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Luego, más tarde, regresan y me cuentan la historia que yo le voy a contrar a la policía. Me la hacen repetir, ¡son tan buenos amigos! Y yo lo hago muy bien, así me lo dicen. Al oír esto tengo una sensación de alivio: al menos hay una cosa en la que soy bueno: en interpretar papeles, actuar. Aunque, después de todo, esto es lo que son los buenos modales: darle a la audiencia lo que la audiencia quiere… y mi primera audiencia es la policía. Luego un oficial de la Guardia Costera, un amigo de la familia. Han encontrado el coche de Lilah. Su cuerpo está magullado e hinchado. No tengo necesidad de acudir a identificarlo, si esto va a ser una prueba demasido grande para mí. Agarrados a sus manos han hallado jirones de la ropa de Willie hijo. Su cuerpo ha sido arrastrado, las mareas, me explica el oficial guardacostas. Seguirán buscando; yo me derrumbo y preparo para el siguiente espectáculo: los que vienen a darme el pésame, la prensa…»

Las mareas, pensé, la Guardia Costera. Hay algo ahí…

– Varios meses después me aceptan en la Facultad de Medicina -seguía diciendo Towle-. Me traslado a Los Angeles; Stuart viene conmigo, aunque ambos sabemos que él no va a poder acabar la carrera. Por su parte, Eddy va a la Facultad de Leyes, también en Los Ángeles; los Cabezas vuelven a estar reunidos… así es como nos llamaban: los tres Cabezas de Estado.

«Seguimos con nuestras nuevas vidas, y jamás hay una sola mención del favor que me han hecho. De aquella noche. No obstante, se muestran más abiertos que nunca acerca de sus perversiones sexuales, dejando fotografías guarras allá donde yo voy a verlas, no molestándose en ocultar o disimular nada. Saben que yo estoy impotente, que no puedo abrir boca, ni siquiera aunque me encontrase a un chico de diez años dentro de la cama. Ahora nos ata una podrida interdependencia mutua.

»Gus ha desaparecido. Luego, años más tarde, cuando ya soy un doctor que ando camino de la celebridad, con mis buenos modales totalmente desarrollados, aparece en mi consulta cuando todos los pacientes se han ido a casa. Ha engordado más, va bien vestido, ya no es un encargado de la limpieza. Ahora, se cachondea, es un siervo de Dios. Me muestra su diploma en Ciencias Divinas, obtenido en una de esas escuelas por correspondencia. Y ha venido a pedirme algunos favores. A cobrarse una vieja deuda, es como él lo dice. Le pago aquella misma noche y le he seguido pagando desde entonces, de una manera u otra.»

– Es ya hora de cesar en esos pagos – le digo -. No le sacrifiquemos también a Melody Quinn.

– Tal como están las cosas, esa niña está condenada. Le dije a Gus que la dejara, que no tuviera un accidente. Le dije que no resultaba evidente en absoluto el que ella hubiera visto u oído algo. Pero él no lo retrasará mucho más. ¿Qué es una vida más para un hombre como ése? – hizo un pausa-. ¿Realmente es ella un peligro para él?

– Realmente no. Estaba sentada junto a la ventana, y vio sombras de hombres -uno de los cuales reconoció como su padre… nunca lo había visto, pero tenía su foto. El día que la hipnoticé, que fue justo el siguiente, inició una conversación espontánea acerca de él, justo después de la sesión. Me mostró la foto y un regalito que él le había hecho. Me lo tenía que haber imaginado, cuando ella tuvo aquellos terrores nocturnos. Pensé que la hipnosis no había evocado nada en ella. Pero lo había hecho. Le había traído recuerdos de su padre, de verle acechando junto a su ventana, entrando en la casa de Handler. Sabía que algo malo había pasado en aquel apartamento. Sabía que su papi había hecho algo terrible. Y lo había suprimido. Pero había vuelto a ella en sus sueños.

Todo había empezado a encajar en mi mente, cuando había visto la pista que ella había dejado tras de sí, cuando Ronnie Lee se había presentado y las había raptado a ella y a su madre: una cabeza reducida, algo precioso hasta aquel momento, un símbolo de papi. Para que lo hubiera abandonado tenía que suceder que ella hubiera dejado atrás su amor por papi, se había dado cuenta de que era un hombre malo, que había vuelto no para visitarlas, sino para hacer daño. Quizá le hubiera visto maltratar a Bonita, o quizá fuera la forma brutal, sin cariño, en la que le había hablado a ella. Fuera lo que fuese, la niña se había dado cuenta, sabía…

Rememorando, todo parecía muy lógico, pero en el mismo momento todas estas asociaciones habían sido una cosa remota.

