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Kruger me hizo entrar en la cafetería, que era de techo alto, paredes estucadas y meticulosamente limpias. Unas mujeres mejicanas que no hablaban nada, se encontraban tras una partición de cristal, impasibles, y servían con tenacillas en las manos. La comida era la típica de las instituciones: estofado, carne picada usada de un modo creativo, gelatina, verduras demasiado cocidas y salsa espesa.

Nos sentamos en una mesa estilo de las de picnic y Kruger fue por detrás del mostrador de la comida a una salita trasera. Emergió con una bandeja con café y pastas danesas. Las pastas parecían de primera calidad. No había visto nada similar tras el cristal, en el mostrador.

Al otro lado de la sala, un grupo de niños estaban sentados en una mesa comiendo y bebiendo bajo los ojos vigilantes de dos consejeros estudiantes. En realidad, hubiera sido más correcto decir que estaban intentando comer. Aun desde la ditancia podía ver que sufrían de parálisis cerebral, algunos de ellos estaban espásticamente rígidos, otros se estremecían en movimientos involuntarios de cabeza y miembros, y tenían que luchar para llevar la comida de la mesa a su boca. Los consejeros los miraban y, a veces, les animaban verbalmente. Pero no les ayudaban físicamente y buena parte de la gelatina y la pasta estaba yendo a parar al suelo.

Kruger mordió con mucho gusto una pasta de chocolate. Yo tomé una de canela y jugueteé con ella. Él sirvió los cafés y me preguntó si tenía que explicarme algo más.

– No. Todo parece muy impresionante.

– Muy bien. Entonces, déjeme que le hable acerca de la Brigada de Caballeros.

Me dio una historia resumida del grupo de voluntarios, insistiendo en la sabiduría que había mostrado el Reverendo Gus al lograr el apoyo de las empresas locales.

– Los Caballeros son individuos maduros, de éxito. Ellos representan la única posibilidad que tienen estos chicos de encontrarse con un modelo de rol masculino estable. Ellos son personas que han logrado situarse, la crema de nuestra sociedad y, como tales, les dan a nuestros chicos una poco común ojeada de lo que es el éxito. Les enseñan que, desde luego, es posible lograr ese éxito. Pasan tiempo aquí en La Casa con los crios, y se los llevan fuera… a acontecimientos deportivos, películas, obras de teatro, a Disneylandia. Y a sus casas para comidas en familiar. Esto da a los niños acceso a un estilo de vida que jamás han conocido. Y también es muy valioso para los hombres. Pedimos un compromiso por seis meses y un sesenta por ciento se apuntan a una segunda o tercera ronda.

– ¿Y no puede ser frustrante para los chavales -le pregunté -, el probar lo que es esa buena vida que está fuera de su alcance?

Estaba preparado para ésta.

– Buena pregunta, doctor. Pero nosotros no ponemos énfasis en que nada esté fuera del alcance de nuestros niños. Queremos que sientan que lo único que los limita es su propia falta de motivación. Que tienen que responsabilizarse de sí mismo. Que pueden alcanzar el cielo… ése es el título de un libro escrito por el Reverendo Gus para los chicos: Tocar el cielo. Tiene historietas, juegos, páginas que colorear. Les enseña un mensaje positivo.

Era como Norman Vicent Peale con un toque de jerga psicológica humanista. Miré más allá y vi a los niños paralíticos batallando con su comida. Ninguna cantidad de contacto con los miembros de las clases privilegiadas les iba a conseguir a ellos el llegar a ser miembros del Club de Yates, una invitación para el Baile de Debutantes de la más alta sociedad de San Marino o un Mercedes en el garaje.

Hay límites al poder del pensamiento positivo.

Pero Kruger tenía su guión y se adhería al mismo. Yo debía de admitir que era muy bueno en ello, que había leído todas las publicaciones adecuadas y que podía citar estadísticas como uno de los genios de la Rand Corporation. Era el tipo de plática que estaba destinada a hacer que la mano de uno se le fuese sola hacia la cartera.

– ¿Quiere alguna otra cosa? -me dijo tras acabar una segunda pasta. Yo ni había tocado la primera.

