– ¿De verdad ganaste el premio Pulitzer?
– ¿Qué premio Pulitzer?
– Me dijiste anoche que habías ganado el premio Pulitzer. 500.000 dólares. Dijiste que te lo habían notificado con un telegrama púrpura.
– ¿Un telegrama púrpura?
– Sí, dijiste que habías vencido a Norman Mailer, Kenneth Koch, Diane Wakoski y Robert Creeley.
Acabamos el desayuno y comenzamos a andar. El lugar entero no ocupaba más de cinco o seis manzanas. Todo el mundo tenía diecisiete años. Se sentaban indiferentes y esperaban. No todo el mundo. Había unos pocos turistas, viejos, con una ciega determinación a pasarlo bien. Se paraban frenéticos en los escaparates, caminaban, pateando el pavimento, despidiendo sus rayos: Tengo dinero, tenemos dinero, tenemos más dinero que tú, somos mejores que tú, nada nos preocupa; todo es una mierda, pero nosotros no somos una mierda y lo sabemos todo, míranos.
Con sus camisas rosas y sus camisas verdes y sus camisas azules, y sus cuerpos blanquecinos putrefactos de cabezas cuadradas, y calzones de rayas, ojos sin ojos y bocas sin bocas, caminaban por allí, muy coloridos, como si el color pudiera despertar a la muerte y convertirla en vida. Eran un carnaval de la decadencia americana en desfile, y no tenían la menor idea de las atrocidades que cometían consigo mismos.
Dejé a Vicki, subí a la habitación, me senté delante de la máquina de escribir, y miré por la ventana. No había esperanza. Toda mi vida había querido ser un escritor y ahora tenía mi oportunidad y no se me ocurría nada. No había corridas de toros ni combates de boxeo, ni jóvenes señoritas. Ni siquiera había un conocimiento profundo de nada. Estaba jodido. No pude conseguir la palabra y me tiraron a una esquina. Bueno, todo lo que podía hacer era morirme. Pero siempre me lo había imaginado distinto. Quiero decir, el escribir. Quizás fuera la película de Leslie Howard. O leer la biografía de Hemingway o D. H. Lawrence. O Jeffers. Podías empezar a escribir de mil maneras diferentes. Y entonces escribías un poco. Y conocías a algunos escritores. Los buenos y los malos. Y todos tenían almas mecánicas. Te dabas cuenta en cuanto te metías en alguna habitación con ellos. Sólo había un gran escritor cada 500 años, y tú no eras él, y ellos ciertamente tampoco. Estábamos jodidos.
Puse la televisión y vi a un saco de doctores y enfermeras vomitarse sus problemas amorosos. Nunca se tocaban. No importaba que estuviesen en problemas. Todo lo que hacían era hablar, discutir, romper los cojones, escudriñar. Me puse a dormir.
Vicki me despertó:
– Oh -dijo-. ¡Me ha ocurrido la cosa más maravillosa!
– ¿Sí?
– Vi a este hombre en una barca y le dije: ¿Adonde va?, y él dijo: Soy una barca taxi, llevo a la gente de la playa a sus canoas. Y yo le dije: De acuerdo, y sólo me costó cincuenta centavos y monté con él durante horas enteras mientras llevaba a la gente hasta sus barcos. Fue maravilloso.
– Yo vi a algunos doctores y enfermeras -le dije- y me ha entrado una depresión.
– Navegamos durante horas enteras -dijo Vicki-. Le dejé que se pusiera mi sombrero y me esperó cuando bajé a comprar un sandwich de pescado. Anoche se despellejó la pierna al caerse de la moto.
– Aquí suenan las campanas cada quince minutos. Es odioso.
– Subí a mirar todos los barcos. Y a bordo estaban todos los viejos borrachos. Y algunos tenían con ellos mujeres jóvenes vestidas con botas altas. Otros tenían hombres jóvenes. Eran verdaderos viejos borrachos y lujuriosos.
Si yo tuviera tan sólo la habilidad de Vicki para conseguir información, pensé, si pudiera escribir algo de verdad. Yo: tenía que quedarme allí sentado esperando a que me viniera la inspiración. Podía manipularla y darle forma una vez llegada, pero era incapaz de ir a buscarla. Todo lo que podía escribir era sobre borracheras de cerveza, ir al hipódromo, o escuchar música sinfónica. No es que sea una vida especialmente disminuida, pero es jodido. ¿Cómo puedo estar tan limitado? Yo antes tenía cojones para hacer cosas. ¿Qué les pasó a mis cojones? ¿Se vuelven los hombres de verdad viejos?
