lo alto de Beverly Hills. Ahora leías a menudo cosas acerca de él en las columnas de chismorreos de los periódicos.

Un día me pasé por Beverly Hills y encontré el lugar donde ahora vivía, una mansión de tres pisos que dominaba las luces de Los Ángeles y Hollywood.

Aparqué, bajé del coche y caminé por el sendero hacia la puerta principal. Eran cerca de las 8:30 de la noche, una noche fría, casi helada; había luna llena y la atmósfera estaba fresca y clara.

Toqué el timbre. Me pareció esperar un largo rato. Finalmente la puerta se abrió. Era el mayordomo.

– ¿Diga, señor? -me preguntó.

– Henry Chinaski, quiero ver a Randall Harris -dije.

– Un momento, señor. -Cerró la puerta despacio y esperé de nuevo largo rato. Entonces volvió el mayordomo-. Lo siento, señor, pero el señor Harris no puede ser molestado en estos momentos.

– Oh, de acuerdo.

– ¿Acaso quiere dejar un mensaje, señor?

– ¿Un mensaje?

– Sí, un mensaje.

– Sí, dígale «enhorabuena».

– ¿Enhorabuena? ¿Eso es todo?

– Sí, eso es todo.

– Buenas noches, señor.

– Buenas noches.

Volví a mi coche, entré. Arranqué y comencé a recorrer la larga bajada por las cuestas de las colinas. Llevaba conmigo aquel primerizo número de Mad Fly, el número con diez poemas de Randall Harris dentro. Quería que me lo firmase, pero probablemente estaría demasiado ocupado. Tal vez, pensé, si le mando la revista por correo con franqueo de vuelta, me la firme.

Eran sólo las 9 de la noche. Tenía mucho tiempo para ir a cualquier sitio.

El diablo estaba caliente

Bueno, fue después de una violenta discusión con Fio, y yo no estaba como para emborracharme o ir de putas. Así que me monté en el coche y me fui conduciendo hasta la playa. Estaba anocheciendo y conduje despacio. Llegué a la feria, aparqué y entré. Paré un rato en los arcos de tragaperras, jugué con algunas máquinas, pero el lugar hedía a orina, así que me largué. Era demasiado viejo para montarme en el tiovivo, así que pasé de largo. Por la feria paseaban los tipos habituales: un gentío indiferente y somnoliento.

Fue entonces cuando me apercibí de un sonido monótono que salía de un edificio cercano. Una cinta magnetofónica o un disco, sin duda. Me acerqué. Había un charlatán vociferando en la entrada:

– ¡Sí, señoras y caballeros. Entren, entren aquí… Nosotros hemos capturado al diablo! ¡Está aquí dentro a su disposición, para que ustedes lo vean con sus propios ojos! ¡Piensen, sólo por un cuarto, veinticinco centavos, pueden ustedes ver al diablo… el mayor perdedor de todos los tiempos! ¡El perdedor del único intento de revolución que ha habido en toda la historia del Cielo!

Bueno, estaba listo para tragarme una pequeña comedia, y olvidarme de los insultos y humillaciones de Fio. Pagué mi cuarto y entré junto con otros seis o siete imbéciles en pelotón. Tenían a este tío metido en una jaula. Lo habían pintado de rojo, y llevaba algo en la boca que le hacía resoplar bocanadas de humo y chorros de fuego. No era un gran espectáculo. El tío sólo daba vueltas y más vueltas, diciendo una y otra vez:

– Condenada leche. ¡Tengo que salir de aquí! ¿Cómo han podido meterme en esta jodida jaula?

Bueno, he de decir en honor a la verdad que el tío si parecía peligroso. De repente, dio seis rápidos aleteos con la espalda. En el último aterrizó de pie, miró a su alrededor y dijo:

– ¡Oh, mierda, me siento como un gilipollas!

Entonces me vio. Se vino muy resuelto hacia donde yo estaba, se paró delante mío, al otro lado de los alambres. Estaba caliente como una estufa. No sé cómo lo conseguían.

– Hijo mío -me dijo-. ¡Por fin has venido! Te he estado esperando. ¡Treinta y dos días llevo en esta jodida jaula!

– No sé de qué me está hablando.

– Hijo mío -dijo- no bromees conmigo. Vuelve aquí a medianoche con unas tijeras de cortar alambre y libérame.

– Deja de darme el coñazo, tío -le dije.

– ¡Treinta y dos días llevo aquí, hijo mío! ¡Por fin llega mi libertad!

– ¿Quieres decir que pretendes ser realmente el diablo?

– ¡Que me encule un gato si no lo soy! -me contestó.

– Si fueses el diablo, podrías utilizar tus poderes sobrenaturales para salir de aquí.

– Mis poderes se han desvanecido temporalmente. Este tío, el charlatán de la entrada, estaba conmigo en la celda de los borrachos. Le dije que era el diablo y pagó la fianza de los dos. Yo había perdido mis poderes en esa celda, si no, no hubiera necesitado su ayuda para nada. Bueno, afuera el cabrón me emborrachó de nuevo, y cuando me desperté estaba metido en esta jaula. El hijo de mala puta me alimenta con comida para perros y mantequilla de cacahuete. ¡Hijo mío, ayúdame, te lo ruego!

– Estás loco -dije-, eres un chiflado.

– Vuelve más tarde, esta misma noche, hijo mío, con las tijeras para alambre.

El charlatán entró y anunció que la sesión con el diablo había finalizado, y que si alguien quería verlo más, tendría que pagar otros veinticinco centavos. Yo había visto ya suficiente diablo. Salí afuera junto con los otros seis o siete imbéciles en pelotón.

– Eh, él le habló -dijo un vejete que caminaba a mi lado- he venido a verle todas las noches y usted es la primera persona a quien ha hablado.

– Huevos -dije.

El charlatán me paró:

– ¿Qué te ha dicho? Vi cómo te hablaba. ¿Qué te ha contado?

– Me lo ha contado todo.

– Bueno, guárdate mucho de intentar algo, capullo. ¡El es mío! No había sacado tanto dinero desde la época en que tuve a la mujer barbuda de tres piernas.

– ¿Qué pasó con ella?

– Se fugó con el hombre pulpo. Ahora tienen una granja en Kansas.

– Creo que estáis todos locos.

– Sólo te digo una cosa. Yo encontré a este tío y es mío. ¡Así que ni te acerques!

Me fui hacia mi coche, subí y conduje de vuelta a Fio. Cuando llegué ella estaba sentada en la cocina bebiendo whisky. Siguió allí sentada y me dijo unos cuantos cientos de veces la miseria inútil de hombre que era. Bebí con ella un rato sin decir apenas nada. Entonces me levanté, fui hacia el garaje, cogí los corta alambres, me los metí en el bolsillo, subí al coche y volví a la feria.

Forcé la puerta trasera, el cerrojo estaba muy oxidado y cedió con facilidad. El estaba dormido en el suelo de la jaula. Comencé a trabajar, pero no pude cortar el alambre. Era demasiado grueso. Entonces se despertó.

– Hijo mío -dijo-. ¡Has vuelto! ¡Sabía que lo harías!

– Mira, tío, no puedo cortar el alambre con estas tenazas. Es demasiado grueso.

El se levantó:

– Dámelas. -Me cogió las tenazas.

– Dios -le dije-. ¡Tienes las manos ardiendo! Debes tener alguna clase de fiebre.

– No me llames Dios -contestó.

Cortó el alambre con las tenazas como si fuese hilo de seda y salió fuera de la jaula.

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