Era un recorrido de milla y cuarto. Red Charley estaba ya en 20 a uno cuando salió de la valla, y salió el primero; no podías perderlo de vista con tanto vendaje. El chico le pegó fuerte y sacó cuatro cuerpos en la primera recta, debía creerse que estaba en una carrera de cuarto de milla. El jockey sólo había ganado dos veces en 40 montas y en seguida se veía por qué. Llevaba seis cuerpos de ventaja en la recta de vuelta. La espuma caía a chorros por el cuello de Red Charley; parecía condenada crema de afeitar.
En la última curva los seis cuerpos habían disminuido a cuatro y todo el paquete le iba ganando distancia. Al entrar en la recta final, Red Charley sólo sacaba un cuerpo y medio y mi caballo, Bold Latrine, iba avanzando cada vez más. Yo me sentía como si estuviera allí dentro. A mitad de la recta sólo me sacaba una cabeza. Unos metros más y estaría el primero. Pero siguieron de ese modo hasta el final. Red Charley ganó por una cabeza. Pagaron 42,80 dólares.
– Sabía que era el mejor -dijo Joe, y se fue a cobrar su dinero. Cuando volvió me pidió el folleto de nuevo. Lo ojeó.
– ¿Cómo es que Big H está 6 a uno? -me preguntó-. Parece el mejor.
– Puede que te parezca el mejor a ti -dije-, pero según los expertos en caballos y handicap, verdaderos profesionales, su valor es de 6 a uno.
– No te cabrees, Hank. Ya sé que soy un novato en este juego. Sólo quiero decir que me parece como si debiera ser el favorito. No sé. Voy a apostar por él de todas formas. Voy a apostar diez dólares de ganador.
– Es tu dinero, Joe. Sólo tuviste suerte en la primera carrera, el juego no es tan sencillo.
Bueno, Big H ganó y pagaron 14,40 dólares. Joe empezó a pavonearse. Leímos de nuevo el folleto en el bar y Joe pidió una bebida para cada uno y le dio al camarero un dólar de propina. Cuando nos íbamos del bar, se dirigió al camarero y le dijo: «Barney’s Mole está solo en esta carrera». Barney’s Mole era el favorito a 6/5, así que no me pareció una predicción tan disparatada. De todos modos, al acabar la carrera, ganador, representó dinero. Pagaron a 4,20 dólares y Joe se sacó 20 dólares gracias a él.
– Esta vez -me dijo- eligieron favorito al caballo adecuado.
Al acabar la jornada, de nueve carreras, Joe había acertado ocho ganadores. En el camino de vuelta, estuvo todo el rato preguntándose cómo podía haberse equivocado en la séptima carrera.
– Blue Truck parecía con mucho el mejor. No entiendo cómo llegó tercero.
– Joe, has ganado 8 de 9. Esa es la suerte del novato. No sabes lo jodido que es este juego.
– A mí me parece fácil. Simplemente eliges el ganador y luego recoges tu dinero.
No volví a hablar en todo el resto del viaje. Esa misma noche llamó a mi puerta y se presentó con una botella de whisky y el folleto de apuestas. Le ayudé a vaciar la botella, él me dijo los nueve ganadores del día siguiente y me explicó por qué. Teníamos entre nosotros a un verdadero experto. Yo sabía cómo podían subirse las carreras a la cabeza. Una vez tuve 17 ganadores seguidos y pensé en comprar casas a todo lo largo de la costa y empezar un negocio de esclavos blancos para proteger mis ganancias de los inspectores de Hacienda. Así de loco te puedes volver.
Me moría de ganas por llevar a Joe al hipódromo al día siguiente. Quería ver su cara cuando fallasen todas sus predicciones. Los caballos eran sólo animales hechos de carne. Continuamente fallaban. Como decían los viejos aficionados: «Hay una docena de formas de perder una carrera y sólo una de ganarla».
Bueno, pues no ocurrió así. Joe acertó 7 de sus 9 ganadores; caballos desconocidos, de tarifa media. Y todo el camino de vuelta estuvo maldiciendo sus dos perdedores. No podía entender por qué había fallado. Yo no dije nada. El hijo de puta podía tener razón. Pero los porcentajes acabarían venciéndolo. Comenzó a explicarme que yo apostaba mal, y el modo adecuado de hacerlo. Dos días en el hipódromo y ya era un experto. Yo llevaba jugando 20 años y el tío me estaba diciendo que no conocía mi propio culo.
