– Cuando un hombre trabaja cinco noches por semana no puede permitirse el lujo de ser lastimado. ¿Entiendes, Chonjacki?
– Sí, señor.
– Ahora mira, chico, aquí tenemos una regla general, que es… ¿Estás escuchando?
– Sí.
– …que es: Cuando alguien en la Liga hace daño a otro jugador, queda fuera del juego, fuera de la Liga; de hecho, desaparece como jugador, entra en la lista negra de cualquier torneo en América. Y puede que en Rusia y China y Polonia también. ¿Te metes eso en la cabeza?
– Sí.
– Ahora vamos a dejarte pasar esto porque hemos gastado mucho tiempo y dinero en fabricarte. Eres el Mark Spitz de nuestra Liga, pero podemos barrerte igual que ellos pueden barrerle a él, si no haces exactamente lo que te digamos.
– Sí, señor.
– Pero eso no quiere decir que te tumbes de espaldas. Tienes que actuar violentamente sin ser violento. ¿Te enteras? El truco del espejo, el conejo fuera del sombrero, el túnel lleno de boloña. Les encanta ser engañados. No saben la verdad, pero tampoco quieren saberla, les hace sentirse desgraciados. Nosotros les hacemos felices. Y conducimos coches nuevos y mandamos a nuestros hijos al colegio. ¿Cierto?
– Cierto.
– Está bien, lárgate echando leches de aquí.
Chonjacki se dispuso a marcharse.
– Y, chico…
– ¿Sí?
– Date un baño de vez en cuando.
– ¿Qué?
– Bueno, a lo mejor no es de eso. ¿Usas suficiente papel higiénico cuando te limpias el culo?
– No sé. ¿Cuánto es suficiente?
– ¿No te lo dijo nunca tu madre?
– ¿El qué?
– Te limpias hasta que no veas más mierda.
Chonjacki se quedó allí de pie, mirándole.
– De acuerdo, puedes irte ahora. Y, por favor, recuerda todo lo que te he dicho.
Chonjacki se fue. Underwood se acercó y se sentó en la silla vacía. Sacó su puro de 15 centavos de después de la comida y lo encendió. Los dos hombres se quedaron allí sentados por cinco minutos sin decir nada. Entonces sonó el teléfono. Mason lo cogió. Escuchó, luego dijo:
– ¿Oh, la tropa de Boys Scouts 763? ¿Cuántos? Claro, claro, bueno, los dejaremos a mitad de precio. El domingo por la noche. Reservaremos una sección. Claro, claro. Ah, está bien. -Colgó-. Gilipollas -dijo.
Underwood no contestó. Se quedaron sentados escuchando la lluvia. El humo de sus cigarros hacía dibujos caprichosos en el aire. Se quedaron allí sentados, fumando, escuchando la lluvia y mirando los dibujos del humo. El teléfono sonó de nuevo y Mason hizo una mueca. Underwood se levantó de su silla, se acercó y lo contestó. Era su turno.
Un mozo de cuerda con la nariz roja
La primera vez que me encontré con Randall Harris, él tenía 42 años y estaba viviendo con una mujer de pelo gris, una tal Margie Thompson. Margie tenía 45 años y no era demasiado guapa. Yo estaba editando por ese tiempo la pequeña revista Mad Fly y había ido a visitarlos en un intento de conseguir algún original de Randall.
Randall era conocido como un hombre aislado e insociable, un borracho, antipático y amargo, pero sus poemas eran crudos, crudos y honestos, simples y salvajes. Estaba escribiendo como ningún otro por ese tiempo. Aparte, trabajaba como mozo de cuerda en un jodido almacén.
Me senté delante de Randall y Margie. Eran las siete y cuarto de la tarde y Harris ya estaba borracho de cerveza. Puso una botella delante mío. Yo había oído hablar de Margie Thompson. Era una comunista de los viejos tiempos, una salva-mundos, una mensajera de bondad. Uno se preguntaba qué estaba haciendo ella con Randall, al que todo le importaba tres cojones y además lo admitía.
– Me gusta fotografiar la mierda -me dijo-, ése es mi arte.
