Yo me quité las botas, el delantal, el casco de metal, el mono, y caminé hacia la salida. Lancé todo el equipo por encima de la mesa. El viejo me miró:
– ¿Qué? ¿Vas a abandonar un BUEN trabajo como éste?
– ¡Dígales que me manden el cheque por dos horas o si no que se limpien el culo con él, me importa un carajo!
Salí. Crucé la calle hacia un bar mexicano y allí me tomé una cerveza, luego cogí el autobús hasta mi casa. La educación de las escuelas americanas me había jodido otra vez.
6
La noche siguiente estaba sentado en un bar entre una mujer con una cinta alrededor de la cabeza y otra mujer sin cinta en la cabeza, y no era más que otro bar -estúpido, triste, cruel, imperfecto, desesperado, mierdoso, pobre y el pequeñísimo retrete apestaba y provocaba la náusea, y no podía hacer caca allí, sólo mear, vomitar o apartar asfixiado la cabeza, buscando la luz y el aire, rogando a tu estómago que sólo aguantase una noche más-.
Llevaba allí cerca de tres horas bebiendo y convidando a beber a la mujer sin cinta en la cabeza. No tenía mala pinta: zapatos caros, buenas piernas y trasero; justo al borde de la decadencia física, pero así es cómo parecen más sexys -por lo menos así me lo parece-.
Pedí otra copa, dos copas más.
– Ya está -le dije-, me he gastado el último céntimo.
– Estás bromeando.
– No.
– ¿Tienes algún sitio donde dormir?
– Me quedan dos días de alquiler.
– ¿Trabajas?
– No.
– ¿Qué haces?
– Nada.
– Quiero decir que cómo has vivido hasta ahora.
– Fui agente de jockeys por un tiempo. Tenía un buen chico, pero le pescaron dos veces con una pistola en la verja de salida. Lo procesaron. Hice algo de boxeo, juego, incluso intenté la cría de pollos, me pasaba toda la noche sentado cuidándolos frente a los perros callejeros de las colinas, era duro, y entonces un día tiré un puro encendido a la paja sin darme cuenta y todo se incendió y todos mis pollos se quedaron fritos, mal fritos. Traté de buscar oro en el norte de California. Fui charlatán en una feria. Probé el comercio, probé de vendedor: nada me fue bien, soy un fracasado.
– Bébete eso -dijo ella- y vente conmigo.
Ese «vente conmigo» sonó bien. Acabé mi bebida y la seguí afuera. Subimos la calle caminando y paramos en una tienda de licores.
– Ahora tú no hagas nada -dijo- déjame hablar a mí.
Entramos. Ella cogió algo de salami, huevos, pan, bacon, cerveza, mostaza, escabeche, dos botellas de whisky bueno, Alka Seltzer y sardinas. Cigarrillos y puros.
– Cárguelo a la cuenta de Willie Hansen -le dijo al empleado.
Salimos con toda la compra y ella llamó un taxi desde el teléfono de la esquina. El taxi apareció y subimos detrás.
– ¿Quién es Willie Hansen? -pregunté.
– Olvídalo -dijo.
Una vez en mi casa, me ayudó a poner los víveres en la nevera. Luego se sentó en el sofá y cruzó sus dos buenas piernas y se quedó allí, moviendo y girando el tobillo, mirándose el zapato negro, bello y adornado. Saqué el tapón de una botella y me puse a mezclar dos tragos bien fuertes. Era de nuevo un rey.
Esa noche en la cama, me paré en medio del acto y la miré.
– ¿Cómo te llamas? -pregunté.
– ¿Qué coño importa mi nombre?
Yo reí y seguí la marcha.
Venció el alquiler y yo metí todo, que no era mucho, en mi maleta de cartón. 30 minutos más tarde rodeamos un almacén de saldos y a nuestra vista apareció una vieja casa de dos pisos.
Pepper (así se llamaba, finalmente me había dicho su nombre) tocó el timbre y me dijo:
– Tú ponte detrás, deja que me vea a mí, y cuando suene el zumbido, yo empujo la puerta y tú me sigues.
Willie Hansen siempre bajaba por la escalera hasta el rellano, donde tenía un espejo que le mostraba quién estaba llamando a la puerta, y así podía decidir cuándo estaba en casa y cuándo no.
Decidió estar en casa. Sonó un zumbido, la puerta se abrió y yo seguí a Pepper adentro, dejando mi maleta al pie de la escalera.
– ¡Nena! -ella subió a saludarle-. ¡Qué bueno volver a verte!
Era bastante viejo y sólo tenía un brazo. Le puso el brazo alrededor y la besó.
Entonces me vio.
– ¿Quién es éste tío?
– Oh, Willie, quiero presentarte a un amigo. Este es el Kid.
– ¡Hola! -dije.
El no me respondió.
– ¿El Kid? No parece un chico. [1]
– Kid Lanny. Solía pelear bajo el nombre de Kid Lanny.
– Kid Lancelot -dije.
Subimos a la cocina, Willie sacó una botella y sirvió varios vasos. Nos sentamos a la mesa.
– ¿Te gustan esas cortinas? -me preguntó-. Las chicas hicieron esas cortinas para mí. Tienen mucho talento estas chicas.
– Me gustan las cortinas -le dije.
– Mi brazo se está quedando paralizado, apenas puedo mover los dedos, creo que voy a morirme, los médicos no saben encontrar mi mal. Las chicas creen que bromeo, las chicas se ríen de mí.
– Le creo -le dije.
Tomamos un par de copas más.
– Me gustas -dijo Willie-. Tienes pinta de haber vivido, tienes pinta de haber adquirido clase. La mayoría de la gente no tiene clase. Tú tienes clase.
– No sé nada sobre clase -dije- pero sí que he vivido.
Tomamos algunos tragos más y nos fuimos al salón. Willie se puso una gorra de marino, se sentó delante de un órgano y empezó a tocarlo con su único brazo. Era un órgano muy potente.
Había monedas de un cuarto, de quince y perras chicas desparramadas por todo el suelo. Yo no hice preguntas. Nos sentamos allí bebiendo y escuchando el órgano. Aplaudí ligeramente cuando él acabó.
– Todas las chicas estuvieron aquí la otra noche -me contó- y entonces alguien gritó: ¡A CORRER! y deberías haberlas visto corriendo, algunas desnudas y otras en bragas y sostén, todas se pusieron a correr y acabaron en el garaje. ¡Fue condenadamente divertido! Yo me quedé sentado aquí arriba y ellas volvieron a subir en fila riéndose y empujándose. ¡Ya lo creo que fue divertido!.
– ¿Y quién fue el que gritó A CORRER? -pregunté.
– Fui yo -dijo él.
Entonces se fue a su dormitorio, se quitó la ropa y se metió en la cama. Pepper entró y le besó y habló con él mientras yo paseaba recogiendo monedas del suelo.
Cuando ella salió, me señaló un lugar al final de la escalera. Yo bajé a por mi maleta y la subí.
7
Cada vez que se ponía la gorra de marino, la gorra de capitán, por la mañana, sabíamos que íbamos a ir al yate. El se ponía delante del espejo, ajustándosela hasta conseguir el ángulo propicio, y una de las chicas venía corriendo a decirnos:
– ¡Vamos a salir en el yate! ¡Willie se está poniendo la gorra!
Como si fuera la primera vez. Salía con su gorra y nosotros le seguíamos hasta el garaje, sin decir una palabra.
Tenía un viejo coche, tan viejo que tenía detrás un asiento «ahítepudras» de esos que se levantan al abrir la compuerta trasera.
Las dos o tres chicas subieron delante con Willie, apretujándose y contorsionándose; no sé cómo lo consiguieron, pero lo consiguieron. Pepper y yo abrimos la portezuela del asiento y nos metimos. Ella dijo:
– Sólo sale cuando no está de resaca y no quiere beber. El hijo de puta no quiere que nadie beba tampoco. ¡Así que ten cuidado!
– Demonios, necesito un trago.
– Todos necesitamos un trago -dijo ella. Sacó una botella de tercio de su bolso y la abrió. Me la pasó.
– Ahora espera a que nos mire por el espejo retrovisor. Cuando vuelva su mirada a la carretera, te tomas un trago.
Traté de hacerlo. Funcionó. Entonces le llegó el turno a Pepper. Cuando llegamos a San Pedro, la botella estaba ya vacía. Pepper sacó algo de chicle, yo encendí un cigarrillo y saltamos afuera.
Era un bonito yate. Tenía dos motores y Willie se puso a mostrarme cómo poner en marcha el motor auxiliar en caso de que algo anduviese mal. Yo allí de pie, asentía sin escucharle. Algo aburrido y estúpido acerca de tirar de una cuerda para ponerlo en marcha. No sé.