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El Seville dejó de girar y se le caló el motor. Me alcé. Mi brazo herido había golpeado contra la puerta del lado del pasajero y me vibraba de dolor. No había ni signo de vida en todo el tereno en construcción. Salí silenciosamente, me acurruqué tras el coche y aguardé allí mientras mi cabeza se aclaraba y mi respiración se calmaba. Aún nada. Descubrí un madero manejable a unos pasos, lo tomé, lo alcé como una estaca y rodeé el montón de tierra, en cuclillas y muy cerca del suelo. Entrando en el terreno vi que habían hecho parte de la obra de los cimientos: un ángulo recto de cemento del que salían barras de acero como si fueran tallos sin flores. Los restos de la motocicleta eran visibles de inmediato, un montón de chatarra: metales retorcidos y parabrisas roto.

Me llevó varios minutos de rebuscar entre los cascotes el hallar el cadáver. Había caído en una zanja, en la unión de los dos brazos de cemento, un punto en el que la tierra estaba señalada con las huellas de las orugas de la maquinaria, junto a un colgador de ducha en fibra de vidrio roto y medio oculto por unas placas aislantes mohosas.

El casco opaco seguía en su sitio, pero no había ofrecido protección alguna contra la barra de acero que salía por un gran y desgarrado agujero en el cuello del motociclista. La barra se extendía justo por debajo de la manzana de adán del hombre y había hecho un buen boquete al salir por el otro lado. La sangre supuraba de la herida, convirtiendo en barro el polvo del suelo. La tráquea resultaba visible, aún rosada, pero desinflada, soltando fluido. Una mancha sanguinolenta coronaba la punta de la barra.

Me arrodillé y desabroché el cierre del casco, y traté de sacarlo. El cuello se había doblado de una forma antinatural al ser atravesado y resultó ser una tarea difícil. Mientras luchaba por lograrlo, notaba como el acero rascaba contra las vértebras, cartílagos y ternilla. Mi estómago se estremeció por la náusea. Tuve una arcada y me di la vuelta para vomitar sobre el montón de tierra.

Gon un sabor amargo en la boca y los ojos llenos de lágrimas, respirando fuerte y con dificultad, regresé a la desagradable tarea. Al fin se soltó el casco y la cabeza desnuda cayó hacia tierra. Miré el rostro sin vida, barbudo, de Jim Halstead, el entrenador de La Casa de los Niños. Sus labios estaban echados hacia atrás en el momento de la muerte, congelados en una mueca permanente. La fuerza del golpe de la caída tras su vuelo por los aires había cerrado de golpe sus mandíbulas sobre la lengua, y el trozo seccionado de la punta descansaba sobre la peluda barbilla como si fuera un parásito carnoso. Sus ojos estaban abiertos y mostraban el blanco, que estaba inundado de sangre. Lloraba lágrimas carmesí.

Aparté la mirada de él y vi cómo el sol daba en algo brillante a algunos pasos a la derecha. Fui hasta allí, encontré la pistola y la examiné: calibre 38, cromada. La tomé y me la metí entre el pantalón y la carne, sujetada por el cinturón.

El suelo bajo mis pies irradiaba calor y el hedor de algo que se quemaba. Alquitrán congelado. Desperdicios tóxicos. Basura no biodegradable. Vegetación de polivinilo. Un arrendajo había descendido sobre el resto de Halstead. Le picoteaba los ojos.

Hallé una tela de lona manchada de cemento seco. El pájaro se escapó al acercarme. Cubrí el cadáver con la tela, manteniéndola en su sitio con piedras grandes y lo abandoné así.

27

La dirección que la recepcionista me había dado como la de Tim Kruger correspondía a un edificio alto de color blanco hueso, con el número muy grande en dígitos de metal, en Ocean, a kilómetro y medio o así de donde habían tenido lugar los asesinatos de Handler y Gutiérrez.

El vestíbulo de entrada era una cripta de suelos de mármol y espejos, amueblada solamente con un único sofá de algodón blanco y dos plantas del caucho en macetas de mimbre. La parte superior de una pared estaba dedicada a contener hileras de buzones de latón, dispuestos alfabéticamente. No me costó mucho localizar el apartamento de Kruger en el piso doce. Hice un silencioso viaje en el ascensor, tapizado con tela gris, y salí a un pasillo alfombrado con una gruesa moqueta azul regio y empapelado lujosamente.

