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¿Estaba preparado para jugar el papel de chico bueno que va al rescate de un modo regular?

Pensé en la charla de despedida que uno de los profesores más veteranos de la escuela de graduados había dado a la clase de aspirantes a psicoterapeutas que estaban a punto de graduarse:

«Cuando uno decide ganarse la vida a base de ayudar a la gente que está envuelta en dolores emocionales, también está haciendo la elección de cargárselos a las espaldas durante un tiempo. Al infierno con todas esas chácharas de aceptar las propias responsabilidades, de afirmar el puesto que uno tiene en la vida. Todo eso es pura basura. Cada día de sus vidas van a chocar contra la impotencia. Sus pacientes van a marcarles, como esos pajarillos que se unen al primer ser vivo que divisan en cuanto sacan la cabeza fuera del cascarón. Y si no pueden soportar eso, mejor se hacen contables.»

Y, justo en aquel momento, un libro de caja lleno de hileras de números me hubiera resultado una agradable visión.

7

Fui al estudio de Robin a las siete y media. Habían pasado varios días desde la última vez que la había visto y la echaba en falta. Cuando me abrió la puerta llevaba puesto un vestido de gasa blanca que acentuaba el tono oliva de su piel. Su cabello caía suelto y tenía aros de oro en las orejas.

Me abrió los brazos y nos abrazamos durante largo rato. Entramos, aún abrazados.

Su casa es una vieja tienda en la Pacific Avenue en Venice. Como muchos otros estudios de los alrededores, no tiene cartel alguno, y las ventanas están pintadas en blanco opaco.

Me llevó a través de la parte delantera, el área de trabajo, que estaba llena de herramientas a motor: una sierra de mesa, otra de cinta, torno, montones de madera, moldes, escoplos, galgas y plantillas. Como de costumbre, la habitación olía a goma de carpintero y serrín. El suelo estaba lleno de virutas.

Abrió de un empujón las dobles puertas batientes y estuvimos en la zona de vivienda: sala de estar, cocina, altillo-dormitorio con baño, pequeña oficina. A diferencia del taller, su espacio personal no estaba atestado. Había hecho ella misma la mayor parte del mobiliario, y era de sólida madera, simple y elegante.

Me sentó en un blando sofá de algodón. En una bandeja de cerámica estaba dispuesto café con pastel y platos, tenedores y servilletas.

Se sentó junto a mí. Tomé su cara entre mis manos y la besé.

– Hola, cariño -puso sus brazos alrededor de mí. Podía notar la firmeza de su espalda a través del delgado tejido, una firmeza basada en una suavidad curvada y que cedía. Ella trabajaba con las manos y siempre me asombraba encontrar en ella esa especial combinación de músculos y voluptuosidad femenina. Cuando se movía, ya fuera manejando un pedazo de madera en derredor de las rapaces fauces de la sierra de banda o simplemente caminando, lo hacía con gracilidad y confianza. El haberla conocido era lo mejor que jamás me había ocurrido. Sólo por aquello había valido la pena el haber dejado mi trabajo.

Yo había estado husmeando por McCabe, la tienda de guitarras de Santa Mónica, rebuscando entre las viejas partituras de música y probando los instrumentos que colgaban de las paredes. Había estado mirando una guitarra particularmente atractiva, como mi Martin, pero aún mejor hecha. Había admirado el arte del fabricante, era un instrumento hecho a mano, y había pasado mis dedos sobre las cuerdas, que habían vibrado con perfecto equilibrio y sostenido. Tomándola de la pared la había tocado y había sonado tan bien como se veía, resonando como una campana.

– ¿Le gusta?

La voz era femenina y pertenecía a una deslumbrante criatura que estaría en la medianía de los veinte. Estaba muy cerca de mí y no sabía cuánto tiempo llevaba allí. Yo había estado perdido en la música. Tenía una cara en forma de corazón, culminada en una mata exuberante de cabellos castaños. Sus ojos eran como almendras, colocados muy separados, del color de la madera antigua. Era pequeña, de no más de uno cincuenta y cinco, con delgadas muñecas que se abrían en delicadas manos y largos y afilados dedos. Cuando sonreía sus dos incisivos superiores, mayores que los otros dientes, destelleaban marfil.