– No, gracias.

– Entonces regresemos. Son casi las cuatro. Pasamos rápidamente por el resto del lugar. Había un corral para pájaros en el que una docena de gallinas picoteaban las barras como palomos skinnerianos, una cabra atada al extremo de una larga cuerda que estaba comiendo basura, hamsters corriendo incesantemente en norias de plástico y un basset que ladraba medio a desgana al cielo que oscurecía. La escuela había sido en otro tiempo un cuartel, el gimnasio un almacén de la Segunda Guerra Mundial, según me informó. Ambos habían sido remodelados, artística y creativamente, por muy poco dinero, por alguien que tenía una mano maestra para el camuflaje. Felicité al diseñador.

– Es obra del Reverendo Gus. Su mano puede notarse en cada centímetro cuadrado de este lugar. Es un hombre muy singular.

Mientras nos dirigíamos a la oficina de McCaffrey volví a ver, de nuevo, los edificios de color ceniza, al borde del bosque. Desde más cerca podía ver que se trataba de cuatro estructuras, con techos de cemento, sin ventanas y semienterradas en tierra, como si fueran bunkers, con rampas como túneles que descendían hasta puertas de hierro. Kruger no daba ninguna muestra de que fuera a explicarme lo que eran, así que se lo pregunté.

Miró por encima de su hombro.

– Almacenes -dijo casualmente-. Venga. Regresemos.

Habíamos hecho un círculo completo, volviendo al edificio administrativo, cubierto de cúmulos. Kruger me escoltó hacia el interior, me estrechó la mano, me dijo que esperaba tener noticias mías y que me prepararía los materiales selectivos mientras yo estaba hablando con el Reverendo. Luego me entregó a las buenas manos de la Abuela, la recepcionista, que se despegó de su Olivetti y me suplicó dulcemente que esperase unos pocos instantes al Gran Hombre.

Tomé un ejemplar del Fortune y trabajé muy duro en tratar de interesarme por un artículo sobre el futuro de los microprocesadores en la industria de las máquinas-herramienta, pero las palabras se emborronaban y se convertían en marchas grises gelatinosas. Las futuradas tenían ese efecto en mí.

Apenas sí había tenido la oportunidad de descruzar las piernas cuando se abrió la puerta. Aquí eran muy estrictos en cuestiones de puntualidad. Comencé a sentirme como un trozo de materia prima… realmente no importaba de qué clase, que estaba siendo llevada a lo largo de una cadena de montaje: fundida, moldeada, manipulada, apretada e inspeccionada.

– El Reverendo Gus le verá ahora -dijo la Abuela. Había llegado el momento, supuse, del pulimentado final.

16

Si hubiera estado en pie fuera, hubiera tapado el sol.

Tenía un metro noventa y cinco de alto y pesaba más de ciento cincuenta kilos, una montaña con forma de pera, de carne pálida vestida con un traje de color gamuza, camisa blanca y corbata de seda negra del ancho de una toalla para manos de un hotel. Sus zapatos de color tostado eran del tamaño de pequeños botes de vela, sus manos como sacos de arena gemelos. Llenaba el hueco de la puerta. Unas gafas de concha negra colgaban encima de una nariz carnosa que biseccionaba una cara tan aterronada como un pudding de tapioca. Lunares, lobanillos y poros abiertos se abrían camino a lo largo de sus caídas mejillas. Había un toque de África en lo aplanado de su nariz, los labios llenos, tan oscuros y húmedos como el hígado crudo y el cabello de ricitos en caracolillo y del color de las cañerías oxidadas. Sus ojos eran pálidos, casi sin color. Había visto ojos como aquellos antes. En los salmonetes, metidos en cajas entre hielo.

– Doctor Delaware, soy Augustus McCaffrey.

Su mano devoró la mía y luego la liberó. Su voz era extrañamente suave. Por el tamaño que él tenía había esperado algo del estilo de la sirena de un remolcador. Y lo que había surgido era sorprendentemente lírico, apenas si un barítono, suavizado por la cansina cadencia del profundo Sur… Louisiana, supuse.

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