– Resulta irónico -estaba diciendo Towle-. Yo le receté Ritalina para controlar su comportamiento y fue este mismo fármaco el que le causó el insomnio, lo que la hizo estar despierta en el momento equivocado.

– Irónico -repetí-. Ahora entremos ahí y saquémosla. Usted me va a ayudar. Cuando todo haya acabado me ocuparé que le traten del modo adecuado.

No dijo nada. Simplemente, se sentó muy tieso en el asiento, tratando con todas sus fuerzas de aparentar nobleza.

– ¿Está usted solicitando mi ayuda?

– Lo estoy, doctor.

– Solicitud concedida.

29

Yo estaba tendido en el suelo del Lincoln, tapado con una manta.

– Tengo la pistola apuntada a su espina dorsal -le dije -. No espero que haya problemas, pero no nos conocemos lo bastante como para que pueda tener demasiada confianza en usted.

– Lo entiendo -me contestó-. No estoy ofendido.

Condujo hasta el camino de entrada a La Casa, giró a la izquierda y se deslizó impecablemente, con lentitud, hasta la verja de alambre trenzado. Se identificó a la voz que salía del altavoz y le dejaron entrar. Una breve parada en la garita del guardia, un intercambio de chachara, muchos «doctor» y «señor» por parte del guarda y estuvimos dentro.

Fue hasta el extremo más alejado del aparcamiento.

– Aparque lejos de las luces -le susurré.

El coche se detuvo.

– No hay moros en la costa -me dijo.

Salí de debajo de la manta, del coche, y le hice un gesto para que me siguiese. Caminamos sendero arriba, uno al lado del otro. Los consejeros se cruzaban con nosotros a pares, se saludaban con deferencia y seguían su camino. Yo trataba de aparentar ser su acompañante en alguna misión.

La Casa era muy tranquila de noche. Por entre los árboles se filtraban canciones de acampada: «Cien botellas de cerveza», «Oh, Susana.» Voces de niños. Una guitarra desafinada, órdenes de adultos dadas por micrófono. Los mosquitos y las polillas se peleaban por el espacio alrededor de las lámparas en forma de setas, que estaban enterradas entre la maleza, a nuestros pies. El dulce aroma del jazmín y la adelfa en el aire. Un ocasional olor de salmuera que llegaba del océano, tan cercano, pero invisible. A la derecha la extensión abierta, gris verdosa, del prado. Un cementerio muy placentero… El bosquecillo, tan negro como el carbón, un refugio de pinos…

Pasamos junto a la piscina, teniendo buen cuidado en no resbalar en el cemento húmedo. Towle se movía como un viejo guerrero que se dirige hacia su última batalla, con la barbilla alta, los brazos a los costados, con paso de marcha. Yo mantenía el 38 al alcance de mi mano.

Llegamos hasta los búnkers, sin que nadie se fijase en nosotros.

– Ése -le dije-. El de la puerta azul.

Rampa abajo, un giro brusco de la llave y estábamos dentro.

El edificio estaba dividido en dos habitaciones. La delantera estaba vacía, a excepción de una única silla plegable, que estaba metida bajo una mesa de bridge, en aluminio. Las paredes eran bloques sin pintar y olían a moho. Los suelos eran losas de cemento desnudas, al igual que el techo. Una herida negra y redonda, un tragaluz, marcaba el centro del techo. La única luz provenía de una solitaria bombilla que colgaba de un portalámparas sin ningún adorno.

Ella estaba en la parte de atrás, en un camastro del ejército, cubierta con una áspera manta caqui y atada con correas de cuero que le cruzaban el pecho y los tobillos. Sus brazos estaban sujetos bajo la manta. Respiraba lentamente, con la boca abierta, dormida, la cabeza hacia un lado, con su pálida piel, señalada por lágrimas, translúcida en la semioscuridad. Mechones de cabello colgaban sueltos en derredor de su rostro. Pequeña, vulnerable, perdida.

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