Nos meten en una habitación, nos dejan algunas botellas de cerveza. Ojeo por encima mis poemas. Estoy aterrado. Vomito en el lavabo, vomito en el retrete, vomito sobre el suelo. Ya estoy listo.
El mayor lleno desde Yevtushenko… Salgo al escenario. Mierda caliente. Chinaski mierda caliente. Hay una neverita detrás mío llena de cervezas. La abro y saco una. Me siento y empiezo a leer. Han pagado 2 dólares por cabeza. Buena gente, ésta. Algunos me son hostiles desde el principio. Un tercio del público me
odia,
un tercio me adora, y el otro tercio no sabe qué coño hacer. Tengo algunos poemas que sé que van a aumentar el odio. Es bueno sentir hostilidad, mantiene la cabeza despejada,
– ¿Quiere levantarse Laura Day, por favor? ¿Quiere mi amor ponerse de pie?
Ella lo hace, agitando los brazos. Alguna gente aplaude.
Comienzo a interesarme más en la cerveza que en la poesía. Hablo entre los poemas, palabras secas y banales, mediocres. Soy H. Bogart. Soy Hemingway. Soy mierda caliente.
– ¡Lee los poemas, Chinaski! -gritan ellos.
Tienen razón, claro. Trato de dedicarme de lleno a los poemas. Pero me paso gran parte del tiempo abriendo la puerta de la nevera. Hace el trabajo más fácil, y ellos han pagado ya. Me han dicho que una vez John Cage salió al escenario, se comió una manzana, se fue, y ganó mil dólares. Supuse que a mí todavía me faltaban unas cuantas cervezas.
Bueno, acabó. Vinieron a mi alrededor. Autógrafos. Habían venido desde Oregon, L. A., Washington. Había también jovencitas hermosas y encantadoras. Esto es lo que mató a Dylan Thomas.
Vuelvo a subir las escaleras hacia nuestra habitación, bebiendo cerveza y hablando con Laura y Joe Krysiak. La gente golpea la puerta allá abajo. «¡Chinaski! ¡Chinaski!» Joe baja a contenerlos. Soy una estrella rock. Finalmente bajo y dejo entrar a unos cuantos. Conozco a algunos de ellos. Poetas muertos de hambre. Editores de pequeñas revistas. Se cuelan unos que no conozco. Está bien, está bien.
– ¡Cerrad la puerta!
Bebemos. Bebemos. Bebemos. Es sólo otra fangosa borrachera de cerveza. Entonces el editor de una pequeña revista empieza a pegarse con un crítico. No me gusta. Trato de separarlos. Una ventana se rompe. Los echo por las escaleras. Echó a todo el mundo por las escaleras, excepto a Laura. La fiesta ha terminado. Bueno, no del todo. Laura y yo estamos en ella. Mi amor y yo estamos dentro. Ella está cabreada, tengo una tormenta que capear. Me grita. Por nada, como siempre. Le digo que se vaya al infierno. Lo hace.
Me despierto horas más tarde y ella está de pie en medio de la habitación. Me levanto de la cama y me dispongo a besarla. Se me echa encima.
– ¡Te mataré, hijo de puta!
Estoy bebido. Ella está encima mío en el suelo de la cocina. Mi cara está sangrando. Me muerde y me hace un agujero en el brazo. No quiero morir. ¡No quiero morir! ¡Que la pasión sea condenada! Corro dentro de la cocina y me vierto media botella de yodo sobre el brazo. Ella está echando fuera de su maleta mis calzoncillos y camisas, cogiendo su billete de avión. Otra vez se va por su camino. Hemos acabado para siempre otra vez. Vuelvo a la cama y escucho sus tacones bajando la colina.
En el avión de regreso la cámara está funcionando. Estos tíos del canal 15 quieren sacar mi vida hasta las tripas. Zooms hacia el agujero de mi brazo. Tengo dos profundos arañazos en la mano. Y por toda la cara.
– Caballeros -digo-. No hay manera de hacer nada con las mujeres. No hay forma.
Todos mueven la cabeza
en señal de asentimiento. El técnico de sonido asiente, el cámara asiente, el productor asiente. Algunos de los pasajeros asienten. Yo bebo duro todo el viaje, saboreando mi pena, como se dice. ¿Qué puede hacer un poeta sin dolor? Lo necesita tanto como a la máquina de escribir.
Por supuesto, al llegar me paro en el bar del aeropuerto. Lo hubiera hecho de cualquier modo. La cámara me sigue. Los tíos del bar miran, cogen sus bebidas y hablan de lo imposible que es hacer nada con las mujeres.