– Cuando bajé de la barca, vi un pájaro y hablé con él. ¿Te importa si compro el pájaro?
– No, no me importa. ¿Dónde está?
– Sólo unas calles más abajo. ¿Podemos ir a verlo?
– ¿Por qué no?
Me puse algo de ropa y bajamos. Y allí estaba ese estallido verde con una pequeña mancha roja derramada por encima. No era gran cosa, ni siquiera para un pájaro. Pero por lo menos no se cagaba cada tres minutos como todos los demás, y eso estaba bien.
– No tiene cuello. Es igual que tú. Por eso lo quiero. Es un pájaro adorable con cara de pera.
Volvimos con el pájaro-cara-de-pera en una jaula. Lo pusimos en la mesa y lo llamamos «Avalon». Vicki se sentó y habló con él.
– Avalon, hola Avalon… Avalon, Avalon, hola Avalon… Avalon, oh, Avalon…
Encendí la televisión.
El bar estaba bien. Me senté con Vicki y le dije que iba a destrozarlo. Yo solía destrozar bares en mis viejos tiempos, ahora sólo hablaba de hacerlo.
Había una banda de música. Me levanté y bailé. Era fácil el baile moderno. Sólo tenía que agitar los brazos y las piernas en cualquier dirección, y mantener el cuello tieso, o moverlo como un hijo de perra y entonces ellos pensaban que eras grande. Podías engañar a la gente. Yo bailaba y me preocupaba por mi máquina de escribir.
Me senté con Vicki y pedí algunas copas más. Agarré la cabeza de Vicki y se la enseñé al barman.
– ¡Mira, hombre, ella es hermosa! ¿Acaso no es hermosa?
Entonces Ernie Hemingway se acercó con su barba de rata blanca.
– Ernie -dije-. Creí que te habías volado los sesos.
Hemingway se rió.
– ¿Qué estabas bebiendo? -le pregunté.
– Estoy invitando -dijo él.
Ernie nos invitó, pagó nuestras bebidas y se sentó. Parecía más delgado.
– Hice la crítica de tu último libro -le dije-. Le hice una crítica adversa. Lo siento.
– No pasa nada -dijo Ernie-. ¿Te gusta la isla?
– Es para ellos -le dije.
– ¿Qué quieres decir?
– El público es afortunado. Todo les gusta: helados, conciertos de rock, cantar, bambolearse, el amor, el odio, la masturbación, los perros calientes, bailes típicos, Jesucristo, el patinaje, el espiritualismo, capitalismo, comunismo, circuncisión, tebeos, Bob Hope, esquiar, pescar matar jugar a los bolos hacer debates, cualquier cosa. No esperan mucho y no consiguen mucho. Son una gran pandilla.
– Eso es todo un discurso.
– Eso es todo un público.
– Hablas como un personaje sacado del primer Huxley.
– Creo que te equivocas. Yo soy un desesperado.
– Pero -dijo Hemingway- los hombres se hacen intelectuales para no ser unos desesperados.
– Los hombres se hacen intelectuales porque son cobardes, no desesperados.
– Y la diferencia entre cobarde y desesperado es…
– ¡Bingo! -contesté-. ¡Un intelectual!…mi copa…
Un poco más tarde le hablé a Hemingway de mi telegrama púrpura y entonces Vicki y yo nos fuimos y volvimos con nuestro pájaro y nuestra cama.
– No puedo hacer nada -dije-, mi estómago está despellejado y jodido, y contiene nueve décimas partes de mi alma.
– Prueba esto -dijo Vicki, y me alcanzó el vaso de agua con Alka-Seltzer.
– Vete a dar una vuelta por ahí -dije-. Yo hoy no puedo moverme.
Vicki se fue a dar una vuelta y volvió dos o tres veces a ver si yo estaba bien. Yo estaba bien. Bajé, comí y volví con una docena de cervezas y me encontré con una vieja película en la televisión, con Henry Fonda, Tyrone Power y Randolph Scott. 1939. Estaban todos tan jóvenes. Era increíble. Yo tenía diecisiete años entonces. Pero, por supuesto, me había mantenido mucho mejor que ellos. Estaba vivo.
Jesse James. La interpretación era mala, muy mala. Vicki volvió y me contó miles de cosas fascinantes y entonces se metió en la cama conmigo y vimos Jesse James. Cuando Bob Ford estaba a punto de disparar a Jesse (Ty Power) por la espalda, Vicki dejó escapar un grito y corrió a esconderse al cuarto de baño. Bob Ford acabó el asunto.