10
Al día siguiente, el viejo peloblanco (el cameraman) se acercó con su café y se sentó en una silla al pie de mi cama.
– No puedo aguantar a ese hijo de perra -me dijo.
Hablaba del pájaro amarillo meado. Bueno, no había otra cosa que hacer con el viejo peloblanco más que hablar con él. Le dije que la bebida había contribuido en gran manera a traerme a mi actual estado de vida. De paso le conté algunas de mis borracheras salvajes y algunas de las demenciales cosas que habían ocurrido. El también tenía algunas buenas para contar.
– En mis viejos tiempos -me contó-, solía haber grandes trenes de color rojo que circulaban entre Glendale y Long Beach, creo que era. Funcionaban durante todo el día y la mayor parte de la noche excepto durante un intervalo de hora y media, creo que entre las 3:30 y las 5:30 de la mañana. Bueno, yo andaba por ahí bebiendo una noche y conocí a un tío en un bar, cuando el bar cerró nos fuimos a su casa y acabamos con algo de mosto que él había dejado allí. Luego salí de su casa y me perdí. Me metí por una calle sin salida, pero sin saber que era una calle sin salida. Iba conduciendo muy de prisa. Seguí derecho hasta que choqué con los raíles del tren. En el choque, el volante me pegó en la barbilla y me dejó sin sentido. Y me quedé allí, con mi coche en medio de los raíles, desmayado. Sólo que tuve suerte porque era la hora y media en que los trenes no circulaban. No sé cuánto tiempo estuve allí. El pito del tren me despertó. Abrí los ojos y vi un tren viniendo derecho hacia mí a toda máquina. Tuve el tiempo justo de arrancar el coche y dar marcha atrás. El tren pasó atronador delante mío. Yo conduje hacia casa, con las ruedas delanteras dobladas y pinchadas, andando a tumbos, haciendo blop, blop, blop…
– Es emocionante.
– Otra vez estoy sentado en el bar. Justo enfrente hay un sitio donde comen los ferroviarios. El tren se para y los hombres bajan a comer. Yo estoy sentado al lado de un tipo en este bar. Se vuelve hacia mí y me dice: «Yo antes conducía una de esas cosas y estoy seguro de que puedo conducirla de nuevo. Vamos y verás cómo la arranco». Salgo con él y subimos a la locomotora. El, tranquilo, va y pone en marcha la cosa. Salimos a una buena velocidad. Entonces yo empecé a pensar: ¿qué coño estoy haciendo aquí?, y le dije al tío: «¡No sé lo que harás tú, pero yo me largo!». Conocía lo suficiente de trenes como para saber dónde estaba el freno. Tiré de la palanca y antes incluso de que el tren parase yo salté afuera por un lado. El saltó por el otro lado y nunca lo volví a ver. Muy pronto había una masa de gente alrededor del tren, policías, inspectores del ferrocarril, mecánicos, reporteros, mirones… Yo en medio del gentío, mirando. «¡Vamos a acercarnos a ver qué ha pasado!», dijo alguien a mi lado. «Ná, coño», dije yo, «no es más que un tren». Tenía miedo de que quizás alguien me hubiese visto. Al día siguiente aparecía una historia en los periódicos. La cabecera decía: «UN TREN VA HASTA PACOIMA POR SI SOLO…» Yo recorté el relato y lo guardé. Conservé ese recorte por diez años. Mi mujer solía verlo. «¿Por qué diablos guardas ese recorte?», me decía, «no lo entiendo, UN TREN VA HASTA PACOIMA POR SI SOLO». Yo nunca se lo dije. Todavía tenía miedo. Usted es el primero al que se lo cuento.
– No se preocupe -le dije-, ni un alma volverá a escuchar esta historia de nuevo.
Entonces me empezó a doler de verdad el culo y peloblanco me sugirió que pidiera una inyección. Lo hice. La enfermera me la puso en la cadera. Cuando se fue, cerró la cortina de mi cama, pero peloblanco siguió allí al lado, sentado. De hecho, ahora tenía un visitante con el que hablar. Un visitante cuya voz me atravesaba mis jodidas tripas. Realmente me las sacaba.
– Voy a mover todos los barcos alrededor del cuello de la bahía. Haremos una toma ahí mismo. Estamos pagando al capitán de cada uno de esos barcos 890 dólares al mes y todos tienen dos chicos a su servicio. Hemos conseguido una flota y la tenemos que usar, pienso yo. El público está listo para una buena historia marina. No han olido una buena historia de barcos desde Errol Flynn.