Mis honorarios por la lectura son de 400 dólares.
– ¿Para qué está esa cámara? -me pregunta el tío de al lado.
– Soy un poeta -le digo.
– ¿Un poeta? -pregunta él-. ¿Cómo te llamas?
– Dylan Thomas -contesto.
Cojo mi bebida, la vacío de un trago y miro fijamente al frente. Estoy en mi camino.
Sin cuello y malo como el demonio
Yo estaba con ardor de estómago y ella andaba fotografiándome sudando y muriéndome en el área de espera, y mirando a una chica rolliza con un corto vestido púrpura y tacones altos disparar a una fila de patos de plástico con una escopetita. Le dije a Vicki que volvía en un momento y me fui a pedirle a la señorita del mostrador un vaso de papel con un poco de agua. Me lo dio y yo eché dentro mis Alka-Seltzers. Me volví a sentar y seguí sudando.
Vicki estaba feliz. Salíamos de la ciudad. Me gustaba que Vicki estuviese feliz. Se merecía la felicidad. Me levanté y fui al lavabo a cagar. Cuando salí estaban llamando a los pasajeros. No era un hidroavión muy grande. Dos hélices. Llegamos los últimos. Sólo había seis o siete asientos. Estaban todos ocupados.
Vicki se sentó en el asiento del copiloto y a mí me hicieron un asiento al lado de la puerta. ¡Allí íbamos! LIBERTAD. Mi cinturón de seguridad no funcionaba.
Había un tío japonés mirándome.
– Mi cinturón de seguridad no funciona -le dije. El me contestó gesticulando sonriente, feliz.
– Chupa mierda, querido -le dije. Vicki miraba continuamente hacia atrás y sonreía. Era feliz, un niño con un dulce, un hidroavión de hace 35 años.
Pasaron 12 minutos y amerizamos. No me había mareado. Salí.
Vicki me lo contó todo sobre el bicho. El avión fue construido en 1940. Tenía agujeros en el suelo. Manejaban el timón con una palanca que había en el techo:
– Estoy asustada, le dije, y él me contestó: Yo también estoy asustado. ¡Y era el capitán! Uf, qué emoción, querido.
Yo asentía silencioso a sus explicaciones.
Dependía de Vicki para toda mi información. Yo no era muy bueno para hablar con la gente. Bueno, nos metimos en un autobús, sudando, bromeando y mirándonos el vino al otro. Desde la terminal del autobús al hotel había dos manzanas, y Vicki me suministró información:
– Hay un sitio para comer, y una tienda de licores para ti, hay un bar, y otro sitio para comer, y otra tienda de licores…
La habitación no estaba mal, con vistas al mar. La televisión funcionaba de un modo vago y titubeante; me tumbé en la cama y traté de verla mientras Vicki abría el equipaje.
– ¡Oh, me encanta este sitio! -dijo- ¿y a ti?
– Sí.
Me levanté, bajé a la calle, la crucé y compré hielo y cervezas. De vuelta metí el hielo en el lavabo y las cervezas hundidas en él. Me bebí 12 botellas de cerveza, tuve una pequeña discusión sobre algo con Vicki después de la décima botella, me bebí las otras dos y me fui a dormir.
Cuando me desperté, Vicki había comprado una neverita portátil y estaba dibujando en la cubierta. Vicki era una niña, una romántica, pero yo la amaba por eso. Tenía tantos demonios siniestros dentro de sí que no podía menos que agradecer su manera de ser.
«Julio 1972. Avalon Catalena» escribió en la neverita. No sabía cómo se escribía. Bueno, ninguno de los dos sabíamos.
Entonces me dibujó a mí, y abajo puso: «Sin cuello y malo como el demonio».
Luego dibujó una señora, y abajo: «Henry aprecia un buen culo cuando lo ve».
Y en un círculo: «Sólo Dios sabe lo que hace con su nariz».
Y: «Chinaski tiene unas piernas espléndidas».
También dibujó una variedad de aves y soles y estrellas y palmeras, y el océano.
– ¿Eres capaz de bajar a desayunar? -me preguntó. Bueno, nunca había sido llevado a la ruina por ninguna de mis anteriores mujeres. Pero a mí me gustaba arruinarme; creo que merecía que me arruinara por una mujer. Bajamos y encontramos un sitio agradable y razonable donde podías comer en una mesa en medio de la calle. Mientras desayunábamos me preguntó: