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Agarró la Coors de mi mano, la inclinó hacia su boca y dejó que algo de la espuma le corriese por la barbilla.

– ¡Las cosas que veo… las cosas monstruosas que los supuestos humanos nos hacemos los unos a los otros! ¡La mierda a la que he llegado a acostumbrarme! ¡A veces todo me da ganas de vomitar!

Bebió en silencio durante unos minutos.

– Eres un tipo que sabe escuchar muy bien, Alex, maldita sea.

– Te devuelvo el favor, amigo.

– Aja, cierto. Y, ahora que lo mencionas, el caso Hickle fue otro caso bien enmierdado. Nunca me acabé de convencer de que fuera un suicidio. Aquello apestaba horrores.

– Nunca me dijiste eso.

– ¿Y qué querías que te dijese? No tengo prueba alguna. Solamente una sensación en lo más profundo de las tripas. Muchas veces tengo esas sensaciones en las tripas. Algunas veces me dan retortijones y me tienen despierto toda la noche. Parafraseando Del, con mis sensaciones en las tripas y diez centavos…

Aplastó la lata vacía entre su pulgar e índice, con la facilidad de alguien que aplasta a una mosca.

– El caso Hickle hedía hasta los cielos, pero yo no tenía prueba alguna. Así que lo di por perdido. Como una de esas deudas que nunca vas a cobrar. Nadie discutió, a nadie le importaba un pimiento, como a nadie le importará un pimiento cuando demos por perdidos a Handler y a la Gutiérrez. Hay que tener los archivos en orden, todo bien cerradito, selladito y adiós, hasta nunca.

Siete cervezas más, otra hora de divagar y autocastigarse y estuvo borracho como una cuba. Se desplomó sobre el sofá de cuero, cayendo como un bombardero B- 52 al que le han llenado las tripas de metralla.

Le quité los zapatos y los coloqué en el suelo, junto a él. Iba a dejarlo así, cuando me di cuenta de que había oscurecido.

Llamé al número de su casa. Me contestó una voz masculina, profunda y agradable.

– Hola.

– Hola, soy Alex Delaware, el amigo de Milo.

– ¿Si? -prevención.

– El psicólogo.

– Sí, Milo me ha hablado de usted. Soy Rick Silverman. El doctor, aquel sueño de hombre, ya tenía un nombre.

– Le llamaba para decirle que Milo se detuvo aquí tras el trabajo para discutir un caso y que se ha… digamos intoxicado.

– Ya veo.

Sentí la absurda necesidad de explicarle al hombre que había al otro extremo del hilo que no había nada de raro entre Milo y yo, que simplemente éramos buenos amigos. La reprimí.

– En realidad, ha agarrado una buena curda. Se ha tomado once cervezas. Ahora está dormido. Sólo quería que usted lo supiese.

– Es muy considerado por su parte -dijo Silverman, con tono ácido.

– Si lo desea, lo despertaré.

– No, ya está bien así. Milo es un chico grande y es libre para hacer lo que más le plazca. No tengo necesidad de comprobar su coartada.

Sentía deseos de decirle: escucha, niño mal criado e inseguro, sólo he llamado para hacerte un favor, para que te quedases tranquilo. No me vengas ahora con esa delicada imaginación tuya. En cambio, probé a halagarle.

– De acuerdo, sólo pensé que tenía que llamarle para que lo supiese, Rick. Sé lo importante que es usted para Milo, y supuse que él hubiera querido que lo hiciese.

– ¡Oh, gracias! Le estoy muy agradecido -bingo-. Por favor, excúseme, yo también acabo de salir ahora mismo de una guardia de venticuatro horas.

– No hay problema -probablemente había despertado a aquel pobre diablo-. Escucha, y permíteme que te hable de tú, ¿qué te parece si un día vamos a alguna parte: tú y Milo, mi amiga y yo?

– Me gustaría, Alex. Seguro. Y manda a ese desgraciado a casa cuando esté sobrio. Ya arreglaremos luego los detalles.

– Lo haré. Me alegra haberte conocido.

– Lo mismo digo -suspiró-. Buenas noches.