Fuimos toda la semana y Joe siguió ganando. Se volvió tan insoportable que no pude aguantarle por más tiempo. Se compró traje y sombrero nuevos, zapatos y camisas, y empezó a fumar puros de medio dólar. Les dijo a los del subsidio de paro que estaba empleado en su propio negocio y que no necesitaba su sucio dinero por más tiempo. Joe se había vuelto loco. Se dejó crecer el bigote, se compró un reloj de pulsera y un costoso anillo. El martes siguiente le vi dirigirse al hipódromo en coche propio, un Caddy negro del 69. Me saludó desde la ventanilla al tiempo que echaba fuera la ceniza de su puro. En el hipódromo no hablé con él. Ahora iba siempre al sector de socios. Cuando llamó a mi puerta aquella noche, llevaba la habitual botella de whisky y una rubiaza a su lado. Una rubia joven, bien vestida, bien cuidada, tenía unas formas y una cara magníficas. Entraron juntos.
– ¿Quién es este viejo sarnoso? -le preguntó a Joe.
– Es mi viejo compadre, Hank -le dijo él-; le conocí cuando yo era pobre. Me llevó un día a las carreras.
– ¿Y no tiene alguna vieja?
– El viejo Hank no ha estado con una mujer desde 1965. Oye, ¿qué tal si lo juntamos con la gorda Gertie?
– Oh infiernos, Joe. ¡ La gorda Gertie no lo aguantaría! Mira, va vestido como un pordiosero.
– Ten un poco de misericordia, nena, es mi compadre. Sé que no tiene muy buena pinta, pero empezamos juntos, y yo soy muy sentimental.
– Bueno, la gorda Gertie no es sentimental, y le gusta la clase.
– Mira, Joe -dije yo-, olvídate de las mujeres. Siéntate aquí, bebamos unos tragos, y vamos a echar un vistazo al folleto de apuestas para que me digas los ganadores de mañana.
Joe hizo eso. Bebimos y me señaló los caballos. Me escribió nueve nombres en un pedazo de papel. Su chica, Thelma, bueno, Thelma me miraba como si fuese una mierda de perro en medio de un césped bien cuidado.
Estos nueve caballos dieron ocho ganadores al día siguiente. Uno de ellos pagó 62 dólares. No podía entenderlo. Esa noche Joe vino con una chica nueva. Parecía aún más bonita. El se sentó a mi lado con la botella y el folleto de apuestas y me escribió nueve caballos más.
Entonces me dijo:
– Escucha, Hank, me voy a mudar de casa. He encontrado un bonito apartamento de lujo al lado del hipódromo. El tiempo de viaje de ida y vuelta a las carreras era un coñazo. Vámonos, nena. Nos veremos por ahí, chico, adiós.
Sabía lo que pasaba. Mi compadre me estaba dando el cepillazo. Al día siguiente aposté fuerte a los nueve caballos. Siete fueron ganadores. Cuando volví a casa me sumergí en el folleto de apuestas tratando de hallar el motivo por el que los había elegido, pero no parecía haber ninguna razón comprensible. Algunas de sus selecciones eran verdaderos rompecabezas para mí.
No volví a ver a Joe por el patio de apuestas, excepto una vez. Le vi entrar en los locales del club con dos mujeres. Estaba gordo, reía a carcajadas. Llevaba un traje de doscientos dólares y un anillo con un diamante incrustado. Arrojó al suelo a medio fumar un puro importado de dólar y medio. Ese día perdí todas las carreras.
Dos años más tarde, yo estaba en el hipódromo de Hollywood Park y era un día particularmente caluroso, un jueves. En la sexta carrera había sacado un ganador a 26,80 dólares. Cuando me alejaba de la ventanilla de pagos, oí su voz detrás mío:
– ¡Eh, Hank! ¡Hank!
Era Joe.
– Cristo, tío -dijo-. ¡Es maravilloso volver a verte!
– Hola, Joe…
Seguía con su traje de doscientos dólares, en medio de todo ese calor. Todo el mundo iba en mangas de camisa. El necesitaba un afeitado, sus zapatos estaban polvorientos y el traje estaba arrugado y sucio. El diamante había desaparecido, el reloj de pulsera había desaparecido.
– Dame un cigarrillo, Hank.
Le di un cigarrillo y cuando lo encendió, noté que sus manos temblaban.