– Sí. Creo que es excelente.

– No es tan buena – se puso las manos en las caderas, unas caderas muy definidas. Tenía el tipo de silueta, de cintura pequeña, abundante busto y, en general, suavemente cóncava, que no podía ser camuflada por el mono que se había colocado sobre el jersey de cuello de cisne.

– ¿De veras?

– De veras – me cogió la guitarra de las manos y dio un golpecito en la madera-. Hay un punto, justo aquí, en donde la han lijado demasiado, es demasiado fina. Y el equilibrio entre la parte de arriba y la caja podría ser mejor.

Rasgueó unos acordes.

– Teniéndolo todo en cuenta, yo le daría un ocho en una escala del uno al diez.

– Parece ser usted una experta en el tema.

– Tengo que serlo. Yo la he hecho.

Aquella tarde me llevó a su taller y me mostró el instrumento en que estaba trabajando.

– Éste va a ser un diez. El otro fue uno de los primeros que hice. Una aprende con la experiencia.

Algunas semanas más tarde me admitió que había sido su modo de ligarme, su versión particular del viejo truco de ven a mi casa a ver los grabados chinos que tengo.

– Me gustó el modo en que tocaste. ¡Tanta sensibilidad!

Después de eso nos vimos de un modo regular. Me enteré de que era hija única, la hija muy especial de un ebanista de gran talento que le había enseñado todo lo que sabía acerca de cómo transformar la simple madera en objetos de auténtica belleza. Ella había probado en la universidad, graduándose en diseño, pero la excesiva reglamentación la había irritado, como también lo había hecho el que su padre supiera más de un modo intuitivo sobre forma y función que todos sus profesores y libros juntos. Cuando él murió, ella colgó los estudios, tomó el dinero que él le había dejado y lo invirtió en una tienda en San Luis Obispo. Conoció a músicos locales, que le llevaban sus instrumentos para que se los arreglara. Al principió era un trabajillo adicional, pues estaba tratando de ganarse la vida diseñando y construyendo mobiliario por encargo. Luego comenzó a tomarse un mayor interés en las guitarras, banjos y mandolinas que hallaban el camino hasta su mesa de trabajo. Leyó algunos libros acerca de cómo se hacen guitarras, descubrió que tenía todos los requisitos requeridos e hizo su primera guitarra. Sonaba bien y la vendió por quinientos dólares. Estaba enganchada. Dos semanas más tarde se trasladó a Los Ángeles, allá donde estaban los músicos, y abrió su tienda.

Cuando la conocí estaba fabricando un par de instrumentos al mes, al tiempo que se ocupaba de las reparaciones. Había escrito en las revistas especializadas y tenía una lista de espera de cuatro meses. Estaba empezado a ganarse la vida.

Probablemente la amé ya el primer día que la conocí, pero me costó un par de semanas el descubrirlo.

Pasados tres meses empezamos a hablar de vivir juntos, pero eso no sucedió. No había objeción filosófica por ninguna de las partes, pero la casa era demasiado pequeña para dos personas y mi casa no podía acomodar su negocio. Suena poco romántico el dejar que temas tan mundanos como el espacio y el confort se interpongan en el camino, pero estábamos pasándonoslo tan bien el uno con el otro, mientras manteníamos nuestra intimidad, que no teníamos el incentivo necesario para hacer un cambio. A menudo pasaba la noche conmigo, otras veces yo me desplomaba en su altillo. Algunas noches íbamos cada uno por nuestro camino separado.

No era una mala situación.

Sorbí el café y miré al pastel.

– Toma un poco, mi niño.

– No quiero ponerme como un cerdo antes de la cena.

– Quizá no vayamos a cenar -me acarició la nuca-. ¡Oh, cuanta tensión!

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