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– Estuve oyendo a Randy Newman la semana pasada en el Trobador. ¿Verdad que es grande? – me preguntó.

– Sí que lo es – contesté.

Entramos y Dawn abrió la jaula y los sacó y los puso sobre la mesita de café. Entonces se metió en la cocina y abrió el refrigerador y sacó una botella de vino. La trajo en compañía de dos copas.

– Perdona – dijo – pero pareces un poco chiflado. ¿En qué trabajas?

– Soy escritor.

– ¿Y vas a escribir algo acerca de esto?

– Nunca se lo creerá nadie, pero lo escribiré.

– Mira – dijo Dawn – George le ha quitado las bragas a Ruthie. Le está metiendo el dedo. ¿Un poco de hielo?

– Sí, ya lo veo. No, no quiero hielo. El tío va bien derecho.

– No sé – dijo Dawn-, pero de verdad que me pone cachonda el mirarlos. Quizás es porque son tan pequeños. Realmente me calientan.

– Entiendo lo que quieres decir.

– Mira, George la está tumbando, se lo va a hacer.

– Sí, allá van.

– ¡Míralos!

– ¡Dios o la puta!

Abracé a Dawn. Comenzamos a besarnos. Cuando parábamos, sus ojos pasaban de mirarme a mí a mirar a los hombrecitos fornicando, y luego volvía a mirarme de nuevo a los ojos. Yo seguía siempre su mirada.

El pequeño Marty y la pequeña Anna también estaban mirando.

– Mira – decía Marty -, ellos lo están haciendo. Nosotros deberíamos hacerlo también. Incluso las personas grandes van a hacerlo. ¡Míralos!

– ¿Oíste eso? – le pregunté a Dawn -. Ellos dicen que vamos a hacerlo, ¿es verdad eso?

– Espero que sea verdad – dijo Dawn.

La tumbé sobre el sofá y le subí la falda por encima de los muslos.

La besé a lo largo del cuello.

– Te amo – dije.

– ¿De verdad? ¿De verdad?

– Sí, de alguna manera, sí…

– De acuerdo – dijo la pequeña Anna al pequeño Marty – podemos hacerlo nosotros también, pero que quede claro que yo no te quiero.

Se abrazaron en medio de la mesita de café. Yo le había quitado ya a Dawn las bragas. Dawn gemía. La pequeña Ruthie gemía. Marty se la metió por fin a la pequeña Anna. Estaba pasando en todas partes. Me pareció como si toda la gente del mundo estuviese haciéndolo. Entonces me olvidé de toda la otra gente del mundo. Nos fuimos al dormitorio y allí se la metí a Dawn en una larga y tranquila cabalgada…

Cuando ella salió del baño yo estaba leyendo una estúpida historia en el Playboy.

– Estuvo tan bien – dijo.

– Fue un placer – contesté.

Se volvió a meter en la cama conmigo. Dejé la revista.

– ¿Crees que nos lo podemos hacer juntos? – me preguntó.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que si tú crees que podemos seguir así, juntos, durante algún tiempo.

– No sé. Las cosas ocurren. El principio siempre es lo más fácil. Entonces escuchamos un grito proveniente de la salita. «Oh-oh», dijo Dawn. Se levantó y salió corriendo de la habitación. Yo la seguí.

Cuando llegué, ella estaba sosteniendo a George en sus manos.

– ¡Oh, Dios mío!

– ¿Qué ha pasado?

– Anna se lo hizo.

– ¿Qué le hizo?

– ¡Le cortó las pelotas! ¡George es un eunuco!

– ¡Uau!

– ¡Tráeme algo de papel higiénico, rápido! ¡Se está desangrando!

– Ese hijo de puta – decía la pequeña Anna desde la mesita de café – si yo no puedo tener a George, nadie lo tendrá.

– ¡Ahora las dos me pertenecéis! – dijo Marty.

– Ah no, tienes que elegir una de nosotras – dijo Anna.

– ¿A cuál prefieres? – preguntó Ruthie.

– Yo os amo a las dos- dijo Marty.

– Ha parado de sangrar – dijo Dawn – se está quedando frío.

Envolvió a George en un pañuelo y lo puso sobre el mantel.

– Quiero decir – dijo Dawn – que si tú crees que lo nuestro no va a funcionar, no quiero seguir por más tiempo.

– Creo que te amo, Dawn – dije.

– Mira – dijo ella -. ¡Marty está abrazando a Ruthie!