Randall había comenzado a escribir a la edad de 38 años. A los 42, después de tres libros breves {La muerte es un perro más sucio que mi país, Mi madre se folló a un ángel y Los caballos meones de la locura), estaba consiguiendo lo que se dice la aclamación de la crítica. Pero él no se creía nada de su escritura ni de nadie, y decía:
– No soy más que un jodido mozo de cuerda en la marea aplastante de mierda y saliva negra.
Vivía en un viejo caserón en Hollywood con Margie, y verdaderamente era un ser fuera de lo normal.
– Sólo pasa que no me gusta la gente -me dijo-. Ya sabes, Will Rogers dijo una vez: «Nunca encontré un hombre que no me gustara». Yo por mi parte digo: Nunca encontré un hombre que me gustara.
Pero Randall tenía sentido del humor, y capacidad de reírse del sufrimiento y de sí mismo. Acababa gustándote. Era un hombre feo con una cabezota y una cara parida a golpes -sólo la nariz parecía haber escapado de la paliza general-. «No tengo suficiente hueso en mi nariz, es como goma», me explicó. Su nariz era larga y de un color rojo encendido.
Yo había oído historias sobre Randall. Le daba por golpear ventanas y romper botellas contra la pared. Era un borracho sucio e intratable. También tenía períodos en que no contestaba nunca al teléfono ni abría la puerta. No tenía televisión, sólo un pequeño aparato de radio, y no oía otra cosa que no fuese música sinfónica -extraño en un tío tan bestia como él-.
También tenía temporadas en las que abría el teléfono y metía papel higiénico alrededor del timbre para que no pudiese sonar. Así se quedaba durante meses. Uno se preguntaba por qué tenía teléfono. Su cultura era dispersa, pero evidentemente había leído a la mayoría de los buenos escritores.
– Bueno, cabronazo -me dijo-, seguro que te estás preguntando lo que hago con ella -señaló a Margie.
Yo no contesté.
– Es un buen coño -me dijo-, y me da buena cantidad del mejor sexo al oeste de San Luis.
Este era el mismo tío que había escrito cuatro o cinco magníficos poemas de amor a una mujer llamada Annie. Te preguntabas cómo leches podría hacerlo.
Margie se quedó allí sentada gesticulando. Ella también escribía poesía, pero no era muy buena. Trabajaba en dos tiendas y ganaba algún dinero que les ayudaba con dificultad.
– ¿Así que quieres algunos poemas? -me preguntó él.
– Sí, me gustaría ojear algunos.
Harris se fue hacia el armario, abrió la puerta y cogió un puñado de papeles arrugados del suelo. Me los entregó.
– Escribí éstos la noche pasada.
Se fue a la cocina y salió con dos cervezas más. Margie no bebía.
Empecé a leer los poemas. Todos eran poderosos. Escribía a máquina con fuerza y las palabras parecían como grabadas en el papel. La fuerza de su escritura siempre me había dejado atónito. Parecía decir todas las cosas que cualquiera de nosotros debería haber dicho pero nunca habíamos pensado en decir.
– Me llevaré estos poemas -dije.
– De acuerdo -dijo él-. Bebe un trago.
Cuando ibas a ver a Harris, la bebida era un deber. Fumaba un cigarrillo tras otro. Se vestía con unos pantalones chinos de color marrón, dos tallas más grandes, y camisas viejas que estaban siempre rasgadas. Tendría alrededor de un metro noventa de altura y 110 kilos de peso, la mayor parte debido a su barriga de cerveza. Tenía los hombros caídos, y te escudriñaba desde las dos estrechas hendiduras de sus ojos. Bebimos duro durante dos horas y media, la habitación soportaba una pesada atmósfera de humo. De repente Harris se levantó y me dijo:
– ¡Lárgate echando leches de aquí, cabronazo, me disgustas!
– Tranquilo, Harris…
– ¡He dicho AHORA MISMO, hijoputa!
Me levanté y me fui con los poemas.
Volví al viejo caserón dos meses más tarde para entregarle un par de copias de Mad Fly a Harris. Había incluido diez de sus poemas. Margie me hizo entrar. Randall no estaba.
– Está en Nueva Orleans -dijo Margie-. Creo que tiene una cita. Jack Teller quiere publicar su próximo libro, pero quiere encontrarse antes con Randall. Teller dice que no puede editar a nadie que no le caiga bien personalmente. Ha pagado el billete de avión de ida y vuelta.