A las nueve treinta, Milo se despertó con una expresión de tremenda desgracia en la cara. Comenzó a gemir, moviendo la cabeza de un lado a otro. Yo mezclé zumo de tomate, un huevo crudo, pimienta negra y salsa de Tabasco en un vaso alto, le hice sentarse agarrándolo por la espalda y se lo metí por la garganta. Se atragantó, tosió y abrió los ojos de repente, como si un rayo le hubiera bajado hasta la rabadilla.

Cuarenta minutos más tarde parecía igualmente desgraciado, pero estaba dolorosamente sobrio.

Lo llevé hasta la puerta y le metí los historiales de los nueve psicópatas bajo el brazo.

– Lectura para la cama, Milo.

Tropezó escaleras abajo, maldijo, hizo como pudo el camino hasta el Fiat, trasteó con la manecilla y se lanzó hacia dentro de un solo movimiento giratorio. Con la ayuda de la bajada, logró poner el motor en marcha.

Al fin solo, me metí en la cama, leí el Times, vi la tele… pero maldita sea si puedo decir lo que vi, excepto que había montones de chistes malos, y tetas que se movían de un lado a otro, y policías que parecían modelos de anuncio. Disfruté de la soledad durante un par de horas, sólo deteniéndome a pensar en asesinatos y ambiciones, y mentes malvadas y retorcidas, alguna vez que otra, antes de caer dormido.

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– De acuerdo – dijo Milo. Estábamos sentados en una de las salas de interrogatorios de la División Oeste. Las paredes eran todas ellas pintura verde guisante y cristales de los que sólo se ve en un sentido. Un micrófono colgaba del techo. El mobiliario consistía en una mesa gris de metal y tres sillas plegables, también de metal. Había en el aire un olor rancio a sudor, y mentiras, y miedo; el hedor de la dignidad humana cuando es disminuida.

Había desparramado los historiales sobre la mesa y tomado el primero con un floreo.

– Aquí está la situación de tus nueve tipos malos. El número uno, Rex Alien Camblin, está encarcelado en Soledad, por atraco y daños físicos -dejó caer el historial.

– Número dos, Peter Lewis Jefferson, trabaja en un rancho en Wyoming. Su presencia allí ha sido comprobada.

– ¡Pobrecitas vacas!

– Tienes razón, este parecía un buen sospechoso. El número tres, Darwin Ward… no te lo vas a creer está en la Facultad de Leyes de la Universidad del Estado de Pennsylvania, siguiendo los cursos.

– Un abogado psicópata… después de todo, ¿qué tiene eso de raro?

Milo lanzó una carcajada y tomó el siguiente historial.

– Número cuatro… esto… Leonard Jay Helsinger, trabaja en la construcción del oleoducto de Alaska. Su localización también ha sido confirmada por el Departamento de Policía de Juneau. El quinto, Michael Penn, estudiante en la Northridge del Estado de California. Con él vamos a hablar -puso a un lado el historial de Penn -. Sexto, Lance Arthur Shattuck, pinche del cocinero del trasatlántico de lujo de la Cunard Line Helena, la Guardia Costera ha verificado que ha estado flotando en medio del Mar Egeo durante las últimas seis semanas. Séptimo, Maurice Bruno, viajante de comercio de la Presto Instant Print de Burbank… otro a entrevistar.

El historial de Bruno fue a parar encima del de Penn.

– Octavo, Roy Longstreth, farmacéutico de la cadena Thrifty's Drug, en la tienda de Beverly Hills. Otro más. Y, el último pero no el postrero, Gerard Paul Mendehall, cabo del Ejército de los Estados Unidos destinado en Tyler, Texas, presencia verificada.

Beverly Hills estaba más cerca que Northride o Burbank, así que nos dirigimos a la Thrifty's. La tienda de Berverly Hills resultó ser un cubo de ladrillos y cristal en Canon Drive, justo al norte de Wilshire. Compartía una manzana con boutiques muy de moda y una tienda de venta de helados de la Haagen Dazs.

Milo le enseñó la chapa discretamente a la chica que estaba tras el mostrador de venta de licores y consiguió ver al gerente, un negro de mediana edad y piel clara, en un abrir y cerrar de ojos. El gerente se puso nervioso y quiso saber si Longstreth había hecho algo malo. En el más puro estilo polizonte, Milo se salió por la tangente.

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