– ¿Crees que van a hacerlo?

– No sé. Parecen excitados.

Dawn cogió a Anna y la metió en la pequeña jaula.

– ¡Dejadme salir! ¡Los mataré a los dos! ¡Dejadme salir! – gritaba.

George gimió desde el interior del pañuelo sobre el mantel. Marty le había quitado las bragas a Ruthie. Yo me atraje a Dawn. Era joven, bella e inteligente. Podía volver a estar enamorado. Era posible. Nos besamos. Me sumergí en sus grandes ojos marrones. Entonces me levanté y eché a correr. Sabía donde estaba. Una cucaracha y un águila hacían el amor. El tiempo era un bobo con un banjo. Seguía corriendo.

Su larga cabellera me caía por la cara.

– ¡Mataré a todo el mundo! – gritaba la pequeña Anna. Se agitaba sacudiendo su jaula de alambre a las tres de la madrugada.

Política

En el City College de Los Ángeles, justo antes de la segunda guerra mundial, yo me hacía pasar por nazi. No sabía mucho más de Hitler que de Hércules, pero eso me importaba bien poco. Todo vino del tener que estar sentado en clase, escuchando a diario a todos esos patriotas predicando cómo iríamos y aplastaríamos a la bestia, e implantaríamos la Libertad y todas esas cosas. Me aburrían. Decidí pasarme a la oposición. Ni siquiera me molesté en leer el libro de Adolfo. Simplemente me ocupaba de soltarles cualquier cosa que yo creyese lo suficientemente maniática o llena de maldad para parecerles nazi.

De todos modos, yo no tenía ninguna ideología política real. Era una manera de poder ir a mi aire.

Ya sabes, algunas veces, si un hombre no tiene fe en lo que está haciendo, puede hacer una tarea mucho más interesante desde el momento en que su mente no está ciegamente absorbida por la Causa a la que sirve. No había pasado mucho tiempo desde que todos los muchachotes rubios habían formado la brigada Abraham Lincoln -para acabar con las hordas fascistas en España- y vieron cómo sus culos eran destrozados a tiros por tropas bien entrenadas. Algunos de ellos se habían ido voluntarios por sed de aventuras y por hacer un viaje a España, pero también vieron sus culos rotos a tiros. Yo apreciaba mi culo. No me gustaban muchas cosas de mí mismo, pero apreciaba mi culo y mi polla.

Me levantaba en clase y soltaba cualquier cosa que me viniera a la mente. Generalmente tenía algo que ver con la Raza Superior, que era una cosa que a mí me divertía lo suficiente como para ponerme a hablar de ella. No acusaba directamente a los negros y a los judíos porque me daba cuenta de que eran unos pobres diablos, tan desgraciados y confundidos como yo mismo. De todos modos me tiré unos cuantos discursos salvajes, dentro y fuera de clase, y la botella de vino que siempre llevaba en mi cartera me prestó una sensible ayuda. Me sorprendí al ver la cantidad de gente que me escuchaba y los pocos, si es que había alguno, que refutaban mis argumentos. Yo simplemente dejaba mi lengua libre y me sentía encantado de ver lo entretenido que podía ser el City College de L. A.

– ¿Te vas a presentar candidato a la presidencia del colegio, Chinaski?

– Mierda, no.

Yo no quería hacer nada. Ni siquiera quería ir al gimnasio. De hecho, la última cosa que quería hacer era ir al gimnasio y sudar y llevar unos calzones y comparar las longitudes de las pollas en las duchas. Yo sabía que tenía una polla de tamaño mediano. No necesitaba ir al gimnasio para comprobarlo.

Estábamos de suerte. El colegio había decidido cargarnos una cuota de dos dólares como ayuda para la construcción de una nueva capilla. Decidimos -unos pocos de nosotros decidimos- que eso era Anticonstitucional, así que nos negamos a aceptarla. Luchamos contra ella. El colegio, como respuesta nos permitió seguir asistiendo a las clases, pero nos privó de cualquier privilegio de que gozáramos. Uno de ellos el gimnasio.

Cuando llegaba la hora de la clase de gimnasia obligatoria, nos quedábamos con nuestros trajes de paisano y el entrenador, que previamente había recibido órdenes, nos hacía marchar en formación cerrada de un lado a otro del campo. Esta era su venganza. Magnífico. No teníamos que andar corriendo por una cancha sudando el culo tratando de meter una demencial pelota de baloncesto en un aro demencial.

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