El hogar de Kruger se hallaba situado en el rincón noroeste del edificio. Golpeé en la puerta azul real.

Él mismo abrió, vestido con pantalones cortos de footing y una camiseta de La Casa de los Niños, brillante por el sudor y oliendo como si hubiera estado haciendo ejercicio. Me vio, ahogó su sorpresa y me dijo: «Hola, doctor», con voz teatrera. Entonces se fijó en la pistola que había en mi mano y su impasible rostro tomó un feo aspecto.

– ¿Qué inf…?

– Métase dentro -le ordené.

Retrocedió hacia el interior del apartamento y yo le seguí. Era un lugar pequeño, con techos bajos, pintados con yeso no alisado y estrellados con lentejuelas. Las paredes y la moquetada eran color marrón claro. Había pocos muebles y aun éstos parecían alquilados. Una pared de cristal que ofrecía una vista panorámica de la Bahía de Santa Mónica era lo único que evitaba que pareciese una celda. No había nada colgado en las paredes, a excepción de un único cartel, enmarcado, de Hungría. Una pequeña cocina americana se encontraba a un lado, una chimenea en otro.

Diversos equipos de atletismo ocupaban buena parte de la sala de estar: botas y esquís para la nieve, un par de remos de madera encerada, varias raquetas de tenis, zapatillas de carreras, una mochila de montañero, una pelota de fútbol americano, otra de baloncesto, un arco y una caja de flechas. El manto de la chimenea, hecho con ladrillos, contenía una docena de trofeos deportivos.

– Es usted un chico muy activo, Tim.

– ¿Qué infiernos quiere usted? – los ojos amarillo-marrones se movían dentro de sus órbitas, como bolas de un juego del millón.

– ¿Dónde está la niña… Melody Quinn?

– No sé de qué me está hablando. Aparte eso.

– Sabe muy bien dónde está. Usted y sus compañeros asesinos la secuestraron hace tres días, porque ella es testigo de sus trabajos sucios. ¿También la han matado?

– Yo no soy ningún asesino. Y no conozco a ninguna niña llamada Quinn. Está usted loco.

– ¿No es usted un asesino? Quizá Jeffry Saxon no estaría de acuerdo con eso.

Su boca se abrió mucho, luego se cerró de golpe.

– Dejó usted una pista clara, Tim. Fue muy arrogante por su parte el pensar que nadie iba a seguirla.

– ¿Pero quién diablos es usted?

– Soy quien le dije que era. Hay una pregunta mejor: ¿quién es usted? ¿Un niño rico que no parece poder mantenerse alejado de los problemas? ¿Un tipo al que le gusta partir ramitas ante los jorobados, para hacer que les salten las lágrimas? ¿O simplemente un actor aficionado cuyo mejor papel es una representación de Jack el Destripador?

– ¡No trate de colgarme eso a mí! -apretó las manos en puños.

– Las manos arriba -agité la pistola.

Me obedeció lentamente, estirando sus gruesos y morenos brazos y alzándolos por encima de su cabeza. Eso atrajo mi atención hacia arriba, apartándola de sus pies. Y dándole la posibilidad de hacer su intentona.

La patada me llegó como un bumerang, dándome en la parte inferior de la muñeca y adormeciéndome los dedos. El revólver voló de mi mano y aterrizó en la moqueta con un golpe sordo. Ambos saltamos a por él y acabamos en un lío en el suelo, dando puñetazos, patadas, arañazos. Yo no sentía el dolor y hervía de ira. Deseaba acabar con él.

Pero él era un hombre de acero. Era como pelear con un motor fuera de borda. Traté de hallar un asidero en su abdomen, pero no hallé ni un centímetro de carne suelta. Le di un codazo en las costillas. Eso le echó hacia atrás, pero rebotó como sobre muelles y me lanzó un puñetazo en la mandíbula, que me dejó desequilibrado durante el suficiente tiempo como para que él pudiera echarme una llave al cuello, tras lo que me mantuvo hábilmente sujeto, de modo que mis brazos resultaban inútiles.

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