– Ya -dijo peloblanco-, esas cosas van por ciclos. El público ahora está listo. Necesitan una buena historia marina.
– Claro, hay muchos chavales que no han visto nunca una película marina. Y hablando de chavales, es lo que voy a usar. Los haré correr por los barcos. La única gente mayor que vamos a usar será la que guíe el timón. Llevaremos los barcos por la bahía y rodaremos allí. Dos de los barcos necesitan mástiles, ese es el único defecto. Les pondremos unos mástiles y entonces empezaremos.
– El público seguro que está listo para una película marina. Es un ciclo y el ciclo se repite.
– Están preocupados con el presupuesto. Carajo, no va a costar mucho. Por qué…
Yo abrí la cortina y le dije a peloblanco:
– Mire, puede pensar que soy un hijo de puta, pero ustedes están encima de mi cama. ¿No puede irse con su amigo a su cama?
– ¡Claro, claro!
El productor se levantó.
– Coño, lo siento. No sabía…
Era gordo y sórdido; satisfecho, feliz, enfermante.
– Está bien -dije yo.
Se fueron a la cama de peloblanco y siguieron hablando de la historia de barcos. Todos los moribundos del octavo piso del Queen of Angels Hospital pudieron oír la maldita historia de barcos. El productor finalmente se fue.
Peloblanco me miró.
– Ese es el productor más grande del mundo. Ha producido más películas que cualquier otro ser vivo. Ese era John F.
– John F. -dijo el pájaro meado-, ya, ha hecho algunas grandes películas. ¡Grandes películas!
Yo traté de dormirme. Era difícil dormir por la noche porque todos roncaban. A un tiempo. Peloblanco era el más estrepitoso. Por la mañana siempre me despertaba para quejarse de no haber podido dormir. Esa noche el pájaro amarillo de la pared se la pasó aullando. Primero porque no podía cagar. «¡Hagan algo, Dios mío, voy a reventar!» O porque algo la dolía. O ¿dónde estaba su médico? Continuamente cambiaba de médico. Cuando uno no podía aguantar más y se iba, otro venía a relevarle. No podían encontrarle ninguna enfermedad a este pájaro meado. No existía ninguna: quería a su madre, pero su madre estaba muerta.
11
Finalmente conseguí que me trasladaran a una sala semiprivada. Pero fue un mal envite. Su nombre era Herb y como me dijo el enfermero: «No está enfermo. No tiene nada mal». Llevaba puesta una bata de seda, se afeitaba dos veces al día, tenía un aparato de televisión que nunca apagaba, y visitantes todo el tiempo. Era la cabeza de un gran e importante negocio y utilizaba la fórmula de llevar su pelo gris muy corto para dar idea de juventud, eficiencia, inteligencia y brutalidad.
La televisión era peor de lo que había podido imaginar. Yo nunca había tenido un televisor y no estaba acostumbrado a su presencia. Las carreras de autos estaban bien, podía soportar las carreras de autos, aunque eran muy estúpidas. Pero había una especie de Campaña. Un Maratón por alguna causa, y estaban recolectando dinero. Empezaron por la mañana muy temprano y siguieron durante todo el día. Aparecían cifras indicando cuánto dinero habían recolectado hasta el momento. Había alguien con un gorro de cocinero. No sé qué coño significaría. Y había una vieja terrible con cara de rana. Era horriblemente fea. No me lo podía creer. No podía creer que toda esa gente no supiese lo feas y desnudas y carnosas y desagradables que parecían sus caras -como si estuviesen violando todas las ideas decentes, como si destrozasen a zarpazos todo cerebro no momificado-. Y ellos sólo se movían y tranquilamente ponían sus caras en la pantalla y hablaban entre sí y se reían de algo. Era muy difícil reír con sus chistes y sus bromas, pero no parecían tener ningún problema para hacerlo. Esas caras… ¡Esas caras! Herb no decía nada acerca de ello. Sólo se quedaba mirando como si estuviese interesado. Yo no conocía los nombres de aquella gente, pero todos eran estrellas de algún tipo. Anunciaban un nombre y entonces todo el mundo se excitaba -excepto yo-. No podía entenderlo. Me puse un poco enfermo. Deseé volver a la antigua habitación. Mientras tanto intentaba hacer mis primeros movimientos de intestino. No pasó nada. Un pequeño flujo de sangre. Era un sábado por la noche. Vino el cura.